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Cuando el champán se pone insulso

Es simple y conveniente, a casi todos les apetece, y no hay mejor bebida para crear una atmósfera chispeante. Así que siempre servimos champán en nuestras fiestas. Pero es caro y se ha encarecido aún más en el último par de años. No sé a qué se debe, pero aun el champán común que conseguimos en el supermercado local cuesta más de 13 libras la botella. Al mismo tiempo, noto que hay por lo menos media docena de otros países -Estados Unidos, Australia, Sudáfrica, Chile, España e Italia- donde se hace un champán perfectamente aceptable (tal vez se denomine de otra manera por razones legales). El champán italiano es muy bueno. No digo que otros países puedan producir vinos de la calidad del champán de Krug, Bollinger o Veuve Clicquot. Sólo digo que una buena botella de champán italiano es comparable a su equivalente francés y cuesta la mitad. Así que eso compraré en el futuro.

Hay otro motivo. Me agradan los italianos y me desagradan los franceses. Es decir, no tengo nada contra los franceses como pueblo, pero cuestiono el modo en que sus dirigentes se comportan con Inglaterra. Sé que Francia no es una democracia en ningún sentido significativo, que su parlamento es un títere y su política es incorregiblemente corrupta. No obstante, tiene elecciones y una constitución, y el presidente y otros notables son responsables de diversas maneras. Si los franceses realmente disienten con ellos siempre pueden tener otra de sus revoluciones. En consecuencia, los franceses en conjunto deben, hasta cierto punto, asumir responsabilidad por los actos de sus amos.

¡Y qué actos! Realmente parecen odiarnos. Francois Mitterrand siempre se comporta como si el primer ministro inglés, sea quien fuere, fuera su enemigo personal. Edith Cresson destila anglofobia cada vez que abre su boquita cruel. Jacques Delors dedica gran parte de su tiempo, como presuntamente imparcial y supranacional presidente del Consejo de Ministros de la CEE, no tanto a defender los intereses franceses -por supuesto que también hace esto- como a hacer todo lo posible para atentar contra los británicos. No entiendo de dónde saca tanto resentimiento contra Gran Bretaña. Ha pasado su vida en la actividad académica, los bancos, la burocracia y el socialismo, que por separado han conducido a una visión avinagrada y maligna de la vida, y que combinados son devastadores; tal vez eso lo explique. En todo caso, es un acerbo enemigo de este país y desde que aceptó su puesto en 1985 ha hecho todo lo posible para transformar la CEE en una institución antibritánica.

¿Pero por qué los ingleses, en particular? Los franceses tienen razones mucho más fuertes para odiar a los alemanes, que los han conquistado y saqueado en tiempos relativamente recientes, o a los italianos, que se volvieron como chacales contra ellos en 1940. ¿Por qué nosotros, entonces? Creo que el motivo es la humillación. Muchas veces hemos sido testigos de su vergüenza; hemos respondido con generosidad y, lamentablemente, ninguna buena acción queda impune. Una larga sucesión de dirigentes franceses, en los dos últimos siglos, expulsados de su país por sus airados subditos, han buscado refugio y asilo en nuestras costas y lo han encontrado.

El primero en llegar fue el futuro Luis XVIII con su hermanito Carlos. Luis era gordo y glotón, y se volvió más gordo y glotón aquí, en Hartwell, Bucks. El duque de Wellington, cenando enfamille con él y sus damas reales, notó que traían una gran fuente de fresas: "El rey la volcó en su plato, hasta la última cucharada, y las comió con gran cantidad de azúcar y crema, sin convidar a las damas". Eso es peor que Waugh y los plátanos. El duque también consigna que, cuando tuvo que sujetar una liga en torno de la vasta pantorrilla de Luis, "era como rodear con las manos la cintura de un hombre joven". Pero al menos él mostró cierta gratitud. Cuando en 1814 lo devolvimos al trono y regresó a París, le dijo al príncipe regente: "A este glorioso país, y a la tenacidad de sus habitantes, atribuyo, después de la voluntad de la Providencia, el restablecimiento de mi casa en el trono de sus ancestros". Luis tuvo el ingenio para morir en ese trono, pero su hermano, Carlos X, pronto fue expulsado, y en agosto de 1830 estaba de vuelta en Gran Bretaña, sin un céntimo, con su ridículo comandante en jefe, Marmont.

El sucesor de Carlos, el orleanista rey de los franceses, Luis Felipe, también era glotón, pero ante todo era codicioso. Tenía forma de pera. Los franceses lo aguantaron dieciocho años y lo expulsaron. El cónsul inglés lo embarcó clandestinamente en Le Havre, y tuvo que afeitarlo, quitarle la peluca, ponerle gafas y una gorra y presentarlo como su tío "el señor Smith". Palmerston logró que se entregaran mil libras esterlinas al rey destituido y su familia, con fondos reservados. Carlos falleció en la finca real de Claremont en 1850. Veinte años después, otro jactancioso monarca francés, Napoleón III, rechazado por sus subditos, como su tío Napoleón I (quien, recuérdese, se rindió en el navio inglés Bellerophon para salvar el pellejo), se refugió aquí y terminó en Chislehurst. El largo desfile de refugiados franceses se ompletó con el general De Gaulle, quien fue recibido con cordialidad y nos lo agradeció con malos tratos. Pero, como comentó Churchill, "El Todopoderoso, en Su infinita sabiduría, no consideró adecuado crear a los franceses a imagen de los ingleses".

He omitido a los muchos escritores y artistas franceses que siguieron las huellas de sus gobernantes: Victor Hugo, quien se refugió en las Channel Isles, por ejemplo, o Emile Zola, que pasó un año aquí huyendo de la policía durante el caso Dreyfus, o Camille Pissarro, quien encontró asilo nada menos que en Norwood. Y aunque digo que De Gaulle "completó" la lista, no estoy seguro de que se haya añadido el último nombre. La Quinta República, que andaba bien hasta hace pocos años, ahora parece un edificio bastante frágil. Dudo que las turbas de París se hayan vuelto menos sanguinarias con los años, y poner los pies en polvorosa para cruzar el canal es todavía la maniobra más segura para el político francés en fuga. Quizá tengamos que ofrecer una cortés bienvenida a Mitterrand, Delors y Cresson, la última privada de sus Saint-Laurent, y me temo que encontraremos un alojamiento adecuado para este trío siniestro. Pero, entretanto, que traigan champán italiano.

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