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Todos necesitan tener algo
El sábado, pensando que existía verdadero peligro de que subieran los socialistas, decidí gastar dinero antes que tuvieran la oportunidad de confiscarlo. Compré un cuadro. No se me habría ocurrido comprar otra cosa. En muchos sentidos soy el anticonsumista por antonomasia. Si la mayoría fuera como yo, toda la economía se derrumbaría. Mis ojos se ponen vidriosos cuando hojeo los anuncios de un suplemento. Nada de lo que exhiben me interesa. Si camino por Oxford Street o Knightsbridge, no tengo la menor tentación de entrar en una tienda. En mi vida he comprado un coche. La ropa no me interesa. Los restaurantes caros ponen a prueba mi paciencia. Como mi trabajo me lleva a lugares remotos, nunca me tomo vacaciones. De todas las cosas que codiciaba Rosemary Aberdour, y que la indujeron a robar 3 millones de libras esterlinas de los hospitales y la llevaron a la cárcel la semana pasada, no sólo puedo prescindir, sino que en realidad me repugnan. Mi infierno sería estar atrapado en un club nocturno con la gente guapa y obligado a vivir en un "apartamento de lujo con ático". Sería más feliz en un monasterio, incluso en una cartuja.
Pero no podría prescindir de libros y pinturas. Y cuando tengo dinero, los compro. El afán de tener libros es una enfermedad, que en mi caso es crónica e incurable. Cuando era joven llevé una vida errante, y en tres ocasiones tuve que vender mis libros antes de continuar. Me convencí de que no los necesitaba, de que siempre estaban las bibliotecas. Pero aun así fue muy doloroso, y una vez que me instalé en otro sitio, el crecimiento comenzó de nuevo. Cuando nos mudamos de nuestra casa de Iver para regresar a Londres, vendí dos o tres mil libros, muchos volúmenes de historia, enciclopedias, colecciones encuadernadas de revistas, esas cosas. Nunca he dejado de echarlos de menos. En todo caso, he adquirido tantos otros libros que ahora tengo más que antes de la Gran Purga, que retrospectivamente se ha revelado como ineficaz. Continuamente contrato gente para construir más anaqueles, pero las filas de libros se siguen multiplicando como serpientes, trepando hacia arriba, metiéndose en los dormitorios, reptando por las paredes, invadiendo armarios, apilándose en rincones, mirándome con reprobación desde mesas abarrotadas, e incluso desde debajo de los sofás. Los compro en Foyles, o Waterstones, en las magníficas tiendas de libros raros de Mayfair, en oscuros comercios de callejas laterales, incluso en esos reductos de precio reducido que florecen como setas en cuanto se vacía un local. Estos últimos no deben despreciarse: la semana pasada obtuve en uno de ellos, por unas monedas, los Viajes del príncipe Puckler-Muskau, el cual (extrañamente) no poseía, y una vida de ese excéntrico y loco genio Gilbert Cannan, a quien el viejo Martin Secker, el primero en publicarlo, me describió vividamente años atrás.
De un modo u otro, los libros siguen llegando, a veces por docenas. Las pinturas y dibujos llegan con menor frecuencia. Cuando compré la última, una gran versión al óleo de ese magnífico paisaje del siglo diecinueve, La cascada de Clyde de Thomas Spinks ("floreció 1872-1880", según el Dictionary of Victorian Painters de Christopher Wood), mi esposa preguntó: «Sí, ¿pero dónde lo colgarás?». Es verdad que no hay espacio. En ocasiones regalo un cuadro, pero nunca los vendo, pues la pietas me obliga a seguir la máxima de mi padre: "No trates de ganar dinero a costa de un pobre pintor que quizá se murió de hambre". Así se acumulan, y los recién llegados tienen que luchar por el espacio de las paredes. Pero tengo la supersticiosa creencia de que las pinturas buenas y respetables que cuelgan en una habitación reconocen a un recién llegado de calidad, y se contraen para dejarle lugar.
Además tengo una constante sensación de pérdida por las pinturas que debía haber comprado y no adquirí. Estaba esa bella acuarela de Constable que me ofrecieron por dieciocho libras, en una época en que no contaba con esa suma principesca y no tenía manera de pedirla prestada. Hubo un momento aún más desgarrador, poco antes de mi boda (así que debía de ser 1957). Yo acababa de comprar, por pocas libras, un magnífico óleo de Albert Moore, entonces tenido en poca estima. Me ofrecieron dos más pequeños pero en pareja, por cuarenta y cinco libras. Yo tenía el dinero, pero no teníamos nevera, y cuarenta y cinco libras era exactamente el precio de la nueva que necesitábamos. Así que el arte tuvo que rendirse ante la utilidad. Y hubo otros ejemplos similares con los años, así que siento que hay varias obras que faltan en mi colección, baches que deben llenarse, aunque las paredes estén repletas. Esa es, al menos, mi justificación metafísica para comprar más. Pero lo cierto es que soy adquisitivo cuando se trata de libros y cuadros. Quiero poseerlos. Cuando los miro en mi casa, pulcramente ordenados en los estantes, bien iluminados en las paredes, siento emociones similares a las del archidiácono Grantley cuando muestra a su tozudo hijo, que quiere casarse con una belleza sin dinero, los bosques y campos familiares en The Last Chronicle of Barset.
Opino que estos sentimientos, con moderación, no sólo son apropiados sino que constituyen una respuesta permanente e inextinguible del espíritu humano ante la belleza, variedad y riqueza del mundo que nos rodea. El deseo de poseer, como el deseo de crear, es dado por Dios; el uno no puede perdurar sin el otro. La creencia de que el afán de adquirir es intrínsecamente malo, pregonada por teólogos heréticos y socialistas ortodoxos, es falsa y hasta perversa. Es una creencia que destruye la felicidad. Pensemos en la estrechez de la vida de los millones que vivían en la Europa comunista, a quienes les negaron tanto tiempo -cuatro décadas en los países satélites, siete en Rusia- la simple satisfacción de poseer cosas -jardines, campos, casas, pequeñas empresas-, hacer colecciones, encargar a un artesano o artista la creación de un objeto bello y particular. Pensemos en la belleza perdida. Y todo porque una minoría prepotente y arrogante se creía con derecho a transformar la naturaleza humana según su espantosa fe secular. Creo que no afrontamos la amenaza de semejante privación. No obstante, siento escalofríos ante la perspectiva de que un Neil Kinnock, ignorante, irreflexivo, inculto, acompañado por una camarilla de aspirantes a comisarios, littérateurs de TV y carroña de la farándula, nos den órdenes y nos impongan sus repelentes nociones de moralidad, civilidad y conducta artística. La peor ocupación extranjera es la cultural.
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