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El cuento en jaque

Uno de los placeres más gratos de la vida, ahora en peligro de extinción, es la lectura de un cuento escrito con habilidad y profesionalismo. Es una forma de arte en sí misma, y el dominio del cuento es, para un escritor, una maravillosa educación en la creación de una trama, la composición de personajes y, sobre todo, la economía en el uso de las palabras. Cuando yo aprendía a escribir, hacia 1950, lo que más practicaba era el cuento. Debo haber escrito decenas de ellos. Pocos se publicaban, pero tenía la sensación de estar aprendiendo y progresando. Más aún, el mero acto de escribirlos era un agudo placer.

Sesenta o setenta años atrás, grandes escritores aún escribían relatos mágicos, que sumaban entre mil quinientas y siete mil palabras. Estaba Kipling, el maestro de todos ellos, combinando astutamente los diálogos cómicos con una siniestra sordidez. El joven Hemingway daba sus primeros pasos. Estaba Somerset Maugham, a mi entender el más ameno, aunque un poco desapasionado. ¿Alguien ha escrito un relato más pulcro que La dama del coronel? G. K. Chesterton era infalible en ingenio y sorpresa cerebral, James Thurber en desaforada comicidad. Nada me hizo reír tanto como La noche en que la cama cayó sobre mi padre. La gama de relatos disponibles era prodigiosa, desde los vigorosos cuentos policiales de Raymond Chandler, originalmente escritos para revistas baratas, hasta los cuentos portuarios de W. W. Jacobs. El otro día encontré una vieja antología de Jacobs y quedé profundamente impresionado por su fecundidad inventiva y el ritmo trepidante de la trama. Había muchos profesionales de segunda línea como él, produciendo magnífico material por encargo, manteniéndonos entretenidos.

Lo que me indujo a probar suerte con el cuento fue, desde luego, el rumor de que se podían ganar sumas fabulosas en el mercado de las revistas, especialmente en Estados Unidos. El Saturday Evening Post, Collier 's y Lady 's Home Journal pedían continuamente cuentos de cinco mil palabras. Estas revistas tenían ventas enormes y pagaban un dólar por palabra, a veces más. Eran muy selectivas, y podían escoger entre los mejores escritores. Un poco más costosa, y aún más selectiva, era The New Yorker, que por suerte aún pública narrativa breve de gran calidad. Gran Bretaña estaba menos provista, pues el Strand, la mejor revista de cuentos, estaba en vías de extinción (cerró en 1950). Pero aún quedaban muchos cauces, incluidos los semanarios femeninos, que en esos tiempos también tenían enormes ventas y publicaban cuentos y series de mejor calidad de lo que admitían sus críticos. También había pintorescos periódicos como Lilliput, que era exigente y generoso, así como las publicaciones más pretenciosas, Penguin New Writing y Horizon (que también cerró en 1950). Hasta los periódicos publicaban cuentos en ocasiones, y creo recordar que el viejo Evening News londinense publicaba uno cada día de la semana, muy breve, de mil palabras o menos, pero a menudo bellamente construido.

Con la contracción o desaparición de estos mercados, los narradores ya no pudieron ganarse la vida escribiendo narrativa breve. Es lo que sucedió con Angus Wilson, el escritor con más talento del género desde Maugham, y cuyo The Wrong Set (1949) es uno de los más vibrantes volúmenes de cuentos jamás publicados. Tuvo que dedicarse a la novela, donde nunca brilló con el mismo esplendor. Algunos escritores continuaron practicando ese arte contra viento y marea. V. S. Pritchett, por ejemplo, producía su cuota anual de cuentos de gran calidad hasta hace poco. También he leído sobresalientes compilaciones de escritoras sumamente profesionales como Elizabeth Taylor, Olivia Manning, Doris Lessing y Edna O'Brien. Cuando yo dirigía una publicación, habitualmente editaba un par de cuentos en Navidad, a menudo provistos por Graham Greene, a quien le encantaba escribirlos. Pero es significativo que un narrador de fuste como Evelyn Waugh, que escribió magníficos cuentos en los años 30, escribiera muy pocos en el último tercio de su vida.

Hay dos maneras de defender el cuento. Desde el punto de vista del lector, hay muchas ventajas en un cuento de cinco a diez mil palabras que le permitirá entretenerse durante un viaje en tren o una tarde ociosa. Una revista se puede llevar en el maletín mejor que un libro. Lo más importante, sin embargo, es que hay muchas ideas de primer orden que son deliciosas cuando se cuentan con brevedad pero no se pueden expandir a la longitud de la novela. La vida breve y feliz de Francis Macomber de Hemingway es el cuento perfecto con su magnífica economía de medios y su tenso vigor, pero sería una lata -más aún, no funcionaría en absoluto- como trama de una novela de setenta y cinco mil palabras. Kipling era un cuentista natural que no se sentía cómodo con la forma y la longitud de la novela. The Light That Failed está vigorosamente concebida, pero algo falla en ella. Somerset Maugham escribió novelas de gran éxito, pero sus cuentos pertenecen a un arte más elevado. Su mejor novela, Cakes and Ale, se podría describir como un cuento muy largo.

Supongo que los escritores siempre producirán cuentos, pero aquellas habilidades que se cultivaron y refinaron en el centenio 1850-1950 no existirán, y los festines de que disfrutábamos no estarán disponibles si los editores no logran crear mercados regulares y remunerativos. Creo que la demanda todavía existe, y la capacidad para satisfacerla todavía estará disponible algunos años, pero poco a poco desaparecerá a menos que los poderosos del mercado editorial hagan un esfuerzo consciente para mantener este arte con vida. ¿Por qué no hay más revistas que publiquen cuentos? También me gustaría ver narrativa en periódicos como el Daily Mail, el Sunday Express, el Mail on Sunday. Sería una excelente idea que aquellos editores que se interesan en nuestra literatura apartaran, todos los años, una suma de dinero para encargar cuentos de alta calidad. Sería una inversión para el futuro, una inversión en los Kiplings, los Hemingways y los Maughams del siglo veintiuno.

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