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En el páramo no hay atajos

Han pasado cincuenta años desde la primera vez que visité la región de los lagos y descubrí las delicias de pasear por las altas colinas. Vivíamos en el noreste de Staffordshire, en la frontera del Derbyshire, y caminábamos mucho por los brezales. Pero esas colinas de más de mil metros -¡auténticas montañas!- eran nuevas para mí. Nunca olvidaré la emoción de ver por primera vez la gran cordillera bajo la luz de una mañana estival, en sutiles matices de azur, zafiro, lapislázuli e índigo, desde el andén de la estación de Oxenholme, donde trasbordamos desde la línea principal. Viajábamos bajo la enseña marrón del viejo LMS, nuestro ferrocarril. La gente era mucho más leal entonces; considerábamos el LMS el mejor del mundo, en oposición al LNER, considerado vulgar, o el GWR, artero y envarado, o el Southern, lisa y llanamente aburrido. Nuestros autobuses eran pardos, pero el vehículo desvencijado que nos llevó desde Windermere, trepando penosamente desde Langdale, estaba pintado de amarillo: una novedad fascinante, aunque no tanto como los lúgubres precipicios que pronto nos rodearon. Hicimos a pie el último kilómetro, hasta llegar al pequeño apiñamiento de edificios blanqueados que estaba en la entrada del valle, la granja donde nos alojábamos.

Por seis chelines diarios, mi hermana y yo teníamos pensión completa en esa finca antigua, pedregosa, amurallada, primitiva pero inmaculadamente limpia. Aunque era la época de la guerra, desayunábamos suculentos platos de tocino y huevos, y cenábamos carne asada de vaca y oveja; en nuestras excursiones llevábamos deliciosos emparedados, amorosamente envueltos en pulcros paquetes de papel impermeable. Para beber podíamos escoger entre Tizer, Dandelion y Burdock, muy estimadas en el norte. Eran los únicos elementos de nuestra dieta que no se producían en la granja, donde abundaban la crema fresca, la mantequilla salada, el pan crujiente, los pasteles de zarzamora y las tortas regionales.

Siendo un chico de trece años, yo tenía una estrecha cama en una habitación que compartía con Jack, a quien la esposa del granjero describía como "un caballero muy caminador". Le debo muchísimo porque él me enseñó a amar los páramos y a respetarlos, a conocer sus tradiciones y peligros. Me llevó a Dungeon Ghyl y Pavey Ark, el inmenso peñasco que se yergue sobre Langdale, mostrándome cómo trepar sin peligro. Me mostró el Lord's Rake de Scafell, y el famoso Nape's Needle de Great Gable. De noche y de madrugada, pues el sol nos despertaba a las seis, me obsequiaba irresistibles historias de horror de los días en que se escalaba con cuerdas: cómo Herbert Arkwright casi se había matado en Middlefell Buttress, y cómo habían bajado el cuerpo del pobre Stanley Hardcastle, perdido en Crickle Crags, usando como camilla la puerta de un establo. Su lúgubre carácter norteño abundaba en consejos sombríos. "No pises Gimmer Crag, muchacho, y si debes hacerlo, evita Amen Córner, te lo suplico." "No te acerques a Hell's Ghyll, allí sólo encontrarás problemas." "Cuídate de los esquistos del lado de atrás de Bow Fell, pues allí han desaparecido jóvenes sin dejar rastro." Me contó una historia horripilante acerca de un joven y una muchacha que, "desvergonzados", se bañaban desnudos en Angle Tarn, y se hundieron en sus heladas honduras por obra de un dios ofendido. Jack disfrutaba de un buen escalofrío, y luego se disponía a dormir leyendo un capítulo de la Biblia.

La simplicidad de esos días hoy parece muy lejana. El trabajo de la granja era agotador e incesante, y nadie trajinaba más que Mary, la amable y rubicunda hija de la casa, con su delantal almidonado y blanco, reluciente cada mañana. Había esperado su diversión anual, un baile en Chapel Stile, para lo cual se proponía caminar siete kilómetros de ida y siete de vuelta. Pero en el último momento una vaca enferma la retuvo en casa y levantada casi toda la noche. Lo tomó filosóficamente, diciéndome: «Bien, al menos no descubrirán que no sé bailar el foxtrot lento, ni el samba». Hija de un statesman, como llaman a los pequeños terratenientes de la región de los lagos, podía esperar una unión apropiada, en su momento, con el hijo de otro statesman, cuando él regresara del servicio militar. Pero no había mucho romanticismo en su vida, puntuada por los cambiantes pero siempre duros ritmos del año. Me contó que una vez había estado fuera quince horas, rescatando ovejas de los ventisqueros durante las intensas neviscas de enero.

Hacía noventa años que Wordsworth había muerto, pero quizá los valles hubieran cambiado menos desde su época que desde entonces hasta hoy. Había un taxi en Ambleside, pero pocos coches en Langdale, y menos gasolina. Los viejos caminaban, los jóvenes andaban en bicicleta. Algunos recordaban las diligencias, y que debían apearse para subir por Dunmail Raise o Honister Pass, para cuidar los caballos. A diferencia de las razas comerciales de hoy, que no pueden sobrevivir en los páramos sin cuidado, todas las ovejas eran del viejo linaje Herdwick, las más valientes e inteligentes de su especie, y las más sabrosas, aunque pequeñas y poco productoras de lana. Aún había pastores a la vieja usanza. En High White Stones, más allá de los Langdale Pikes, conocí a uno de impresionante barba blanca, que decía tener ochenta años; estaba con su bisnieto. En Sawrey, en el próximo valle, Beatrix Potter todavía vivía y presidía la Herdwick Association. Se llevaban a cabo viejos trueques. Hombres nudosos construían murallas de piedra a diez chelines los siete metros. En los bosques de Furness había gente que quemaba carbón y llevaba una vida primitiva y nómada en chozas improvisadas. Criaturas de aspecto salvaje trabajaban en las pequeñas minas de cobre de las inmediaciones de Coniston. Uno podía observar a los pizarreros, acuclillados en el piso, los pantalones ceñidos con soga bajo la rodilla, partiendo la pizarra con asombrosa velocidad y precisión. En aquellos tiempos había muchos más lugareños que gentes de fuera. Uno veía un par de escaladores en la cima de Scafell o Gable, pero en general las colinas estaban tan desiertas como cuando Coleridge arriesgó el pellejo trepando hasta Borrowdale.

Coleridge escogió su temeraria ruta, una roca empinada, y nos dejó un estremecedor relato de ello. Jack reprobaba esas locuras sureñas: "No hay mucha sensatez por debajo del Trent". Y me advertía: "Siempre lleva mapa y brújula, linterna y silbato, y una muda". Me enseñaba a distinguir entre una senda genuina y un meandroso camino para ovejas, y añadía: "No te apartes de la senda. Recuerda que en el páramo no hay atajos". Era cierto, y también en un sentido mucho más amplio. Evocando el último medio siglo, pienso que se nos habría ahorrado mucho sufrimiento si los ideólogos, milenaristas y exaltados de todas las tendencias políticas no hubieran obligado a la humanidad a aprender, del modo más doloroso, que los atajos no existen.

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