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En la estela del checo saltarín

El enorme yate de Maxwell, en venta por diez millones de libras esterlinas, y cuyo mantenimiento cuesta otro millón anual, se ha vendido a un precio satisfactorio, según los agentes Camper & Nicholsons. La recesión no afecta a todos con igual dureza. La idea de que alguien disponga de tanto dinero para gastar en extravagancias parece perversa para muchos; "obscena" es la palabra de moda. Otros, como el general De Gaulle, consideran que la posesión de un yate de lujo es vulgar, algo a lo cual sólo pueden rebajarse los propietarios de petroleros y otros descastados morales. De ahí su desdeñosa observación, después de estudiar a Jackie Kennedy en el funeral del presidente, Elle finira sur le bateau d'un armateur.

Lord Beaverbrook también criticaba los yates, aunque por otros motivos. Había tenido una desafortunada experiencia cuando viajaba por la costa este de Estados Unidos en un yate que chocó contra una obstrucción después de navegar quince kilómetros. Estaba en el puente, junto al capitán. «¿Qué ha sido ese ruido, capitán Brogan?» «No sé, milord. Lo averiguaré.» «Bien, para mí sonó como un ruido de veinte mil dólares.» Y añadía: «Y así fue, en efecto. Todo lo que falla en un yate cuesta por lo menos veinte mil dólares». Esta fábula moral concluía con una moraleja: «Mi consejo, joven, es que no se apresure a comprar un yate costoso cuando llegue el momento».

Hasta ahora no he tenido inconveniente en seguir el consejo de Beaverbrook. Pero debo señalar que, de todos los relucientes tesoros que una gran fortuna puede comprar, el único que me tienta es un yate. ¿Por qué? Es la sensación de libertad, la idea de abordar un barco que uno considera su hogar, con familia y amigos, y decir al hombre del puente que nos lleve a cualquier parte del mundo. El tamaño y el lujo, y, por tanto, los gastos, son esenciales. No hay fórmula más segura para unas vacaciones desastrosa que embarcarse en un yate pequeño. Nos recuerda el sombrío comentario del doctor Johnson acerca de la vida del marinero: "Como estar en prisión y, para colmo, con el riesgo de morir ahogado". El apiñamiento en un barco pestilente donde predominan las faenas ingratas, las comidas pringosas y el rigor de los elementos atenta contra la amistad y agrava toda riña familiar. Las ventajas están bien expuestas en el libro de Sommerville y Ross, The House of Fahy, donde Bernard Shute, para agasajar a sus amigos, alquila una espantosa goleta llamada Eileen Oge, y se produce un desperfecto. Pensándolo bien, los dos autores cuentan una historia aún más escalofriantte acerca del desafortunado barco de placer de lord Derryclare, el Sheila que, con su "angosta y curva cubierta" y el "fuerte hedor del bacalao", queda a la deriva en la bahía de Eyries: "un conjunto de camarotes sórdidos, con pizarra, en torno de un cuarto de baño, como un grupo de gallinas desplumadas en torno de un gallo maltrecho".

Es esencial, pues, contar con espacio, servicio rápido e impecable, un chef de primera, estabilizadores, aire acondicionado, una gran piscina, teléfonos, televisión, fax y, desde luego, el estampido de los corchos de champán mientras las olas lamen suavemente la popa y proyectan intrincados dibujos de luz contra el toldo. El Lady Ghislaine de Maxwell tiene gimnasio y discoteca. Yo transformaría el gimnasio en biblioteca y la disco en pinacoteca. No me molestarían las asociaciones con el capitán Bob. Al contrario, un poco de notoriedad forma parte de la diversión de poseer uno de estos juguetes exóticos. Me gustaría contar a los huéspedes: "Hicimos reparar la borda, pero aquí está el lugar donde el dueño anterior caminó por la planchada". Tampoco me molestaría un toque sobrenatural. Si los mares pueden tener su Holandés Errante, ¿por qué no un checo espectral, condenado a brincar para siempre entre las olas? Pero el nombre del barco debería cambiarse. Yo lo reemplazaría por Lady Maggie.

El problema de poseer hoy semejante yate es que gran parte del romanticismo desapareció con los adornos de bronce y caoba, los marineros descalzos que bruñían las relucientes cubiertas blancas, el aleteo de la lona, las bocanadas de humo de carbón. El siglo diecinueve fue el período clásico, comenzando por el Bolívar de Byron, construido en Genova con el diseño de un arquitecto naval inglés, el mismo que concibió el malogrado Don Juan de Shelley. El Bolívar era veloz y lord Byron se sentaba en la cubierta a escribir Sardanapalus o Marino Faliero mien tras frente a él pasaba la costa ligur. Aún más notable fue el magnífico Dryad de lord Cardigan, que lo acompañó a la Guerra de Crimea y, anclado frente a Balaclava, sirvió como cuartel general de su regimiento. Después de conducir la carga de la Brigada Ligera y presentarse ante el airado comandante en jefe, lord Raglán regresó al Dryad, se dio un baño, bebió una botella de champán, comió la cena preparada por su chef francés y se acostó en su camarote. El Dryad también presenció la segunda luna de miel de Cardigan, cuando la muerte de lady Cardigan ("Querida, esa vieja zorra ha muerto, casémonos de inmediato") le permitió hacer una mujer honesta de su amante, la señorita Horsey de Horsey.

En aquellos tiempos, y durante muchos años, el Almirantazgo tuvo una serie de grandes yates de vapor, privilegio del primer lord. En los áureos y elegiacos veranos previos a la Gran Guerra, las cartas y las memorias hablan de inolvidables cruceros en elEnchantress, con Churchill como anfitrión, y luminarias tales como "Squiff', "Margot", "LG" y "FE" disfrutando del sol mediterráneo, con la asistencia de un "sabueso del mar". Pero ese fue el breve período de los yates románticos. Después de la Primera Guerra Mundial esa sensación de cómoda certidumbre se disipó. Eduardo VIII dio mala reputación a los cruceros por el Mediterráneo en 1936, con su desastrosa expedición con la señora Simpson, y en la segunda posguerra, una sucesión de grotescos personajes -el rey Faruk, lady Docker, Aristóteles Onassis- usaron sus yates para sumergirse en insondables profundidades de vulgaridad. ¿Pero qué importa? Aunque haya desaparecido el romanticismo, tiene su encanto subir a nuestro barco en Montecarlo, mientras el sol cae más allá del Massif des Maures. «Buenas noches, capitán. ¿Cuándo podemos zarpar?» «En media hora, señor. Deberíamos llegar a Ajaccio al alba. Después veremos. Positano, tal vez. O Amalfi». «A la orden, señor». No hay nada como un yate caro para sentirse como Walter Mitty.

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