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Graves problemas en Suecia
La rubia despampanante que se sentaba junto a mí en el avión a Estocolmo resultó ser banquera. «Lamentablemente -me dijo, dejando su periódico financiero-, los suecos tenemos graves problemas.» Siguió un comentario sobre tasas de interés. «Las nuestras tendrán que subir de nuevo», dictaminó. Es sintomático que en la nueva unión europea todos nosotros, incluidos los opulentos suecos -gozaban del estándar de vida más alto en 1959-, estemos encadenados al remo del usurero, con los alemanes vociferando cotizaciones mientras hacen restallar el látigo. Para los suecos es una novedad desagradable, aunque mantienen una adusta calma.
Pero, preocupado por el lanzamiento de la edición sueca de mi último libro, yo tenía en mente otras cosas. También las tenía el hombre que me recibió en el aeropuerto de Arlanda y me condujo a Estocolmo. Él pensaba en las chicas de los parquímetros. También son rubias, pero un poco más robustas y muy estrictas. Amo Estocolmo, que tiene el centro urbano más bonito de Europa, con mar, barcos, piedra y el excelente Grand Hotel, pero no es un lugar para infringir la ley, y en Suecia hay muchas leyes. Hasta los coches protestan, con rotundas voces electrónicas, si uno hace algo mal. Fui directamente a la editorial y los fotógrafos me arrinconaron, primero en la oficina, luego en el ático. Me hicieron erguir la barbilla para "captar nuestra sensible luz nórdica" y el resultado me hizo aparecer como Musso saliendo del Palazzo Venezia. Luego me entrevistó un hombre simpático, serio y con barba llamado Ake Lundqvist del Dagens Nyheter, después fuimos al Instituto de Asuntos Internacionales, donde yo debía dar una conferencia y responder preguntas. Había estado antes allí: un delicioso interior de mosaico y terracota en lo que había sido un banco del siglo diecinueve. Dijeron que yo gozaba de más popularidad que Yeltsin, aunque sin duda esto era cortesía sueca. Hubo algunas preguntas inquietas. ¿Suecia tenía razón al tratar de unirse a la CEE? ¿Los alemanes volvían a las andadas?
Al cabo de otra entrevista viajamos en coche a Uppsala. En la radio oímos las noticias vespertinas: las tasas bancadas debían subir al 75 por ciento. «Los finlandeses están peor», dijo el conductor con sombría satisfacción. La cena, servida en la mortecina luz del anochecer, fue magnífica: los suecos son insuperables en el arte de hervir, ahumar y salar el pescado. Los profesores sacudían la cabeza: «Gracias a Dios que nos libramos a tiempo de los socialdemócratas». En la universidad di una conferencia ante profesores y estudiantes, interrumpido por el tañir de muchas campanas. Más preguntas inquietas. Oscurecía cuando salimos: una serena, mal iluminada y anticuada ciudad universitaria, sin edificios altos, la luz roja de las bicicletas de los estudiantes pestañeando en la calle. En el taxi donde regresé a Estocolmo llevé a Bo Lundqvist, el brillante artista que hace mis cubiertas suecas, y una deliciosa estudiante rubia que no podía encontrar apartamento en Uppsala y debía viajar desde la capital; el taxi le ahorró un viaje de noventa minutos en tren. Los suecos trabajan bastante, dígase lo que se diga.
Luego subí a bordo del tren hacia Gotemburgo. Todo inmaculado, acero inoxidable, una ducha ingeniosamente concebida, cama blanda y mullida, toallas tibias. Lo que me parecía una caja de Kleenex resultó contener un enorme y delicioso emparedado de jamón y queso, así que comí eso y me dispuse a dormir leyendo la biografía de Murdoch escrita por William Shawcross, mientras el tren traqueteaba entre oscuros bosques. A las ocho de la mañana me recibió en el andén Per Dahl, un hombre joven de la editorial que tiene un conocimiento enciclopédico de la política del Báltico y me ilustró sobre los acontecimientos recientes. Por ejemplo, Kónigsberg había restaurado todos los nombres de calles de la preguerra, de modo que nuevamente tenían un Goeringalle y una Rosenbergstrasse. Mucha plática sobre el hundimiento de la economía de Finlandia, orientada hacia Rusia, pues Moscú no podía pagar nada. Dahl es también un experto artesano y tipógrafo, y me obsequió un ejemplar de mi libro suntuosamente encuadernado en piel de reno. Desayunamos en el Hotel Europa, y de repente comprendió que su tarjeta de crédito era de un banco sueco que acababa de quebrar y había sido rescatado. Otro signo de los tiempos.
Sin embargo, en la Feria del Libro de Gotemburgo, me aseguraron que los libros aún se vendían bien. Firmé ejemplares, estreché manos, charlé con otros editores y libreros. Un inglés con barba que dirige una de las mayores librerías de Estocolmo dijo que le encantaba: "El mejor lugar del mundo para vivir y trabajar". Caminamos entre los puestos y vi rostros conocidos. Ahí estaban Margaret Drabble, Julián Barnes, el exótico y delicioso Shusha Guppy. Charla sobre opciones, regalías, contratos, Rushdie. Un sonriente Boris Pankin, ex ministro soviético de Relaciones Exteriores, me dio un ejemplar firmado de su libro. Mis editores estaban eufóricos porque mi entrevista y mi barbilla Musso aparecían en la primera plana de la sección de artes del mayor periódico sueco. Almorzamos opíparamente en el piso alto de un nuevo rascacielos, con un grupo de editores de literatura y arte. Ante nosotros se extendía Gotemburgo, antaño conocida como la "pequeña Londres", la ventana sueca hacia Occidente. «Sumamente provinciana, como usted verá», dijo altivamente un editor de Estocolmo. Nos reímos bastante, algo inusitado en los almuerzos suecos. Les gustó mi broma sobre Mendelssohn y Hegel. Al fin fuimos al nuevo auditorio, un edificio flamante que inauguraban ese día. Al toque de un botón, aparecían filas de asientos, y la sala principal se dividía en cuatro segmentos, cada cual con butacas para quinientas personas. Pero la acústica de los tabiques electrónicos dejaba algo que desear. Mi conferencia sobre La escritura de historia fue cómicamente puntuada por sonidos del segmento vecino, donde el autor de una guía de música folclórica sueca ofrecía una charla ilustrada con acordeón, coro y puntapiés. También hubo una tremolina en la entrada de mi "sala", donde un grupo que unía a extremistas de izquierda y derecha, que recientemente han publicado una edición sueca de, Mein Kampf, distribuían panfletos donde me atacaban como títere de la Confederación de la Industria Sueca. ¡Con razón la tasa bancaria estaba en el 75 por ciento! No explicaron qué tenía que ver esto con los principios del siglo diecinueve, el tema de mi libro, pero me tildaron de tivolijournalist, un nuevo insulto sueco. Reflexionando sobre esto, viajé en taxi al aeropuerto y luego a casa. Creo que me gusta ser un tivolijournalist.
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