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La sombra de Maastricht cae sobre España

Quien todavía crea que Gran Bretaña debería aceptar el sistema federal de Maastricht -por mi parte, opino que sería un mal irremediable- haría bien en visitar España. He pasado mucho tiempo allí el mes pasado, conociendo a gran cantidad de personas, desde parlamentarios hasta empresarios. Casi sin excepción, Maastricht les parecía una monstruosidad antidemocrática, impuesta sobre un pueblo suspicaz y renuente al que se le niega un referéndum, por parte de un gobierno corrupto y poco representativo respaldado por los principales partidos de oposición. Dado el inicuo sistema de listas de representantes, los parlamentarios tienen que votar por el tratado gústeles o no, o arriesgarse a la extinción política.

Los españoles son un pueblo sumamente atractivo, que no tiene la menor vanidad pero posee un arraigado orgullo. Temen convertirse en una colonia económica y política de la alianza francoalemana. Ven una fuerte analogía con la invasión napoleónica de principios del siglo diecinueve. Muchos liberales de entonces comenzaron por respaldar a José Bonaparte como rey e introducir las modernas ideas de la Revolución Francesa (así como algunos intelectuales aún se aferran a la noción de que la CEE es un concepto esclarecido). Pero cuando la realidad de la ocupación francesa los abrumó con sus saqueos y asesinatos sistemáticos, se levantaron como un solo hombre -y mujer- e iniciaron la gran guerra de resistencia que, bajo la conducción final del duque de Wellington, expulsó ignominiosamente a los franceses de ese país.

Muchos españoles de hoy ven a Felipe González, el presidente del gobierno socialista, como un perrito de circo que baila a las órdenes de su amo socialista de París, Francois Mitterrand. Y Mitterrand, desde luego, es el títere del canciller Kohl, igual que el decrépito mariscal Pétain durante la guerra, pues la moneda francesa depende totalmente de la aprobación del Bundesbank. Los subsidios de la CEE han ayudado a España con un falso auge económico, pero el nivel de la deuda pública es colosal, la economía trastabilla al borde de un abismo y muchos proyectos ampulosos cesan caóticamente al acabarse el dinero. Para respetar el Tratado de Maastricht y equilibrar su presupuesto, los españoles tendrán que aumentar drásticamente los impuestos o abolir su Estado de bienestar. ¿Cómo se puede hacer una de ambas cosas? Están buscando un salvador del exterior, otro duque de Wellington. Muchos ven una figura de ese tipo en Margaret Thatcher, que puede hablar a los pueblos por encima de la cabeza de los gobiernos, y alzar el estandarte de la resistencia contra Maastricht en toda Europa. Hacía precisamente eso en el Palace Hotel de Madrid, donde nos alojábamos, y goza de tal popularidad que su llegada detuvo por completo el tránsito de la ciudad.

La batalla contra Maastricht es una lucha democrática contra la corrupción de las élites, pues el sistema de Bruselas, que quedará muy fortalecido con el tratado, es la maquinaria perfecta para generar toda clase de abusos. Los españoles están cada vez más irritados por los escándalos que conmocionan al gobierno socialista. Desde luego, están acostumbrados a la corrupción. Este mes visité la antigua ciudad real de Valladolid, que no veía desde 1950. Entonces era una impecable ciudad medieval, llena de palacios espectaculares y edificios eclesiásticos. Descubrí horrorizado que cuarenta palacios y quince monasterios habían desaparecido por completo, reemplazados por espantosas oficinas de ladrillo rojo y bloques de apartamentos. Esto se consiguió manipulando permisos comprados durante la última fase del régimen franquista. Pero mis amigos españoles me dicen que los desfalcos se han agravado tras una década de socialismo, y esto parece seguir un patrón de corrupción socialista que evoca lo que sucedía detrás de la Cortina de Hierro, que ha sido muy notable en Grecia, Italia y Francia. Me espanta pensar que el Partido Laborista inglés, que parece empeñado en dejarse atrepellar por Bruselas, se contagie de este virus fatal.

Cuando conocí España, hace cuarenta años, era un país pobre y noble, y ahora parece estar convirtiéndose en un país confortable. Pero sigue siendo una desconcertante mezcla de creencias antiguas y chachara confusa. En la pequeña localidad de Medina de Rioseco, tuve el privilegio de asistir a una misa donde una joven monja carmelita tomaba sus votos. Esta orden de monjas descalzas es una de las más severas: viven totalmente aisladas, alimentándose de hortalizas y huevos, cuando los consiguen; y el convento donde ingresaba aquella muchacha no tiene calefacción, aunque el invierno es muy crudo. Por ley, una muchacha de menos de dieciocho años necesita el consentimiento de los padres para ingresar, y este consentimiento le fue negado rotundamente. Pero al cumplir los dieciocho años se marchó, y ahora, cinco años después, tomaba sus votos definitivos y perpetuos. El obispo le pidió que prestara el juramento a través de una intimidatoria verja de hierro, erizada de pinchos que apuntaban hacia afuera, y ella respondió con voz firme y confiada. Sus padres estaban en el banco, delante de nosotros, derramando copiosas lágrimas, y después el obispo los abrazó a ambos tiernamente, mientras un espléndido coro local, acompañado por el órgano del panadero del pueblo, entonaba el coro del Aleluya. Luego nos llevaron por una puerta lateral hacia la reja de los visitantes, por donde pudimos ver a esa bella y joven monja, con una guirnalda de rosas blancas como una novia de Cristo, sonriendo, con los ojos iluminados con la alegría del auténtico espíritu religioso.

En el otro extremo del espectro, me alojé en un espectacular hotel nuevo, recién inaugurado en Barcelona, que abraza todos losinilagros de la alta tecnología moderna. El panel de al lado de mi cama contenía no menos de quince controles, ninguno de los cuales atiné a entender, pues no tengo un diploma en informática. Lo que más me confundía era que cada vez que encendía una luz se apagaba automáticamente a los treinta segundos. Sólo antes de irme descubrí que podía haberlo evitado insertando mi tarjeta de entrada en una ranura especial para \aconexión maestra. ¿Pero cómo iba a saberlo? Tampoco descubrí cómo abrir el agua caliente, también controlada por un complejo sistema electrónico. En consecuencia, tenía que tomar mi ducha matinal en agua helada y en negra oscuridad. Bien podía haber sido una monja carmelita.

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