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El ajedrez: un juego violento
El final de la Guerra Fría inaugura la era de las guerras de ajedrez. Hay algo simbólico en la decisión de Short y Kasparov de romper con la siniestra Federación Mundial de Ajedrez, cuya dictadura se sostenía en el conflicto Este-Oeste y que hacía tiempo merecía caer en el descrédito. Un redactor del Times piensa que la ruptura de los principales jugadores debería volver el juego seguro para la "libre empresa, la meritocracia y la democracia". Yo no estaría tan seguro. Si el ajedrez se convierte en moda mundial, como ahora parece posible, oiremos las poderosas voces ancestrales que aún no han hablado. ¿Qué hay de los ochocientos millones que pueblan la India, donde se inventó el juego en su forma prehistórica, el chatarungal ¿O los mil millones de chinos, que también afirman haber creado el ajedrez, y que tienen una variante propia, el choke-choo-hono-kail También están los japoneses, que han jugado su propia versión, el shogi, durante un milenio, y que se interesarán más ahora que el dinero desplaza la política y el control del juego queda disponible. Tampoco debemos subestimar a los americanos: ¿y si Disneylandia, por ejemplo, decidiera que vale la pena adueñarse del ajedrez? Tengo una pesadilla donde millones de niños son iniciados en el juego por gigantescos reyes Mickey y reinas Minnie, con alfiles Goofy, torres Donald y peones Blancanieves y Siete Enanos, mientras los campeones mundiales batallan en wagnerianos castillos de plástico.
En rigor, el ajedrez debería ser el más inocuo de los pasatiempos humanos, un juego que no es de azar sino de raciocinio puro, pues la suerte no cuenta salvo en las ínfimas ventajas del blanco sobre el negro, y aun eso se empareja en una serie. Es un festín de destreza cerebral r donde no hay afán de apostar, el juego intelectual por excelencia, del cual quedan excluidos la sensualidad, la avaricia y los instintos animales, y el homo sapiens, puro e inmaculado, gana sólo por el poder de su cerebro. Lamentablemente, la gente inteligente es tan propensa como todos a la vanidad, el despecho y la agresión, tal vez más, y así el ajedrez puede terminar en lágrimas y furor igual que cualquier otro juego. Si Jorrocks pudo describir la caza como "la imagen de la guerra sin su culpa, y sólo el veinticinco por ciento de sus peligros", el ajedrez está totalmente exento de riesgos, pero la imaginería bélica es ubicua. Las partidas de ajedrez terminan en genocidio o rendición incondicional, o bien, tras un prolongado desgaste de guerra de trincheras, concluye en una paz iracunda ("tablas") que es un mero preparativo para nuevas hostilidades.
Grandes artesanos de veintenas de razas, trabajando en marfil, plata, piedra, porcelana, hierro forjado y madera, han aportado su inventiva a los juegos de ajedrez, pero el tema predominante es la confrontación y la batalla. Es verdad que los coleccionistas pueden encontrar juegos de ratones Doulton esmaltados, o ranas de Meissen, o zorros pintados por el nazareno Von Kaulbach, o langostas de cristal veneciano, o ratas de marfil chino con ojos de rubí y ámbar. Pero nadie ha jugado una partida con estos objetos desconcertantes. El juego que más me gustaría poseer se hizo a fines del siglo dieciocho en cerámica; es obra de Wedgwood, con diseños del escultor John Flaxman, que usó a la señora Siddons como modelo para las reinas y a su hermano Charles Kemble para los reyes. Pero esos tesoros son piezas de exhibición. La gran mayoría de los juegos enfatizan el conflicto y la aniquilación ceremoniosa. Mucho antes que llegaran los occidentales, los mandarines jugaban con juegos de soldados chinos y mongoles. Los brahmines usaban guerreros hindúes y musulmanes, y cuando la Compañía de las Indias Orientales tomó el poder, los ejércitos con turbantes fueron sustituidos por soldados ingleses con sombreros de copa.
El tema del antagonismo en el ajedrez se ha explorado de muchas maneras en todo el mundo durante muchos siglos. Hace mil años, los intelectuales de la Edad Oscura encargaban a los artesanos que hicieran peones semejantes a invasores vikingos y guardias sajones, y el otro día vi, en una tienda de Baker Street, un juego donde policías dirigidos por Sherlock Holmes, en blanco, se enfrentaban a la pandilla del profesor Moriarty, en negro. Este dualismo del delito y su prevención no está tan lejos de esos juegos flamencos del siglo dieciséis que presentan la Virtud y el Vicio, con el rey y la reina blancos aferrando Biblias con reverencia y los peones como querubines, mientras que el rey negro es Mefistófeles, y su reina ejecuta un strip-tease para delicia de los demoníacos peones. Los artesanos franceses y alemanes produjeron algunas memorables escenas de batalla en piezas esmaltadas: Gustavo Adolfo contra la casa de Habsburgo; católicos y hugonotes; los guardias de cruz roja de Richelieu, con el cardenal como rey, contra mosqueteros encabezados por la reina Ana de Austria. Creo que hay un juego dieciochesco de Wolf y Montcalma, y, desde luego hay muchos juegos Waterloo, tanto franceses como ingleses, que presentan a Bonaparte, con Josefina como reina (anacrónicamente), Wellington, Ney, Masséna, el príncipe regente y su odiada Carolina. La vieja Fábrica Imperial de Porcelana Rusa, antes de ser nacionalizada, llegó a producir un juego de comunistas y capitalistas. El antagonismo, la furia, la matanza instantánea, la venganza largamente meditada y el afán de aniquilar al oponente son inherentes al ajedrez y ayudan a comprender por qué los grandes maestros se odian, y su animadversión personal, como en el boxeo, ayuda a aumentar la atracción saturnina del juego. La violencia simbólica del ajedrez también explica por qué, hasta hace poco, el juego atraía tan poco a las mujeres, que por naturaleza aman la paz. Fui consciente de que las mujeres no se entusiasmaban con el ajedrez a temprana edad, cuando observaba a mis padres en la etapa final de una partida a la que mi madre se había prestado a regañadientes.
Padre (con impaciencia): No necesitas reflexionar más. Sólo tienes dos movimientos posibles, este y aquel.
Madre: Sólo tengo tu palabra para ello. ¿Y si encuentro un tercero? Padre: No, los he analizado todos. Sólo tienes dos movimientos. Madre: Te equivocas. Hay un tercero. Padre (excitadamente): No te creo. ¿Cuál es? Madre: Este. (Da una patada a la mesa y desparrama las piezas por la alfombra.)
Fue la única vez en que oí a mi padre soltar un juramento, por lo cual fue reprendido al instante, de modo que mi madre también terminó con la ventaja moral.
No obstante, las cosas están cambiando. Un genio femenino húngaro de quince años, Judit Polgar, ha derrotado a Borís Spassky en una partida y ha alcanzado la categoría de gran maestro (no gran maestra, ni siquiera gran persona). El ajedrez es un juego conservador, como corresponde a su antigüedad. Aparte de todo lo demás, nos enfrentamos al ascenso de las amazonas del ajedrez.
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