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Conozcamos la alegre Bulgaria antes de que sea tarde

«Bulgaria tendría que ser más conocida en Occidente», me dijo un diputado en Sofía la semana pasada. «Pues cuénteme las tres cosas más importantes por las cuales debería ser conocida», respondí. «Primero, nuestra música popular tiene características singulares, que fueron utilizadas por Bela Bartok. Segundo, nosotros inventamos el alfabeto cirílico y se lo dimos a los rusos. Tercero, las pinturas de nuestras antiguas iglesias muestran que Bulgaria constituía un puente entre la iconografía medieval y el Renacimiento.»

Es verdad que los búlgaros aman la música. Algunos dicen que son el pueblo más musical del mundo. Cerca de nuestro hotel, una exquisita niña rubia de diez años mendigaba tocando en su violín la Oda a la alegría de la última sinfonía de Beethoven. Había otros mendigos musicales: un anciano con bigotes, que habrían sido feroces, tocaba ritmos populares en un largo y delgado clarinete, acompañado por un hombre aún más anciano con laúd. Calle abajo, uno podía ver El giro del tornillo de Benjamín Britain (es decir, Otra vuelta de tuerca de Benjamin Britten). También es verdad lo del alfabeto, aunque en tiempos de Stalin los rusos lo negaban. Los búlgaros sienten una abrumadora pasión por la palabra impresa y, a pesar de una pasmosa carencia de recursos físicos, hoy producen y leen libros ávidamente. Por eso yo estaba allí: la editorial universitaria de Sofía había traducido mi libro Tiempos modernos, y me íabía pedido que lo lanzara y pronunciara una conferencia en la universidad. La tiranía marxista ha terminado. El ostentoso edificio central del partido comunista, que domina el centro de Sofía, ha sido ocupado por un cine y tiendas de ropa usada. La siniestra y gigantesca tumba que albergaba la momia de Dimitrov, el títere local que dirigía el país siguiendo órdenes de Stalin, sigue en pie, cubierto de graffiti, pero la momia ha desaparecido y sus cenizas están enterradas en la aldea natal de ese bribón. La mayoría de los búlgaros que conocí no simpatizan con el gobernante actual, Zhelyn Zhelov, aunque lo eligieron presidente hace un año. Pero al menos pueden decirlo públicamente. Sentados en la terraza de nuestro hotel, observamos a decenas de miles marchar en una manifestación vespertina, gritando: «¡Abajo el traidor! ¡Basta de basura roja!» Sus rostros tristes y consumidos nos conmovieron. También pueden leer los periódicos. Hay más de seiscientos, un desborde de papel. Después de mi conferencia, en un espléndido pero mugriento salón de mármol, fui asediado por periodistas con micrófonos y grabadores. ¿Qué sucedería con Bulgaria? ¿Cómo podía alcanzar la salvación democrática? ¿Regresarían los horrores del comunismo?

El tercer punto del diputado, el protorrenacentismo, también tiene cierta validez. Sofía está dominada por la enorme masa de granito del monte Vitosha. Ascendimos por sus laderas arboladas hasta la aldea de Boyana, donde una diminuta iglesia medieval de ladrillo rosado se encuentra oculta en un pliegue boscoso. En el año 1259, un gran artista desconocido cubrió su interior con una dramática serie de pinturas realistas, alejándose drásticamente del rígido formalismo de Bizancio y anticipando al Giotto. Quienquiera que fuese, merece un lugar elevado en el panteón de la tradición artística del mundo. Pero el hecho de que su obra fuera tan desconocida me produjo una egoísta satisfacción. Mi esposa y yo éramos los únicos visitantes, y después pude sentarme en una tibia pared de piedra y pintar una acuarela de la pequeña iglesia, rodeada de silencio, salvo por diminutas aves y un joven pastor que arreaba a sus ovejas con cencerros por el camino. El aire templado, cargado con el aroma de flores silvestres, la calma absoluta, la presencia cercana de un gran espíritu artístico, inducían una sensación de bienestar pleno.

«Eso es me dijeron en una embajada occidental. Bulgaria es un jardín del Edén. Aquí la vida es perfecta si uno tiene divisas, y siente la tentación de guardar el secreto.» Eso no es difícil, por el momento. Los viajes organizados guiados llevan a algunos ingleses, especialmente del norte, a los edificios de apartamentos de las costas del Mar Negro, pero nadie visita las antiguas aldeas de la agreste y montañosa campiña. Una encuesta reciente mostraba que el volumen que ocupaba el tercer puesto entre los menos pedidos de las bibliotecas públicas inglesas era un libro de los 60 titulado Gay Bulgaria, la alegre Bulgaria. Cuesta discernir por qué el país es tan delicioso. La comida, salvo la más sencilla, es insípida. Hace mucho frío en invierno, mucho calor en verano. Eso sí, los vinos son buenos y tienen precios moderados. A decir verdad, todo parece absurdamente barato. El helado también es delicioso. Pero el encanto está en la gente.

«Queremos una vida tranquila» me dijo otro diputado. «Sin dramatismo, sin aventuras ni ambiciones territoriales. Dejamos eso para los serbios. Ellos son mejores para pelear. Los rumanos son mejores para adquirir territorio ajeno. Los griegos son los más inteligentes. Los búlgaros hemos participado en muchas guerras y siempre escogemos el bando perdedor. No queremos más guerras. Sólo queremos ser europeos buenos y discretos que saben comportarse.» Está claro que los búlgaros están hechos para sufrir. Medio milenio de insidiosa opresión turca, luego cuatro guerras desastrosas, seguidas por medio siglo de destructiva economía comunista. Fábricas oxidadas y desiertas pueblan la hermosa campiña. Campesinos de torso desnudo trabajan con sus esposas e hijas con antiguos arados y azadas, y aun con las manos desnudas, bajo el tórrido sol de junio. Las muías y los asnos son más comunes que los tractores. La gente parece vulnerable. Las muchachas son notablemente delgadas, a menudo hermosas a su manera tímida, con huesos pequeños y delicados. Hasta los soldados, con sus absurdos y feos uniformes al estilo ruso, y los jóvenes policías, parecen perdidos, desconcertados. Pero todos sonríen: todos quieren amar y ser amados, comprendí, tener una vida decente. No oí una palabra ruda mientras estuve allí. Ni siquiera la manifestación era venenosa.

Los búlgaros siempre atrajeron vigorosamente a un afable occidental, J. D. Bourchier, famoso corresponsal que cubrió los Balcanes para el Times entre 1870 y 1920, y se instaló allí. Solicitó al rey Fernando permiso para ser sepultado frente al monasterio de Rila, a dos mil metros de altura en las montañas del sudoeste. El deseo fue concedido y su sencilla tumba de granito, frente a la gran entrada del monasterio, contempla las tumultuosas y heladas aguas del río Rilska. Es un lugar de ensueño, con picos inmensos y escabrosos perfilados contra el cielo, las cimas aún cubiertas con la nieve de la semana pasada, el monasterio rodeado por densos pinares y bosques de hayas, con murallas que rodean su torre medieval y su iglesia polícroma coronada por domos color verde cobre. Adentro hay vastas galerías de madera que se abren a salas de huéspedes. ¿Quién no sería peregrino de este lugar mágico? Pero apurémonos. La alada carroza del tiempo, con su economía de consumo, viene en camino.

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