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Londres, donde el césped es más verde
Hay ocasiones en las que me congratulo de la buena suerte de ser londinense. ¿Qué? ¿Acaso Johnson se ha vuelto loco? En absoluto. Trataré de explicarme. Tuvimos un mayo y un junio húmedos pero en compensación, por primera vez en algunos años, el césped de los parques aparece genuinamente verde una vez más, y no sólo verde sino, visto a la sombra contra un sol fuerte, casi azul en su exuberancia y profusión. Esta semana, viajando por Constitution Hill en taxi, volví a vislumbrar un paisaje que para mí es la quintaesencia de Londres, es decir, franjas de sombras azuladas que contrastaban entre sí, y brillante hierba bajo el umbrío dosel de grandes y antiguos árboles, rodeadas por macizos edificios y la vibrante e hirviente vida de una vasta metrópolis: el auténtico rus in urbe.
Ninguna otra capital ofrece estos paisajes. Y no son sólo vislumbres. A pocos minutos de mi casa de Bayswater, puedo entrar en Kensington Gardens por Notting Hill Gate y caminar por la hierba a través de Hyde Park, Green Park y St. James's Park hasta Westminster sin pisar una acera; un grandioso y rústico paseo por el corazón de Londres, que no sólo abarca un inmenso parque y un sinfín de árboles, sino espléndidos canteros, lagos ornamentales, puentes, fuentes, pagodas y palacetes, por no mencionar las aves, algunas comunes y otras espectaculares.
Esto no se puede hacer en Nueva York, porque el Central Park, aunque excelente a su manera, es un lugar sórdido y gris. Uno es cons ciente de que está construido sobre una roca impenetrable y desalmada, porque asoma por la delgada capa de tierra como para recordarnos que, cerca de la superficie, esto es todavía el salvaje Nuevo Mundo, no un antiguo y domesticado reducto del hombre civilizado. Cuando camino por el Central Park, aun en pleno día, entreveo bestias salvajes humanas que acechan en la espesura o se ocultan en las rocas: drogadictos, maniáticos sexuales, militantes negros, asesinos desquiciados, mendigos armados que pueden matar por un céntimo sin inmutarse. El incesante borde de rascacielos, siempre visible, nos recuerda ásperamente que el Central Park no es rus in urbe sino un jardín rocoso en una megalópolis. A esta altura del año, cuando Londres está en su incomparable apogeo, Nueva York es tórrida y pegajosa, una podredumbre donde feos gusanos asoman en busca de problemas.
París se acerca más al ideal pero, como aun Nancy Mitford tuvo que admitir, no hay parques adecuados en la Ciudad de las Luces. Las Tullerías, el Elysée, el Luxemburgo, Monceau, y demás, son parterres delicados y artificiales, con demasiada grava, que se vuelve cegadoramente blanca en el sol del verano y se mete en los zapatos. Hay jardines donde un boulevardier puede estirar un poco las piernas, con la esperanza de encontrar una soubrette (vana esperanza, en mi experiencia) o incluso una grite, manteles floreados donde un fláneur puede remolonear ornamentalmente, pero no verdaderos parques para caminar. Existen, desde luego, pero al final del metro, de modo que llegar allí supone una expedición por calles interminables y atestadas o por las tórridas entrañas de la tierra, y aun cuando llegamos a Vincennes o el Bois de Boulogne redescubrimos que los franceses nunca han podido cultivar auténtico césped.
El césped del Green Park es el mejor de Londres. Aunque este pequeño Edén sólo tiene quince hectáreas, con sus espléndidos árboles y su falta de ornamentación artificial se aproxima más al ideal silvestre de un gran parque urbano. Debemos este glorioso oasis verde a Carlos II, que encontró allí un caos de bocas de pozos, zanjas y tierra yerma, lo encerró detrás de una pared de ladrillo rojo y lo llamó "Parque de los Altos de San Jacobo". Puso venados, construyó una casa de nieve y una casa de hielo, y lo recorría diariamente en un itinerario que hoy se conoce como Constitution Hill. La reina Carolina, sufrida esposa de Jorge II, también amaba ese terreno y encomendó a William Kent que le construyera una pequeña biblioteca, adonde se llega por lo que todavía se conoce como Queen's Walk, "paseo de la reina".
Las Fuerzas Armadas usaban Green Park para realizar esas intrincadas evoluciones en bronce y blanco reluciente amadas por los soberanos del siglo dieciocho, así que era un ámbito natural para la celebración de victorias. En 1748 Jorge II festejó la Paz de Aix-la-Chapelle con un gran espectáculo de fuegos artificiales. El capitán Thomas Desaguliers, considerado "gran maestre de fuegos del laboratorio de Su Majestad", tenía a su disposición 88 ruedas catalinas, ochenta y siete "globos de aire", veintiuna "cascadas", 71 ruedas fijas y 131 ruedas verticales, 12.200 bengalas, 10.650 cohetes y muchos otros fuegos de artificio. Se construyó un Templo de la Paz de más de cien metros de longitud y treinta de altura, desde donde el rey y otros notables podían ver el espectáculo. Incluía una galería musical, y una orquesta de noventa y seis instrumentos, principalmente bronces, viento y percusión, ejecutó la Música para los reales fuegos de artificio de Handel, escrita especialmente para la ocasión, y acompañada de las descargas de cien cañones. En esta demostración de poder de fuego, el Templo de la Paz ardió y se incendió, y la conflagración también consumió la biblioteca de la reina.
Gracias a Dios hoy no hay detonaciones en Green park. Me gusta tenderme serenamente en su herbosa tranquilidad, mirando los edificios que se extienden desde el Ritz hasta Spencer House, donde viven los muy ricos de Londres. Lord Beaverbrook construyó allí su vivienda londinense, en Arlington House, desde donde podía dar su paseo matinal como Carlos II. Un día, cuando lo visitó Randolph Churchill, el mayordomo (que siempre se refería de esta manera a su patrón) le dijo: «El Señor está caminando». A lo cual Randolph respondió jocosamente: «¿Sobre las aguas?». Es apropiado que Rupert Murdoch hoy resida donde Beaverbrook ladraba instrucciones a sus jefes de redacción, en sus breves descensos en Londres, y a veces se puede ver a Jacob Rothschild en la ancha terraza de piedra del palacio que ha restaurado tan magníficamente, dándole deslumbrante vida. Cuando se celebra una fiesta real, como suele suceder en esta época del año, el lugar luce elegante y sereno, especialmente cuando los acordes de Pompa y circunstancia se elevan por encima de los muros del palacio de Buckingham. Repito, no hay nada semejante a esto en Nueva York o París. Si Londres pudiera mantenerse limpia y encerrar a sus asaltantes y ladrones de autos, sería una ciudad espléndida.
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