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Un mundo donde el crimen paga

La última estratagema utilizada por los testigos de Jehová para entablar una conversación edificante en nuestro umbral consiste en decir: "Lo visitamos para ver si usted está preocupado por la racha de asaltos". No soporto a esa gente, y mi réplica habitual suele ser: "Aquí somos papistas, ya tenemos religión de sobra, gracias, y hay media docena de Biblias en la casa" (portazo). Sin embargo, me preocupa la racha de asaltos. ¿A quién no, salvo a los asaltantes, que en la actualidad parecen incluir a multitudes de adolescentes? La policía afirma que no estamos a salvo de esta peste, ni siquiera estando en casa a plena luz del día, a menos que echemos doble llave a la puerta. Adolescentes, negros, blancos, asiáticos: no hay diferencia. No hay cerrojo, por sofisticado que sea, que pueda cerrarles el paso si disponen de un trozo de plástico de una botella de agua mineral.

Mi esposa y un amigo estábamos sentados en nuestro jardín de Londres, hace tres domingos, a las ocho de la noche, con dos nietos durmiendo arriba, cuando uno de estos oportunistas irrumpió y se llevó mi ordenador portátil del estudio, luego subió y robó todas las joyas de mi esposa que estaban a su alcance. No me molestó que se llevara el Tandy, obsoleto y propiedad de lord Rothermere, pero las bagatelas de Marigold eran entrañables para ella. De todos modos, es desagradable la idea de que estos malandrines, muchos de ellos con una costosa adicción a las drogas, entren en nuestra casa.

En 1883, cuando pidieron al historiador ruso Nicolás Karamzin que definiera a su país, reflexionó un minuto y dijo: «¿Qué hay en Rusia? Robos». Esta sigue siendo la principal actividad rusa en la actualidad, desde luego, pero la diferencia es que se ha propagado por el resto del mundo. Todo lo que no esté clavado, encadenado u oculto desaparece. Todas las clases roban, a menudo cosas de escaso valor que no necesitan. El año pasado el Ritz perdió 300 coladores de té, 3.000 servilletas, 6.000 ceniceros y 5.000 pares de zapatillas de estar por casa, todos robados por sus ricos huéspedes. ¿Cuándo fue la última vez que usted robó en un hotel?

El clero ya no predica contra el robo, y tiende a tratarlo como una forma de redistribución legítima de los ingresos. El año pasado, cuando pandillas de adolescentes usaron coches robados para efectuar una serie de incursiones relámpago contra las tiendas de Newcastle, el arzobispo de Canterbury echó la culpa al gobierno. Si los ladrones asaltan iglesias, como sucede con creciente frecuencia, las autoridades cierran las iglesias, un modo de resolver el problema. Hombres poderosos e influyentes como Max Hastings y Simón Jenkins intercambian anécdotas, como habrán notado los lectores de las cartas del Spectator, acerca de cuántas radios les han robado del coche. Roy Jenkins, ex secretario del Interior, comenta este asunto con irritación en sus memorias, pero sin reprenderse por no haber tratado más severamente a los maleantes cuando tuvo la oportunidad. La verdad es que nuestra sociedad alienta el robo. Las compañías de seguros pagan. La policía no se molesta demasiado, y en todo caso los jueces, con el beneplácito del Ministerio del Interior, se confabulan para mantener a los ladrones condenados fuera de la cárcel.

En consecuencia, conviene ser ladrón profesional, y adoptar tácticas cada vez más osadas. Hace poco, a las tres y media de la tarde, mientras trabajaba en mi estudio, oí un ruido y entré en la sala. Un ladrón, vestido con mono negro -sin duda un ladrón de joyas-, desatornillaba tranquilamente las rejas de una de las ventanas. En vez de regresar sigilosamente al estudio para marcar el número de emergencia, me quedé mirando a ese ingenioso artesano, hasta que él me vio. Entonces saltó como una piedra a una mesa de jardín, destrozándola. Cuando llegué abajo, el intruso había brincado por el seto. Me he preguntado qué habría hecho si lo hubiera alcanzado a tiempo. Antes los asaltantes se entregaban pacíficamente cuando los aprehendían. Ahora se resisten e incluso atacan, sabiendo que el propietario sufrirá una acusación si se vale de la fuerza. Como indicaba un reciente veredicto judicial, hasta un ladrón crónico que asesina a una víctima que responde a su ataque puede alegar defensa propia.

La difundida impresión de que la ley favorece el delito es reforzada por nuestros sentimientos de culpa, producto de décadas de lavado de cerebro político y religioso en nombre de los desposeídos. Un opulento amigo mío salió recientemente de su casa para cruzar la calle y comprar un periódico, cometiendo la tontería de dejar la puerta entornada. Regresó al cabo de un minuto, se sentó en un sillón y abrió el periódico. Creyó oír un ruido arriba y fue a investigar. En el rellano se encontró con un joven que le preguntó: «Oye, viejo, ¿por aquí se llega a la oficina de correos?». Mi amigo se aseguró de que el visitante no tuviera nada en los bolsillos, lo llevó hasta la puerta y reanudó la lectura. Al cabo de unos minutos, notó que había otro intruso en la casa y volvió a investigar, esta vez entrando en cada uno de los dormitorios. Vio un pie que sobresalía de abajo de una cama y tiró de él. Al fin salió otro joven. «Supongo que tú también buscas la oficina de correos», dijo airadamente. «No, viejo, busco a los agentes de bienes raíces». También expulsó a este sujeto. «Bien -dije yo-, ¿por qué no hiciste que los afrestaran y presentaste una denuncia?». Mi amigo, miembro del partido laborista, explicó que esto no era posible. «Ambos eran negros. Si hubieran sido blancos, lo habría pensado dos veces antes de dejar que se fueran.»

Mi amigo no es el único que obra con esta duplicidad basada en obsoletos sentimientos de culpa. La semana pasada, Jacques Delors canceló multas por 3.700 millones de libras que penaban engaños relacionados con leche en polvo y quesos. El motivo era que los infractores, que debían operar en una escala colosal, eran italianos, griegos y españoles, y no se podía esperar que se comportaran de mejor modo. La implicación era que los ingleses, daneses, alemanes y holandeses no gozarían del mismo privilegio. En síntesis, vivimos en un mundo donde la honestidad no se recompensa, el delito queda impune y los malhechores se salen con la suya. ¿Quién quiere ser un varón justo o una mujer virtuosa?

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