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Reflexiones al cumplir los sesenta y cinco

Paradójicamente, el húmedo y pálido verano ha producido colores otoñales de gloria excepcional. Vagabundeando el pasado fin de semana entre las hayas de Quantock, me sentí de ánimo elegiaco: ¿cuántos más vería? Pues acabo de cumplir los sesenta y cinco años. Una cortés escocesa del ministerio telefoneó para informarme que ahora el gobierno me pagaría la suculenta suma de 62,34 libras semanales. Así que he cruzado la línea divisoria, he entrado en la vejez y a partir de ahora todo es cuesta abajo. ¿Qué me he perdido, o logrado evitar?

Bien: nunca he asistido a un concierto pop ni a un partido de fútbol, ni he visto Coronation Street (ni EastEnders o Neighbours); no he visto La ratonera ni Lo que el viento se llevó; nunca he leído un Jeffrey Archer ni un Martin Amis; no he visto The Ring ni terminado En busca del tiempo perdido; no he leído el Economist ni Time Out; nunca he tenido coche, ni mi cuenta ha estado en números rojos; no he dado cheques sin fondos ni he comparecido en un tribunal; nunca he preparado un asado ni utilizado una lavandería automática; nunca he cambiado pañales, ni siquiera para Annabel; no me he alojado en el Cipriani; no he cenado en Maxim's; no he pescado ningún pez, ni cazado ningún zorro; no he perseguido ningún venado, ni siquiera he aplastado una araña, aunque una vez amenacé a una tarántula en Recife. Nadie me ha ofrecido drogas, invitado a una orgía ni vendido preservativos. El golf, el bridge, los clubes nocturnos y el juego son anatema para mí. Nunca he tenido el menor deseo de poseer un Picasso ni un Ferrari, de vestirme en Armani ni de alojarme en Aspen. Siempre he evitado a Oxfam, el RSPCA, Save the Whales y todas las formas de buena conciencia organizada.

Por otra parte, tuve una hija; escalé el Matterhorn; pregunté a Kerensky por qué no mandó fusilar a Lenin ("Porque no creí que fuera importante"), fumé puros con Sibelius y Castro; nadé en el Caspio y el lago Titicaca; enfadé a De Gaulle, conmoví a Churchill e hice reír al Papa; charlé con Ava Gardner; maté un oso; he publicado veintiocho libros y escribo miles de artículos. Estuve en el lugar desde donde le dispararon al archiduque Francisco Fernando; pronuncié una conferencia desde el escenario donde Herzl fundó el sionismo y tuve el Domesday Book en mis manos. Me considero un inglés típico, austero y poco romántico de mi época, clase y edad, cuyas perspectivas, simpatías y antipatías son compartidas por multitudes.

Aunque quizá me equivoque en esto. Cuando le preguntan qué piensa de mí, mi esposa Marigold responde: "Difícil".

A los sesenta y cinco años ya no creo que cualquier cosa que yo diga o escriba influirá perceptiblemente sobre los hechos, aunque sin duda seguiré lanzando mis dardos. El mundo no se va al traste, al margen de lo que yo diga, enfurecido con los titulares. Al contrario, continuará mejorando para la mayoría de nosotros, tal como lo ha hecho durante más de un milenio. Ya no tengo ambiciones de ninguna clase, salvo la muy modesta de ver una pintura mía expuesta en la Royal Academy. Las cosas que más disfruto son ir a misa para rezar mis plegarias matinales, escuchar a mis nietos y leer en la cama por la noche. Mis pensamientos suelen volcarse cada vez más hacia el otro mundo. Marigold dice que esa actitud no es suficiente, y que debo crearme el hábito positivo de planear y realizar una buena acción todos los días. Estoy totalmente de acuerdo. Pero ella ha pasado una vida al servicio de los individuos, y ayudarlos le resulta tan natural como respirar. Yo he derrochado mis días luchando a favor o en contra de tendencias, fuerzas históricas, clases, naciones, espíritus de la época; un infante en la guerra de las ideas. Odio los comités, las reuniones, las deliberaciones. Ni siquiera estoy seguro de que me gusten las personas, a menos que las conozca. Frente a los desconocidos, al igual que Harold Pinter, suelo ponerme a la defensiva y preguntar: "¿Fuimos juntos a la escuela?".

Cuando le pido más consejos, Marigold dice con resignación: "Sólo trata de ser amable". ¿Pero, cuándo, cómo y con quién? La última vez que le ofrecí el asiento a una dama en el metro, recibí una lección en teoría feminista. El metro es un lugar bastante tenso en la actualidad, y todas las reglas han cambiado. Una grande dame que conozco dice que, si ve a un negro sentado a solas en un autobús, se sienta al lado para demostrar buena voluntad. "Pero -añade dulcemente- ese gesto se presta a malentendidos." Sé a qué se refiere. Cuando yo era estudiante, nos visitó un potentado -creo que sir Stafford Cripps- que observó: "Un caballero siempre es cortés con la mujer más fea de la sala". He seguido este consejo de forma intermitente. Recientemente, en una reunión en casa de lord Weidenfeld, localicé a una probable candidata a quien apenas conocía: una mujer de rostro demacrado, con un torso de maniquí. Me senté junto a ella y fui cortés. Resultó ser una periodista especializada en chismes y, al no tener con qué llenar su espacio, escribió que yo tenía designios para su virtud. ¡Dios! ¿Qué es esto? ¿La última fantasmagoría en corrección política: violación de sobremesa? ¿Un nuevo caso de Bardell contra Pickwick?

Las buenas acciones, pues, son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: "Yo soy un pecador que trata de ser un santo y usted es un santo que trata de ser un pecador". ¿Pero qué hay de la insípida mayoría como yo, que no desea ni la notoriedad ni una aureola, sólo pasar inadvertidamente al Elíseo con notas aceptables?

Sospecho que la beneficencia que mejor funciona es la que brinda tanta satisfacción al que da como al que recibe. Hace un cuarto de siglo que dejé de ser jefe de redacción y lo único que echo de menos es la emoción de descubrir nuevos talentos y la oportunidad de ayudar a los autores jóvenes a escribir mejor. Lamentablemente, en el duro mundo del periodismo y las letras, pocos tienen tiempo, conocimiento o voluntad para instruir a los jóvenes. Vengo de una familia de docentes y lo llevo en la sangre. Así que en la actualidad tomo un par de alumnos, para guiarlos en su primer libro. Es una de las tareas más deleitables que he emprendido y una forma de filantropía que carece totalmente de paternalismo, condescendencia o edificación moral. Más aún, en una época de sintaxis chapucera, gramática deleznable y prosa contaminada, debe haber algún mérito en ayudar a los jóvenes a honrar las palabras. Suficiente para levantar el ánimo de un jubilado, al menos.

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