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Felicidad en la redacción
Una encuesta sobre los directores de periódicos nacionales en un periódico dominical sostiene que "tienen más poder que nunca". No es del todo cierto. Ninguno de los actuales tiene la influencia que ejercía Delane del Times a mediados del siglo pasado. Pero eso era porque el Times de esos tiempos tenía tanta preponderancia sobre sus competidores que equivalía a un monopolio, el mismo motivo por el cual el director del Washington Post de hoy es tratado con respeto en ambas márgenes del Potomac. Lo cierto es que, con gobierno y oposición débiles, y con políticos despreciados por el público, los periodistas parecen ejercer una mayor influencia, al menos de signo negativo.
Pero no existe un código de conducta para los jefes de redacción, formal o informal. Habitualmente no saben en qué se han equivocado hasta que reciben una reprimenda. Ese mal trago se suele deber más a un fracaso comercial que a un fallo profesional, y mucho menos moral. El último jefe de redacción a quien despidieron fue Aylmer Vallance del News Chronicle, sorprendido in flagrante delicio con su secretaria por el airado propietario cuáquero; "en el propio edificio", como se quejó el segundo. Pero eso fue en 1936. Hoy la competencia es más dura que nunca, sobre todo en la gama alta del mercado, y sospecho que la mayoría de los jefes de redacción están demasiado preocupados mirando las cifras, y produciendo trabajos que los lleven en la dirección correcta, para filosofar profundamente sobre su función. Por ello, he aquí algunas reflexiones que se me ocurren en este momento de estrellato periodístico.
No es preciso que un jefe de redacción sea un superhombre, ni una mujer maravilla. Pero debe ser capaz, enérgico, ingenioso, rápido, pa ciente y muy perseverante. El coraje es absolutamente esencial. Un jefe de redacción sin agallas fracasará incluso antes de que lo descubran. Debe ser capaz de decirle al dueño: "Despídame si quiere, pero hasta entonces déjeme en paz". En una época de alta tecnología, el jefe de redacción debe saber cómo se prepara su periódico y ser capaz de hacerlo él mismo. Debe tener capacidad suficiente para hacer el trabajo de todos los integrantes de su personal, con excepción de un par de especialistas. Y los redactores deben ser conscientes de ello. Un jefe de redacción se las puede apañar inspirándoles temor, pero la admiración, o al menos un respeto teñido de reverencia, produce mejor trabajo. Detrás de su caparazón de cinismo, la mayoría de los periodistas son románticos: quieren sentirse orgullosos de estar al servicio de un gran jefe de redacción, cuyo menor reproche sea humillante y cuyo raro elogio sea néctar. Es muy importante el sentido del humor, pues las oficinas de redacción están plagadas de crisis, y la risa disuelve la tensión, también eleva la circulación. Pero un mínimo de sabiduría humana es esencial. Los jefes de redacción deben tener las puertas abiertas, pues los periodistas llevan vidas accidentadas y con frecuencia no tienen a quien acudir en busca de consejo, aliento y un poco de afecto. Un buen jefe de redacción es una figura paterna. Más aún, materna.
Los jefes de redacción no tienen todas las respuestas. Cierta capacidad de asombro, el afán de descubrir, son mucho más útiles que la omnisciencia. No se requiere que tenga ideas -salvo acerca de la gente- ni que sea un intelectual; en realidad, mejor que no lo sea, pues si es pretencioso inevitablemente encontrará ridículos a muchos de sus lectores. Pero debe saber cómo reconocer las ideas y explotarlas, cómo sorber el genio. Sus propias opiniones deberían situarse en lo que yo llamaría medianía superior. No puede pasar mucho tiempo en tabernas, clubes, bares y autobuses, pero debe tener una idea de lo que se comenta en esos lugares.
Un jefe de redacción ideal tiene muchos hijos, y con el tiempo nietos y una buena provisión de tías, primos, sobrinos, ahijadas. Una familia numerosa es la mejor fuente de información espontánea. Pero un buen jefe de redacción también escucha a los carteros, barrenderos, policías, cajeras, encargados de mantenimiento y otros que saben lo que está pasando, no su chófer, que se mueve en círculos demasiado altos. Un jefe de redacción puede volverse bueno impartiendo órdenes, pero permanece bueno haciendo preguntas. En breve, es gregario de día, y de noche está frenéticamente ocupado, pero la prueba de fuego viene entre el momento en que se acuesta y apaga la luz: ¿qué libros tiene en la mesilla? Un jefe de redacción debe ser lector, sea cual sea el precio.
Northcliffe sostenía, con razón, que los jefes de redacción y losdueños de periódicos no debían estar demasiado cerca de los políticos, y menos de los ministros. Lo que averiguan de ese modo habitualmente se puede descubrir por otros medios y queda más que superado por las obligaciones emocionales de la amistad. Tiemblo cuando oigo hablar de periodistas que pasan el fin de semana en Chequers o Dorneywood. Los políticos de hoy, que suelen ser socialmente inseguros y carecen de medios independientes, exigen más respaldo que antes a sus conocidos de los medios y se pueden poner muy histéricos cuando en cambio reciben críticas. Hace poco tiempo un ministro me aseguró airadamente que "tenía un dato" sobre mí y que si yo "no me andaba con cuidado" pronto "aparecería en Prívate Eye". Le escribí una carta pidiéndole que no rebajara su digno puesto. Es triste que los periodistas deban instruir a sus gobernantes en la etiqueta de la vida pública. La única guía segura es que el jefe de redacción debe mantener una relación distante con los poderosos.
Ante todo, los jefes de redacción activos no deben aceptar honores. (Tampoco deberían hacerlo los periodistas en general, mientras puedan sostener una pluma.) En años recientes esta regla se ha infringido, con resultados indeseables para la política y el periodismo. Es posible que los jefes de redacción cobren el doble que el primer ministro, tengan más poder que los secretarios y sean mejores candidatos para las fiestas. Pero no saben manejar estos honores. El dueño de un periódico me contaba que, cuando nombraron caballero a uno de sus jefes de redacción, "se pensó que era otra clase de persona. Tuve que probarle lo contrario mostrándole la punta de mi bota". El sistema honorífico es sin duda el aspecto más corrupto y corruptor de nuestra vida pública, pues está podrido de cabo a rabo, y los jefes de redacción deben rechazarlo.
Mi último consejo para los jefes de redacción es que no se tomen el trabajo -y mucho menos a sí mismos- demasiado en serio. Lo que importa es el periódico, que tiene una vida, un carácter y un espíritu propio. Los jefes de redacción se pueden sentir como pequeños dioses de hojalata, pero una vez que son "ex" no tienen más importancia que la modelo que es ex esposa de un multimillonario. Creo que trabajé demasiado cuando era jefe de redacción, que me consagré demasiado al trabajo y me preocupé demasiado por él. Así que hoy aconsejo así a los nuevos: "Compórtate como Alejandro VI, quien, al llegar a papa comentó: "Ahora al menos tenemos el papado, así que disfrutémoslo". El periódico no empeorará por ello. Pues el mejor jefe de redacción es el que se siente feliz.
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