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Un puñetazo contra la alta costura

Cuando me siento tentado de desesperar por el estado del mundo, me recuerdo que las mujeres, al menos, han dado grandes pasos en años recientes para tomar el poder y transformar la sociedad para mejor. No soy feminista y desprecio todas las monsergas teóricas. Creo en poner a las mujeres reales en trabajos reales, donde puedan demostrar su capacidad. Aquí el progreso es constante. Es verdad que aún no he logrado, a pesar de mis reiterados esfuerzos, convencer al dueño de un periódico de designar jefa de redacción de una sección de calidad a una mujer. Entre los nombres que he sugerido figuran Eve Pollard, Polly Toynbee, Barbara Amiel y Liz Forgan. Tampoco he tenido gran éxito en mi campaña por devolver a Margaret Thatcher a su lugar apropiado como gobernante de este país, del cual fue expulsada por una conspiración masculina de traicioneros matones galeses. Pero la mayor parte del terreno, una vez conquistado, se ha conservado, y las mujeres avanzan por doquier, incluso en Japón, donde tengo esperanzas de que la llegada de las mujeres a los puestos de poder logre que ese país xenófobo se vuelva más abierto, culturalmente receptivo y civilizado.

En estas circunstancias, me irrita la incapacidad de las mujeres -en muchos casos mujeres ricas, educadas, poderosas- para romper con las cadenas de la opresión masculina en el único campo donde ellas tienen poder absoluto para consagrar o destruir. ¿Por qué soportan esa degradación bienal a manos de diseñadores de modas, en su mayoría varones? La alta costura es una tiranía donde los hombres son amos desdeñosos y las mujeres son esclavas voluntarias y obsecuentes. En años recientes, se ha convertido en una exhibición de sadomasoquismo más flagrante que en su período clásico de los 40 y los 50. Las últimas modas que llegan de París y otras partes sugieren una burlona conspiración de los modistas para ver en qué medida obligan a las mujeres a ponerse en ridículo.

Gran parte del material de estos espectáculos millonarios parece sacado de una venta de beneficencia. Una modelo exquisita aparece enfundada en un saco de cretona negra, larga hasta los tobillos, con un par de zapatones irlandeses. Otras deben usar cosas que parecen grasientos delantales de McDonald's o esos alfileres que se imponían a los niños pobres Victorianos. Una muchacha con peinado eléctrico es amarrada a una chaqueta de tweed recortada que fue desechada hace tiempo por un frustrado cazador furtivo del Haute Mame, o es clavada a un chaleco de cordeles tejido a mano por convictos peruanos, con los magullados pies apretados en grilletes.

Uno de los principales diseñadores exhibe un vestido que consiste en un suéter encogido, una mugrienta falda marrón y un desparejo par de grotescas medias de lana negra. Algunos vestidos parecen diseñados por un comité compuesto por Breughel el Viejo, Hogarth y El Bosco, con la asesoría de Shirley Temple. Hay una mezcla mendicante de deshilachados retazos de encaje amarillo, grasientas cubiertas de sofá y chalecos masculinos manchados, rescatados de una tienda de segunda mano, y cuatro o cinco diferentes versiones de los pijamas que hoy usan los que duermen en las calles de Calcuta. Paños manchados de pintura, trozos de alfombras turcas, bufandas de lana como el alambre, raídos chalecos térmicos como los que usan en el Gulag chino, corpinos rasgados, pantalones agujereados, recortes de tartán chamuscado: estos parecen ser los tejidos favoritos de la Avenue Montaigne.

Sé que algunas de las ideas extravagantes que se exponen en los desfiles nunca llegan a los salons, y mucho menos a las tiendas. Sólo algunas de las prendas que se muestran en las colecciones son compradas por los superricos o transformadas en toiles que se venden a los fabricantes masivos de Nueva York y Londres. Muchas de esas telas raídas nunca aparecerán en las calles. O eso espero. Lo cierto es que las últimas colecciones son tan invariablemente feas, tan rotundamente desdeñosas de las mujeres, tan obviamente diseñadas -a mi juicio- para burlarse de las bellas y tontas, que constituye una revolución tan grande como el New Look de 1947.

En los viejos tiempos los hombres como Balmain y el capitán Molyneux tenían reservas sobre la inteligencia y el buen gusto femeninos y se complacían en gastar un par de bromas. Pero también se complacían en demostrar su habilidad para lograr que las mujeres parecieran aún más espléndidas. En los días en que me interesaban esas cosas, notaba el tremendo trabajo que se tomaba Christian Dior para asegurar que sus prendas, muchas de las cuales eran obras maestras de artesanía, incluyeran las mejores telas, los colores más delicados y los mejores cortes, costuras y planchados. Sus talleres albergaban un equipo de gente con gran talento para hacer felices a las mujeres. Cristóbal Balenciaga, el mayor artista de todos ellos, decía que cualquiera con un poco de inspiración podía hacer que una esmirriada muchacha de dieciocho años tuviera aspecto despampanante, pero su gran deleite era transformar a una millonada sesentona de Chicago, o una enfurruñada y vieja duquesa de Turena, en centro de atención gracias a la magia de la ropa. El objetivo no era rebajar sino enaltecer.

¿Por cuánto tiempo tolerarán las mujeres que los arbitros de la haute mode les escupan en la cara? No es que las líderes de la opinión femenina aún den la espalda a la belleza y la elegancia. Las nuevas feministas como Naomi Wolf se enorgullecen de tener buena apariencia y admiten que gran parte de la diversión de la mujer en la vida es seducir a los hombres. Si pocos cientos de mujeres en posiciones de influencia protestaran juntas, toda la industria de la moda de París, y sus filiales de Londres, Roma, Nueva York y otras partes, prestarían atención.

No es preciso que la protesta venga de una madame de Rochefoucauld, una lady Rothschild o una señora Vanderbilt, o cualquier miembro del gratín femenino que patrocina estas colecciones. Pueden hacerlo las corresponsales de modas y las jefas de redacción cuya profesión consiste en juzgar la alta moda. Me parece que estas mujeres tan rudas son las más crédulas y convencidas de todas. Lowri Turner del Evening Standard es una excepción. Es probable que la mayoría sean feministas resentidas, con largas historias de maridos indignos, divorcios, golpes y abortos. ¿Entonces qué esperan? He aquí una oportunidad para que las mujeres se opongan a la tiranía sexocultural de la ciudad donde, a fin de cuentas, se originó el chovinismo, y den un puñetazo a los franchutes.

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