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Londres no está ardiendo sino mejorando
Como la izquierda no puede convencer a los votantes de que les permita gobernar el país, trata de vengarse deprimiéndonos a todos. Su mercancía ya no es el socialismo -hoy día nadie cree en eso- sino el pesimismo. En su prensa sectaria, en periódicos como el Guardian, el Observer y el Independent, y en los muchos programas de televisión que controla, su mensaje es irremediablemente sombrío. Todo está mal y empeorando. ¿Crees que la vida en 1993 es un cuento de terror? Qué va, camarada, aún no has visto nada. Uno de sus cuentos de terror es el colapso de la gran ciudad, para lo cual existen muchas pruebas anecdóticas. Londres está ardiendo, desintegrándose, hundiéndose en un berenjenal de pobreza, odio de clases y violencia. "Una ciudad del Tercer Mundo", "la nueva Calcuta", "la muerte de la megalópolis". El sistema de transporte se está desmoronando. Los pobres duermen en las calles. Los asaltantes y drogadictos toman el poder. El crimen triunfa, el espíritu cívico desaparece, el gobierno está impotente, la policía desconcertada, los ciudadanos enfurecidos, desesperados y aterrados. Los villanos, desde luego, son la codicia, el capitalismo, el materialismo, el thatcherismo, el mercado, los sospechosos de costumbre. La semana pasada Melvyn Bragg cantaba esta cantinela por la televisión de la BBC y trataba de hacerla endosar por un profesor americano de sociología pop, presunto experto en esclerosis metropolitana.
A decir verdad, Londres se encuentra muy bien; sólo falta que la gente deje de tomarle la temperatura y declararla muerta. He vivido y trabajado en esta ciudad desde los años 50 y puedo señalar muchas mejoras. Ante todo, se puede respirar. Hace cuarenta años, a esta altura del año, Londres tenía uno de los climas más peligrosos del mundo. Desde el siglo dieciséis, cuando la ciudad comenzó a consumir carbón marino de Newcastle en gran cantidad, el humo carbonífero se acumulaba en la atmósfera durante períodos de gran presión y, entre octubre y febrero, pero sobre todo a fines de noviembre y principios de diciembre, formaba la base de su típica niebla.
Esta bruma fatídica dificultaba la vida de todos y a menudo era fatal para los bronquíticos y asmáticos. El tránsito se detenía, el aeropuerto cerraba durante días, a veces semanas consecutivas, pero los que más sufrían eran los pobres, que vivían en edificios lamentables sin calefacción. La gran niebla de principios de los 50 mató a miles de personas. Era repulsiva, parda y hedionda. Pero fue el último de estos flagelos. La Ley del Aire Limpio, que impuso la utilización de combustible sin humo, ya tenía un efecto directo y perceptible a mediados de los 50, y a fines de esa década la niebla londinense era cosa del pasado. La mayoría de los londinenses de menos de cuarenta años nunca han experimentado una auténtica niebla. En consecuencia, nuestra niebla típica ha sido erradicada de la memoria colectiva de la ciudad. Pero su desaparición constituye la mayor mejora en la vida urbana inglesa durante medio milenio, y no deberíamos olvidarlo.
También ha habido grandes cambios, todos para mejor, en el río de Londres. Medio siglo atrás era un negro, aceitoso, ruidoso, impenetrable y opaco caudal de agua que arrastraba gran cantidad de desechos bajo la nariz de los londinenses, aguas de sumidero incluidas. En ciertas conjunciones de marea y tiempo podía desbordarse e inundar miles de casas, y siempre estaba la posibilidad de una gran catástrofe. Por eso construimos la barrera del Támesis, una inteligente y, a mi juicio, bella muestra de ingeniería moderna. Brinda a los londinenses una protección contra las inundaciones que nunca han tenido antes, y en este sentido, convierte la ciudad en una de las metrópolis más seguras de la Tierra.
Igualmente importante es la mejora en la calidad del agua del Támesis. El río no es exactamente limpio y chispeante y no creo que nunca lo sea. Pero el efecto de muchas medidas contra la contaminación ha eliminado su aceitosa negrura y reducido el repulsivo olor, sobre todo en verano. Los peces están regresando y reproduciéndose, y por primera vez en siglos, algunos aparecen río arriba en algunos afluentes. Hoy el río es vistoso, como en tiempos de Shakespeare, y la pestilente inundación que Dickens describe en Our Mutual Friend es, como la niebla, cosa del pasado. Si queremos ver cómo era, echemos un vistazo al Liffey de Dublín, un río que está igual que el viejo Támesis.
La gran reducción en la polución atmosférica de Londres ha hecho que valiera la pena limpiar la ciudad, y las modernas mangueras de alta presión lo han hecho posible. Esto fue idea de André Malraux cuando era ministro de las Artes de Francia en 1958, y Londres se apresuró a seguir el ejemplo de París. La limpieza de los edificios públicos de Londres ha transformado la capital en los últimos treinta años. No sólo nos permite apreciar la calidad de los materiales originales, tanto el ladrillo como la piedra en su prístino lustre, sino que también resalta la calidad de la arquitectura y la riqueza de la decoración. Este descubrimiento de los tesoros londinenses ha revelado el esplendor de nuestro patrimonio arquitectónico de los siglos diecisiete, dieciocho, diecinueve y principios del veinte y, por contraste, la pobreza de lo que hemos construido en el último medio siglo. El Parlamento de Barry, por ejemplo, ahora es reconocido por lo que es, uno de los más bellos edificios de Europa; asimismo, podemos disfrutar de los sutiles colores del magnífico Museo de Historia Natural de Waterhouse. Londres ha dejado de ser gris para convertirse en dorada y rosada, hasta tal punto que hoy cuesta recordar el oscuro y sucio pasado.
He nombrado sólo tres modos en que Londres ha mejorado. Hay muchos otros, para frenar el crecimiento del crimen y la violencia. La izquierda se queja de la ubicua evidencia de desamparo, que ciertamente no nos llamaba la atención hace cuarenta años. Pero la pobreza ha existido siempre en Londres, en cantidad alarmante. En los viejos tiempos la ocultábamos pulcramente para que no se viera: en sórdidos hospicios para los trastornados mentales, en asilos, sótanos y barriadas, sobre todo el East End. Eso ya no existe, gracias a Dios: la pobreza no está encerrada en guetos sino a la vista, donde podemos verla, y tal vez hacer algo para remediarla.
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