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Al son de las danzas de Escocia
El ansia de bailar es uno de los instintos humanos más poderosos, al extremo de que la sociedad encontró aconsejable darle una expresión formal, y así disciplinarla, desde sus primeros tiempos. Las danzas rituales adornan los primeros artefactos pictóricos. Los faraones del antiguo reino de Egipto, celebrando sus jubileos, bailaban para reverente delectación de las multitudes del Nilo, y el rey David hacía cabriolas frente a los israelitas de Jerusalén.
El baile, así civilizado, fortalecía la sociedad, reuniendo a todos sus miembros en disposiciones armoniosas y formales. Casi todos las danzas, desde la antigüedad hasta el siglo diecinueve, tenían una importante característica común. Alternaban entre los momentos colectivos y los movimientos individuales, donde cada bailarín o pareja se convertía sucesivamente en centro de atención y luego volvía a fundirse con la multitud. Así el baile expresaba los impulsos cohesivos e individualistas de la humanidad, reuniéndolos en delicado equilibrio para beneficio de una sociedad saludable. Se podría escribir un volumen de teoría política en torno a la historia del baile.
El baile era democrático aun en la época de las jerarquías. La reina Isabel I, la más regia de las monarcas, participaba en los bailes de la corte aun en su ancianidad. Sentía predilección por los bailes de disfraces, donde el entretenimiento teatral encarnado en actores y músicos alternaba con danzas formales donde participaban todos. La reina sobresalía en estas majestuosas sarabandas, que requerían práctica asidua y destreza atlética, con culminaciones que suponían gráciles brincos. Era orgullosa y competitiva en sus bailes, y una vez preguntó ávidamente al embajador escocés acerca de la destreza de su rival, María Estuardo, a quien no conocía personalmente. El enviado respondió que su señora la reina era una excelente bailarina, añadiendo diplomáticamente: "Pero no baila con tanto entusiasmo ni disposición como Vuestra Gracia".
En aquellos tiempos la corte era una familia extendida, y la reina se encargaba de concertar los matrimonios, y no vacilaba en enviar a las damas de honor que se casaban sin su autorización a pasar una temporada en la Torre. Encabezaba los bailes como símbolo de su matriarcado, de su jerarquía como cabeza de la familia gobernante. Y bailar siguió siendo una cuestión familiar. En Emma de Jane Austen, cuando la señorita Woodhouse organiza un baile para agasajar a Frank Churchill, invita a varones y mujeres de las "cuatro o cinco familias del condado" que Jane Austen consideraba los componentes naturales de sus novelas. Bailar era un asunto familiar donde participaban todos, al menos como observadores críticos. La alegría de Emma se completa cuando el señor Knightley, que está como espectador entre los mayores, se suma a la danza y demuestra que sabe cómo hacerlo.
Parece que hoy el baile no es tanto la expresión abierta de una sociedad ordenada como un pandemónium subterráneo; y la oscuridad, el ruido y el humo subrayan su naturaleza infernal. Se podría decir que expresa con diabólica precisión la fragmentación, más aún, la .desintegración de la sociedad. No hay pasos formales, y mucho menos figuras colectivas, y un baile se fusiona con el otro sin distinción. Los bailarines llenan el espacio disponible en una turba desordenada. Están desconectados. Lejos de formar patrones sociales, rechazan incluso las parejas continuas, de modo que cada bailarín actúa solo, girando autónomamente en un trance de zombi. Estos bailes enfatizan el temible aislamiento y la solitaria desesperación del individuo en la era moderna, recordándonos que el Infierno, por atestado que esté, es un lugar solitario.
Pero es posible, aun hoy, participar en un baile que nutre, une, sana y refuerza la sociedad. Pasé el Año Nuevo en las Highlands, como hago a menudo, y me deleité nuevamente en los espléndidos e históricos retozos con que los escoceses celebran las Navidades. Digo retozos porque todos los disfrutan tanto. En una época cometí la tontería de ver los bailes tradicionales de Escocia como una supervivencia bárbara, junto con los puñales y las espadas. Ahora lo reconozco como un bastión de la civilización, una institución preciosa que todavía refleja los valores y hábitos de una sociedad integrada y afianzada.
Estos bailes suelen celebrarse con gran solemnidad, como la Reunión Norteña de los Clanes. Pero también se celebran con cierta espontaneidad en el vecindario, reuniendo a las familias lugareñas tal como Jane Austen habría querido. Los niños aprenden los pasos y figuras a temprana edad, y recuerdan celosamente sus habilidades hasta que tienen edad suficiente para ver cómo sus nietos se lanzan al ruedo. Un baile de las Highlands es una reunión de familias, amigos y a veces enemigos, donde se juntan todas las generaciones, los sexos disfrutan de perfecta igualdad y jóvenes y viejos pueden competir en destreza. El atuendo regional es muy sentador, pues hombres y mujeres exhiben sus mejores prendas: la ondulación del kilt y las faldas, el vuelo de las bufandas, el centelleo de los cristales, la plata y los diamantes. Los highlanders son altos, ágiles y nervudos, sus mujeres sinuosas y gráciles, y bailan juntos con una majestuosa y aplomada elegancia que cobra ímpetu y dinamismo al avanzar la noche.
Históricamente, esos bailes también tenían un propósito político, reuniendo en amistosa concordancia a clanes que a veces estaban en conflicto. En esta visita, tuve el privilegio de ver el impresionante retrato completo del segundo conde de Moray, que normalmente se guarda detrás de paneles de madera. Este joven alto y apuesto, conocido como el Buen Conde, fue brutalmente asesinado a pistoletazos y puñaladas frente a su castillo en llamas por los seguidores de su enemigo hereditario, el conde de Huntley, en 1592. Su madre ordenó pintar el retrato mientras el cadáver aún estaba fresco y las heridas lívidas, y resulta impresionante aún después de cuatro siglos. Me recuerda el salvajismo de esos tiempos, que las danzas estaban destinadas a mitigar. Bien, nuestros tiempos son bastante salvajes, y cada vez más. Tal vez Major, en su intento de regresar a lo básico, para sanar la sociedad, para eliminar las clases -o lo que se proponga-, debería estudiar ese fenómeno unificador y curativo, el baile escocés. Podría tratar de introducirlo en nuestros asolados centros urbanos. Sería un experimento esclarecedor.
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