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Los papistas no queremos pelear, pero si es preciso...
Esta semana me proponía escribir sobre el lobby de homosexuales masculinos y sus planes de modificar la ley para que sus miembros más promiscuos puedan echar mano de nuestros hijos y nietos. Pero los sodomitas tendrán que esperar. Hay un par de importantes cuestiones religiosas que deben aclararse primero. Como anticipé, la comprensión de que hoy los católicos integran la comunidad cristiana más numerosa de Inglaterra y muchos piadosos miembros de la desintegrada iglesia anglicana están regresando a su antigua lealtad tenía que provocar una oleada de fanatismo anticatólico. Hubo un estallido similar a mediados del siglo diecinueve, cuando la restauración de la jerarquía católica dio al pequeño lord John Russell la excusa para azuzar a la chusma contra los papistas. ¿Quién se encargará de reunir a la turba esta vez?, me preguntaba. ¿El reverendo Ian Paisley? ¿El obispo de Durham? Confieso que quedé pasmado al descubrir que Ferdinand Mount se presentaba para ese puesto.
Claro que Mount es demasiado afable para amenazarnos con María Monk o uno de los cocos habituales. Es muy elegante y no le importa rechazar un título menor de nobleza; sabe que para arrojar lodo tendrá que ensuciarse sus propios dedos. Al mismo tiempo, creo que podría habernos ahorrado la paternalista afirmación de que nunca ha dudado de nuestro patriotismo, y de que tenemos tanto derecho como él a llamarnos ingleses, o casi. Y en algo se equivoca. Es posible, como él dice, que los ingleses católicos como yo seamos quisquillosos, introspectivos, estrechos, envarados, antisemitas, paranoicos, dominadores de los medios y demás. Pero si se cree que seguiremos siendo discretos, se equivoca. Los días en que los católicos ingleses se dejaban pisotear, discriminar e insultar han terminado.
Toda mi vida he sido consciente de los sigilosos y arteros pero resueltos esfuerzos del establishment anglicano para mantener a los católicos en su posición inferior. Arrojar dudas sobre nuestra lealtad fue siempre una de esas tretas. En los siglos dieciséis y diecisiete era una excusa para amarrarnos al potro y destriparnos. Más recientemente, el objetivo ha sido la humillación social, política o cultural. Ojalá pudiera comunicar a Mount y a otros que están resucitando la acusación de deslealtad hasta qué punto esto irrita a los católicos. Durante medio milenio no hemos vacilado en dar la vida por monarcas protestantes cuyo título mismo es un insulto a nuestras creencias. En Stonyhurst comíamos rodeados por enormes retratos de guerreros de la escuela, que habían ganado la Cruz de Victoria. Siempre nos daban vacaciones cuando otro nombre se añadía a la lista. Desde luego no teníamos acceso a los puestos más altos, pero aportamos una alta cuota de soldados y oficiales jóvenes que constituyen la carne de cañón. Y es justo añadir que también los católicos irlandeses, en ambas guerras mundiales, se presentaron como voluntarios en gran cantidad para servir a reyes cuyas rúbricas oficiales despreciaban a su iglesia como la Mujer Escarlata y la Prostituta de Babilonia.
La discriminación contra los católicos todavía es legal. Hasta hace poco, por ejemplo, ningún católico podía obtener el puesto de ministro de Hacienda, y el que crea que esta norma es sólo académica está mal informado: es uno de los motivos por los cuales un católico como lord Rawlinson perdió su oportunidad. Hay muchos católicos que no consiguen puestos por causa de un codazo, un guiño, un susurro, una carta confidencial. Hace treinta años, la elección de Jack Kennedy como presidente de Estados Unidos asestó un golpe al prejuicio anticatólico. En consecuencia, pude burlar un intento de impedir que yo dirigiera el New Statesman en 1964. El jefe de la campaña era Leonard Woolf, viudo de Virginia, quien me aseguró que no había "nada personal" en su oposición. Sólo cuestionaba mi religión y las "lealtades extranjeras" que implicaba. Esta tendencia clandestina continúa hasta hoy. En la cima de la vida pública inglesa hay muchos empleos a los que ningún católico puede aspirar de manera realista.
Más aún, los católicos, más que los miembros de cualquier otra fe, sufren diariamente ataques casuales, y a veces deliberados, en los medios de comunicación y la farándula, contra los cuales un Estado protestante no nos ofrece ninguna protección. He perdido la cuenta de las veces en que el cuerpo de Cristo y el crucifijo han sido presentados blasfema y obscenamente por cineastas depravados y especímenes similares. Las monjas son constantemente sometidas al ridículo escatológico, y una ramera desvergonzada recorre habitualmente nuestros escenarios en su papel de Madonna.
Este mes han montado un obsceno musical anticatólico en la capilla congregacionalista de Islington. Presenta desnudez frontal completa, ninfas en ropa interior, una mujer violada en un altar católico y el Papa interpelando a sus cardenales con palabras obscenas. La mujer que es sacerdote de esta capilla, la reverenda Janet Wootten, leyó el libreto de antemano, así que sabía de qué se trataba. Claro que los congregacionalistas, o independientes, como se los llama a veces, siempre se han ensañado con los católicos. Oliver Cromwell era miembro de esta secta y juró literalmente que cuando él tuviera el poder no se practicaría el catolicismo. Decapitó y colgó católicos, o los quemó en la hoguera. Hoy la táctica consiste en enlodar nuestras creencias.
No lo toleraremos más. La jerarquía católica, dirigida por el monje cardenal Basil Hume, ansia eludir los encontronazos y no protesta si la dejan tranquila. Pero es hora de que fray Hume regrese a su monasterio y se concentre en salvar su alma, allanando el camino para un campeón más aguerrido. Pues la verdad es que todo el carácter cristiano de nuestro país es amenazado por sus innumerables enemigos, externos e internos. La Iglesia Anglicana, con todos sus privilegios y recursos, ha sucumbido al secularismo sin pelear y abandona el campo de batalla despavorida y desordenada. Son los católicos quienes librarán la lucha contra el horrendo paganismo de los 90, y aseguro al señor Mount y a todos los que estén escuchando que sabremos pelear.
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