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Otro librillo en camino

La semana próxima publicaré un nuevo libro, creo que mi número veintinueve. Los libros son hitos en la vida de un escritor, pero dejan impresiones variables en la memoria. Hay algunos que no recuerdo haber escrito, pero las imágenes del primero son muy vividas, una en particular. Es de noche, a principios de enero de 1957, y estoy dando los retoques finales a La Guerra de Suez, un rápido análisis político escrito en diez días. El lugar es el apartamento de Cadogan Place que comparto con Hugh Thomas, entonces en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Alquilamos este elegante apartamento por la principesca suma de 8 libras semanales, lo cual incluye los servicios de una diligente criada italiana, María. Esparcidas a nuestro alrededor están las pruebas de nuestra complaciente soltería: una caja de champán a medio abrir, cartas en letra femenina garrapateada en papel perfumado, una repisa abarrotada de invitaciones y facturas sin pagar.

No sólo estoy terminando mi primer libro. Tengo novia y dentro de dos meses me habré casado. Marigold, una frágil beldad rubia, se acurruca, silenciosa como un ratón, en un rincón de la sala, exhortada a un estricto silencio. Hugh está echado en un sofá, repitiendo: "Edén se ha vuelto loco. Todos lo pensamos". Domina el cuadro la enjuta y airada figura del coronel George Wigg, inmensas e inquietas orejas de elefante, ojos fijos, frases insultantes en sus labios: "No, señor, esta vez no se saldrán con la suya. Usaré sus tripas como ligas". Se ha acostumbrado a visitarnos en el apartamento, sabiendo que estoy escribiendo este libro, para brindarme los últimos chismes arcanos, acopiados en las abundantes fuentes del Ministerio de Guerra, acerca de la mala dirección de esa condenada expedición. De repente concentra los ojos en Marigold, en quien no había reparado, y apunta un dedo huesudo y acusatorio en su dirección. «¿Esa mujer está autorizada?» «Claro, coronel», me apresuro a responder, y hago la seña secreta que significa «Silencio, miembro del servicio de inteligencia». El coronel se distiende: «Todo está bien, entonces».

El libro, que reclamaba la dimisión de Edén, apareció pocos días antes de que en efecto dimitiera. Me permitió ganar bastante dinero y fue traducido al italiano, el alemán, el francés, incluso el japonés. Aneurin Bevan, por amabilidad, le escribió un prefacio, y Peregrine Worsthorne publicó un artículo demoledor en el Daily Telegraph, donde describía el libro como el documento más vergonzosamente subversivo jamás publicado. Esto hizo saltar de alegría a mis editores: "Eso valdrá al menos mil ejemplares". Arnold Goodman vetó el texto por libelo, lo definió como una "contravención total de la ley de secretos oficiales " y advirtió, meciendo ominosamente la papada, que era "inseguro publicar siquiera una tilde tal como está". El ataque de Worsthorne resucitó todos sus temores y me dijo acongojadamente: "Harás que nos arresten a todos". Pero nada sucedió. El alboroto se calmó poco a poco. La vida volvió a la normalidad.

Aún hoy, no puedo ocultar mi excitación cuando llega el primer ejemplar de un nuevo libro y lo recorro ansiosamente buscando erratas. Pero hace tiempo que he aprendido a tomar la publicación con calma. Durante veinte años he evitado leer las reseñas, habiendo aprendido por experiencia que todos los comentarios, buenos, malos o indiferentes, siempre logran irritar. Se requiere una considerable autodisciplina para no leer las reseñas de nuestros libros. En cierto sentido es imposible, pues si se publica una que es particularmente insidiosa, perjudicial o hiriente, podemos tener la certeza de que habrá amigos que nos la hagan ver, si es preciso por la fuerza. No obstante, es una práctica sensata y la recomiendo calurosamente a todos los autores, sobre todo los principiantes.

Los editores al fin nos envían grandes pilas de reseñas, y al cabo de un tiempo considerable, cuando la obra está bien a flote y está saliendo en rústica o en una nueva edición, es seguro echar una ojeada a la pila por si uno descubre correcciones que se deban incorporar. Para entonces la reseña habrá perdido su capacidad de herir.

El nuevo libro guarda una curiosa semejanza con el primero: breve y al punto, un ensayo para el momento. Lo he subtitulado A Latter-day Pamphlet en homenaje a Thomas Carlyle, un autor poco leído que pronto, sospecho, volverá a estar en boga, y cuya integridad brilla en todas sus obras, aun cuando sea-para nuestros ojos-ridículo. Como Carlyle en sus tiempos, nunca me he sentido tan preocupado por la situación de Gran Bretaña. Creo que esta sensación es compartida por mucha gente de todas las clases y partidos que ama nuestro país y tiene miedo de lo que pueda suceder, a menos que hagamos algo rápidamente. Sería absurdo pretender que hay respuestas cabales o fáciles para nuestra multitud de problemas, y no tengo la arrogancia de creer que poseo una solución milagrosa. Pero he explicado, con la mayor claridad posible, lo que a mi juicio es la raíz de nuestro problema -la falta de democracia auténtica en nuestra manera de hacer las cosas- y hago algunas propuestas prácticas. En este sentido, el libro es una pequeña obra de piedad, ofrecida al país que amo con la franca esperanza de que sirva para algo. Ahora que ha salido, tengo la sensación de "haber hecho mi parte", como decían en la guerra.

Ahí está el maravilloso placer y el privilegio de ser escritor. Hay muchas personas, mucho más dignas que yo, que sienten la misma preocupación por la crisis de Gran Bretaña y estallan de frustración porque no tienen manera de expresar sus emociones. Es la suerte del escritor que, en el acto mismo de describir una experiencia horrible, o de ventilar un temor o expresar indignación u ofrecer un remedio -por escasas que sean las posibilidades de que se adopte-, sufre una catarsis, una purgación metafísica que lo deja exorcizado o curado. Ahora que Wake Up Britain! existe, un delgado volumen con una modesta y grata cubierta y exactamente doscientas páginas, ya me siento mejor. ¿Alguien quiere jugar al tenis?

Ahora en...

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