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El sitio de Saltwood Castle
"Con cada giro de la muñeca de Max Clifford", se quejaba David Mellor en el Guardian, la humanidad estaba "condenada" a caer "en las honduras de un abismo de voyeurismo semificticio que se enmascaraba como noticia". Mellor, que también fue víctima de las negras artes de Max Clifford, se refería a la última creación del publicista: el enredo sexual que presuntamente tuvo lugar entre el ex ministro de Defensa, Alan Clark, y tres mujeres de la familia Harkess. Pero la mayoría de los columnistas, que no han sufrido los ataques de Clifford, se regodearon en ello. "Deberíamos agradecer a estos payasos -escribió Woodrow Wyatt en el News of the World- el entretenimiento que nos han dado." En definitiva, Alan Clark obtuvo comentarios maravillosos. Peregrine Worsthorne estaba tan embelesado que le dedicó dos elogiosas notas. En el Daily Telegraph lo describió como "un escritor de genio". "Mientras que David Mellor -añadió en el Sunday Telegraph- se demostró sórdido y ridículo, Alan Clark ha logrado presentarse como un auténtico caballero." Es verdad que algunos columnistas sintieron la obligación de ser reprobatorios. Allison Pearson, redactora del Evening Standard, denunció a Clark como un " retrógrado vestigio del siglo dieciocho", "un patán biónico", un "falo de cuarenta millones de libras" y un "cavernícola". Parece como si la dama quisiera conocerle, ¿verdad? Hubo más agrios comentarios de Henry Porter en el Daily Mail: "En la vida de todo Romeo, hay un momento en que se puede dar el paso -quizá tropiezo sea mejor palabra- que va del libertino maduro al viejo verde." Añadía: "Clark tiene una extraña falta de estilo". No sé si Porter sería mi primera elección como arbitro de moralidad, o de estilo, llegado el caso.
Otro moralista que salió al paso fue Edward Pearce en el Standard, pero decidió que Clifford era un blanco más fácil: "Es una criatura subterránea que evoca a los morlocks de H. G. Wells, que tenían un metro veinte de altura, ojos sin cejas inyectados en sangre, y se contoneaban como simios, encorvados y meciendo los brazos. Vivían en cavernas subterráneas y eran caníbales. Eso es excesivamente amable con Clifford, pero da una buena idea de su postura moral". El problema de los periodistas como Pearce es que carecen de la imaginación para verse a sí mismos como otros los ven a ellos. Muchos años atrás, sintiendo pena por Pearce, a quien apenas conocía, lo invité a almorzar a mi casa. Después mi esposa me pidió que no volviera a invitar a ese hombre. «¿Por qué?» «No sé, pero noté que los demás invitados se alejaban de él.» Otro de los columnistas, Peter Hillmore del Observer, tuvo el descaro de condenar los escritos de Clark por "sensacionalistas", y de definirlo como "un sujeto de modales y conducta vulgar". Creo que la mayoría de la gente consideraría esto como una buena definición de columnistas como Porter, Pearce y Hillmore.
Hubo algunas sorpresas. El Times, en una nota destacada, desechó todo el asunto con el titular: "Comedia sexual: Clark y sus adeptas conquistan hurras, no piedad". La historia se "sumaba a la inofensiva alegría de las naciones". Esto parecía raro en un periódico que declaró, hablando del caso Profumo, que era una "cuestión moral", y su director, Peter Stoddart, me confesó que no estaba muy seguro de la línea que había adoptado. Quizá tenga razón en arrepentirse. Por otra parte, los ataques contra Clark no parecían sinceros. Su suntuoso estilo de vida, se quejó Suzanne Moore en el Guardian, era particularmente duro para "aquellos de nosotros que tenemos que acurrucamos en umbrales con harapientos sacos de dormir y mendigar para sobrevivir". Santo cielo, sabía que el Guardian era mezquino, ¿pero ha llegado a ese extremo? Pensar que yo me imaginaba a la señorita Moore, estrella de las lloronas de ese periódico, cómodamente instalada en Swiss Cottage con una copa de chablis búlgaro en la mano, y ahora me entero de que duerme en la calle.
Jane Clark fue coronada "heroína de la semana" por la mayoría de los columnistas, encabezados por Linda Lee-Potter del Mail, esa infalible prueba de la opinión de la clase media acomodada. En cambio, nadie dijo nada bueno de los Harkess. Richard Littlejohn del Sun sintetizó la opinión general: "Serán recordados, a lo sumo, como un par de zorras tontas y un cornudo patético. Han tenido su cuarto de hora. Ya se pueden ir a casa". El doctor Raj Persaud, un psiquiatra del hospital Maudley contratado por el Mail para dar su opinión de experto, señaló que las mujeres Harkess padecían "baja autoestima". Pero el trabajo de este psiquiatra no me impresionó. Escribió que la "indiferencia de Clark a lo que pensaban otros lo convertía en un colega difícil en el gabinete". Pero el problema de Clark, como creí que todos sabían, es que nunca llegó al gabinete. Ni siquiera Margaret Thatcher, que tenía cierta debilidad por él, lo pondría allí, y este fracaso lo indujo a renunciar a su puesto y a publicar sus diarios.
En general quedé defraudado por la ineptitud de Fleet Street para investigar el trasfondo de esta historia. ¿Por qué nadie señaló que el aspecto sombrío del carácter de Clark viene de su espantosa madre, ¿otra Jane? Era sumamente torpe y creo que es la única mujer, al menos en este reinado, que se cayó mientras le hacía una reverencia a la reina, hizo una cabriola espectacular y aterrizó sobre sus posaderas, provocando este lacónico comentario de la monarca: «Vaya porrazo». Creo que los reporteros tendrían que haber investigado mejor el aspecto legal del negocio de Clifford. Es, por cualquier definición, una molestia pública que debería ser eliminada. Y como tiene la costumbre de cobrar un porcentaje a mujeres que a su vez cobran por sus actividades adúlteras, ¿no corre el riesgo de que alguien lo señale con el dedo? ¿Por qué nadie ha sugerido a Barbara Mills, esa poco imaginativa y nada hiperactiva directora de Querellas Públicas, que tal vez existan fundamentos para arrestar a Clifford por vivir de ganancias inmorales? El enjuiciamiento y condena de este conspicuo fabricante de verdades a medias y narraciones lúbricas sería un final adecuado para el sitio de Saltwood Castle.
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