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Siempre es la hora del té en Chile

La actuación del Ballet Chileno en el Festival Hall a principios de este mes revivió todo mi amor por ese país y su gente. Esas bellísimas muchachas y atléticos jóvenes giraron con incomparable gracia y energía durante más de dos horas, ejecutando danzas de toda América Latina: tangos, sambas, rumbas, cuecas, galoperas, lambadas, chapecatos, bailes de Colombia y Paraguay, y rituales de la época de los mayas, los aztecas y los incas. Los trajes eran deliciosos, y hubo unas seductora música de viento y percusión. Al final me dolían las manos de tanto aplaudir. Como normalmente asisto al teatro en cerrado silencio, mi esposa Marigold estaba asombrada.

Pero he sido un admirador de Chile durante más de treinta años. Amo su forma absurda, los umbríos lagos de Valdivia y los glaciares antarticos, Santiago con sus espectaculares vistas de los Andes en el centro, el tórrido desierto tropical del norte. Valparaíso ha sido para mí el puerto más romántico de la Tierra desde que en mi infancia oí la embelesada descripción de mi padre, que huyó al mar a los doce años y recaló allí. Las mujeres chilenas, trátese de campesinas o damas de sociedad, tienen una elegancia que no se encuentra en ninguna otra parte del mundo hispanohablante, y los hombres de todas las clases, una noble dignidad. Todos ríen mucho, por triste que sea la vida. La comida es exquisita, los vinos sublimes y la cortesía intachable.

Por otra parte, los chilenos se toman en serio la hora del té. Quizá se deba a su relación con los ingleses. Ser de ascendencia inglesa es sumamente importante en Chile, aunque tampoco está mal la ascendencia galesa, escocesa e irlandesa. El libertador de Chile fue Bernardo O'Higgins -cuyo padre era oriundo del condado Meath-, quien desbarató a los españoles en la batalla de Chacabuco, en 1817. Y fue el almirante lord Cochrane, enarbolando su bandera en el buque O'Higgins, quien terminó de destruir el poderío naval español en el Pacífico. La Royal Navy ayudó a llevar a la Armada chilena a las elevadas pautas de eficiencia que aún mantiene, y la semana pasada su jefe me contó que los oficiales navales chilenos, aun hoy, llevan corbata de luto en el aniversario de la muerte de Nelson en Trafalgar.

No es sorprendente, pues, que los chilenos disfruten del té. El primero al que asistí, en 1960, era memorable. Yo había pasado la tarde en el hipódromo de Santiago con Salvador Allende, entonces senador. Era un hombre inteligente, jovial, simpático, que fumaba en pipa, usaba chaqueta de tweed y habría podido ser un profesor de economía de preguerra en la London School of Economics. Pero prefería el Deporte de los Reyes.

Juntos tuvimos un par de triunfos, pero poco antes de la última carrera estudió la tarjeta con inusitada atención, desapareció unos instantes para consultar a unos hombres de aspecto elusivo y al regresar aconsejó que la pasáramos por alto. Resultó ser un buen consejo. El favorito, que iba al frente, se rezagó poco antes de la llegada, y ganó un caballo oscuro que apareció de repente. La muchedumbre enloqueció de furia y bajó a la pista. El alboroto continuaba cuando nos marchamos.

Fuimos al Senado a tomar el té. ¡Vaya refrigerio! No sólo había té de la India, China y Ceilán, café, vino y limonada casera, sino emparedados, panecillos, pasteles, mermeladas y blancmange. Era lo que el difunto Henry Fairlie llamaba "un té caliente de cuchillo y tenedor", y en medio del bufé había una enorme pila de frutas exóticas de todo tipo. Mientras estábamos en la fiesta, Allende me habló de política chilena. Ya era favorecido como candidato presidencial de la izquierda, pero me confesó que no contaba con los votos para ganar a menos que una escisión en la derecha dividiera al electorado, en general conservador. Sólo entonces tendría alguna posibilidad.

Al igual que con la última carrera, Allende demostró que tenía razón diez años después. Lo eligieron presidente con sólo el 36 por ciento del voto popular, y la escisión del voto antisocialista totalizó el 62 por ciento. Siguiendo el principio de Thomas Jefferson, un hombre que él admiraba, de que las grandes innovaciones no deben sustentarse sobre mayorías pequeñas, tendría que haber admitido que no contaba con mandato para la revolución social, y haberse concentrado en objetivos más modestos.

En cambio, sus seguidores más extremados lo impulsaron hacia un vasto programa de cambios absurdos y, no contentos con ello, comenzaron a tomar la ley en sus manos y apropiarse de fincas y propiedades. El resultado fue la crisis económica, la hiperinflación, el desempleo masivo y una revuelta de la clase media. Los civiles conservadores convencieron a un reacio jefe del ejército, el general Pinochet -Chile no tiene tradición de caudillismo-, de tomar el poder y evitar la guerra civil. En ese proceso, el pobre Allende murió.

Dos décadas después, el general nos invitó a Marigold y a mí a sus cuarteles de Santiago. Su mandato había concluido y se había retirado de la presidencia, pero seguía a cargo de las Fuerzas Armadas, y pidió a algunos de sus oficiales más brillantes que se reunieran con nosotros. Estábamos ante una mesa enorme, con Marigold a su derecha: como ella era experta en el IRA, Pinochet deseaba que le hablara del combate contra el terrorismo.

Bajo su mandato, la economía chilena fue restaurada y prosperó; Chile es el país más rico de América latina -tan rico que la humareda de un sinfín de coches hoy impide ver las nevadas cumbres de los Andes desde las calles de Santiago- y un modelo para todos sus vecinos. Pero, gracias a Dios, el té no ha cambiado. Comenzamos con helado de albaricoque, pasamos al conejo gales y una ensalada de jamón cocinado en miel, mezclado con pastel de pistacho, y no me habría extrañado que los criados hubieran traído un humeante pudín de carne y riñon. Como dijo el general, el té es una comida importante en Chile. Ojalá lo siga siendo mucho tiempo.

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