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La familia numerosa tiene sus ventajas

La semana pasada, a la vuelta de la esquina de mi casa, vi una familia que salía en una expedición. La madre, alta, delgada, rubia, con aire adolescente, estaba festoneada de bolsas y correas. El niño mayor, de unos diez años, tenía su equipo de criquet. Su hermana, de nueve, llevaba un enorme saco de plástico que contenía el almuerzo familiar. Los cuatro hijos menores, el último un bebé que gateaba sin ayuda, llevaban un paquete cada uno, más un raído y amado oso o león de paño. El más pequeño tenía el oso más grande, casi tanto como él. No creo que fuera una familia uniparental. Tal vez el padre estuviera trabajando, o prestando servicio en el exterior, como el comandante Walker, padre de John, Susan, Titty y Roger en Swallows and Amazons. La madre y los pequeños no tenían coche. Cogían un autobús. Lo que me sorprendió de ellos fue ese aire de manifiesta satisfacción colectiva. Era una familia feliz. Sin duda iban a pasarlo bien, y hasta sentí la tentación de preguntarles si podía acompañarlos.

No estoy diciendo que ser miembro de una familia numerosa sea fácil. El dinero escasea y hay que prescindir de muchas cosas, u obtenerlas de segunda o tercera mano. Esto se puede prolongar hasta la adultez. Una vez reprendí a una muchacha de veinte años, a quien había visto caminando en Fleet Stret con un hombre mayor de mala reputación, y señalé que él había sido el amante de dos de sus hermanas mayores. "Lo sé -dijo airadamente- y ahora me toca a mí." Las familias con muchos hijos suelen ser competitivas y sus miembros aprenden a luchar por su porción. Una chica que conozco dice: «Siempre se puede distinguir a una persona de familia numerosa. Cuando se sienta a la mesa, instintivamente clava los codos para cerciorarse de que tiene suficiente espacio».

Por otra parte, los miembros de familias numerosas pronto aprenden útiles lecciones sobre la vida en común que los otros sólo adquieren después, tal vez nunca. En vez de perder el tiempo en llorar y quejarse, salen adelante. Una de mis sobrinas, una talentosa artista de vitrales, ya tiene cinco pequeños que viven en bohemio confort en una pequeña casa de Oxford -su padre, como el comandante Walker, suele marcharse para cumplir con su deber-. Pero nunca riñen ni lloran, salvo unos breves segundos, y de manera retórica: la atmósfera de la casa es de atareada serenidad. Subrayo atareada: las familias con muchos hijos están llenas de intereses y siempre se está haciendo algo. No pudo haber sido fácil ser una de las muchas hijas de la señora Bennet en Orgullo y prejuicio. Pero nunca se aburrían, como la solitaria señorita Darcy.

Y el genio hierve en las familias numerosas, o eso se cree. En Año Nuevo conocí a una mujer en una fiesta escocesa. Obviamente ya no era joven pero aún era bella, al estilo desleído y ambivalente de algunas inglesas. Era lo que Pugin habría llamado "una primera mujer gótica". «Supongo que no tiene hijos», dijo en tono desafiante. «Sí, tengo cuatro.» «¿De veras? Yo tengo diez. Y todos son genios.» Señaló a un niño exactamente igual a ella. «Aquel es un nuevo Menuhin.» Mirando su gótica progenie que abarcaba en edad, tamaño y estilo desde el inglés temprano hasta el perpendicular tardío no pude menos que guardar un reverente silencio.

Se desconoce que Hollywood fue producto del genio de la familia numerosa. Un genio perverso, a veces maligno, pero indudablemente creativo, que ha coloreado nuestro siglo con tintes que son llamativos y aun postizos, pero indelebles. Si excluimos Hollywood de nuestro siglo, debemos admitir que se convierte en una época vacía. En los últimos cuarenta años del siglo diecinueve, las familias judías ashkenazi de Europa oriental debían tener la tasa de natalidad más alta de la historia. Muchos de esos hijos llegaron a Nueva York, inmigrantes solitarios con sólo una etiqueta en el cuello, para ser recogidos por parientes y luego arrojados al torbellino del East Side hasta que pudieran emerger, respirar y capturar el mundo. Cari Laemmle, el primer magnate del cine, era el décimo de trece hijos. William Fox era uno de doce. Los hermanos Warner se contaban entre los nueve hijos de un pobre picapedrero polaco. Estos y otros -Loew, Mayer, Goldwyn, Cohn, Schenck, Schary, Zuk Zanuck-, producto del asombroso sistema familiar ashkenazi, crearon o domina ron ocho de los grandes estudios. No es de extrañar que ese lugar siempre haya adorado y defendido la familia, a su manera extraña, a veces retorcida, y ojalá siga haciéndolo mucho tiempo.

La familia con muchos hijos es conmovedora además de feliz. Hasta hace poco los pequeños eran frágiles, podían fallecer en cualquier momento y ser sepultados sin mayor ceremonia en un panteón familiar. La iconología de las tumbas familiares de nuestras iglesias parroquiales no sólo muestra hijos rezando fervientemente por sus padres yacentes, sino bebés que no sobrevivieron a la primera infancia. Las lágrimas familiares se secaban pronto: en una época de fe, sabían que sus hijos los aguardarían en el cielo cuando llegara su momento. El joven Dickens vio bebés muertos expuestos en cajones como "patas de cerdo". Borrosas fotografías victorianas muestran proles numerosas en torno de sus madres, padres, tíos, en la escalinata del jardín, aguardando el destino: la tuberculosis reclamaría a algunos, sobre todo las hijas; las guerras y aventuras se llevarían a los varones. Pero en aquellos tiempos siempre quedaban bastantes. La estación Forsyte 'Change, epítome de las reuniones semanales de la familia numerosa en la Gran Bretaña acomodada, siempre estaba atestada.

Si las familias con muchos vastagos sufren inevitables pérdidas, las filas pronto se cierran y parecen más apretadas que nunca. Al envejecer, notamos que los achaques de la edad no son nada en comparación con la pérdida de los amigos, que no pueden reemplazarse y dejan enormes lagunas en nuestra existencia que se desvanece. A estas alturas el papel alentador de la familia, sobre todo si es numerosa, es tranquilizador. Pues la familia no se queda quieta esperando el golpe de la muerte. Se reproduce. Nuevos y sonrientes rostros aparecen súbitamente, exigiendo relaciones. "Yo soy Amelia, ¿no lo recuerdas?", y se van transformando: bebés, adolescentes, estudiantes, convirtiéndose en personas, personalidades, trayendo problemas, dificultades, necesidades, exigencias, sobre todo aportando interés, llenando lo que el doctor Johnson llamaba "los grandes vacíos de la existencia". Una familia numerosa asegura que la vida sigue siendo digna de vivir.

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