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La magnífica máquina de Víctor Hugo
En lo posible se debería permitir que la naturaleza siga su curso. Esto se aplica a los viejos tanto como a cualquier otra cosa. Los hospitales no son crueles cuando desean liberarse de pacientes para los que no pueden ofrecer tratamiento y que simplemente están ocupando camas porque están decrépitos.
Sometemos a los viejos a tratamientos médicos excesivos, manteniéndolos vivos, o vivos a medias, contra natura, a menudo contra su voluntad. Esto es porque la sociedad, oficialmente atea, trata a la muerte como su máxima enemiga, mientras que para los creyentes, la muerte, como cualquier otro acontecimiento natural en su tiempo y lugar debidos, es una amiga. Se debe permitir que los viejos mueran en paz y dignidad y encuentren la muerte dócilmente cuando llega a su hora. Setenta años es nuestra suerte, y debemos estar agradecidos si los disfrutamos plenamente y con buena salud. Todo lo demás debe considerarse una bonificación.
Sin duda la bonificación puede ser muy valiosa. Me regocijo ante la buena fortuna de esa dama de noventa y dos años cuyos poemas están a punto de publicarse, por primera vez, en la Oxford University Press. Recientemente, en un crucero por los fiordos noruegos, trabé amistad con otra dama que celebraba sus ochenta y cinco años a bordo. Descubrí que compartíamos opiniones similares sobre muchas cosas, sobre todo el crimen, el castigo, el trato de los matones, la horca, etcétera. Es asombrosa la sensatez de los viejos en estas cuestiones. Y esta semana he celebrado los cien años de la madre de un amigo, una mujer que debe ser una de las pocas sobrevivientes, casi seguramente la única mujer que vio el servicio activo en la Gran Guerra. Vive felizmente a solas y es un deleite para sus amigos.
Hay algo satisfactorio en los prodigiosos ancianos que, a diferencia de los niños, nos calman en lugar de irritar nuestros sentimientos. Buena suerte al viejo Gladstone, por ejemplo, por mantener el Imperio Británico en efervescencia por la autonomía irlandesa, a los ochenta y cuatro años, y al mariscal Radetzky, de quien se dice que engendró un hijo e inventó una nueva marcha cuando era nonagenario. Lejos de sentir repulsión, deberíamos encontrar aliento en esos ancianos. Cuando vivía en París en los años 50, un anciano me contó que, cuando era un niño de cuatro o cinco años, tuvo un vivido encuentro con Víctor Hugo, que entonces era octagenario. Sucedió antes de las seis de la mañana de un día de verano, en un viejo cháteau, en los tablones desnudos del corredor donde dormían los niños y las criadas. El niño, aburrido, se había levantado para explorar el castillo y se topó con Hugo, en bata y descalzo, que buscaba el dormitorio de una bonita criada a quien había visto durante la cena la noche anterior. El sol entraba por las ventanas cubiertas de telarañas, y ese barbado y viejo picaro parecía un profeta transfigurado del Antiguo Testamento. Aferró la mano del pequeño, la apoyó en el miembro triunfalmente erecto y declaró:
Tiens ça, mon petit, il parait que c'est tres rare a mon âge!
Alors! Tu aurais le droit a dire a tes petits-enfants que tu as
tenu á la main le machin de Victor Hugo, poete!
La anécdota no refiere si Hugo fue recompensado por subir esa larga escalera, pero uno espera que sí. ¿Por qué? Porque hay algo esplendoroso en los ancianos que caen luchando. Como dijo Dylan Thomas: «La vejez debería arder y delirar al caer el día».
Es muy distinto, en cambio, el afán de mantener con vida a los desconcertados, los imbéciles y los desamparados. Pero eso es lo que hacemos, cada vez más. El costo económico pronto será paralizante, cuando una de cada cuatro personas tenga más de sesenta y cinco años. El costo humano crece aún más rápidamente, pues la vida de los hijos maduros, sobre todo las mujeres, queda sujeta al cadáver jadeante de los padres, mantenidos en este mundo por una comunidad médica cuya filosofía no ha seguido el paso de su tecnología.
Uso la palabra "filosofía" a sabiendas. Nuestra creciente capacidad para mantener a la gente, aun en lo que se denomina un estado vegetativo persistente, nos está obligando a reinventar la ética médica. Lamentablemente, el tema ha quedado en manos de los médicos mismos, que están cediendo, y de abogados con un gusto forense por la ética. Desde luego, son monitoreados por los teólogos, especialmente los judíos y los papistas, que tienen opiniones contundentes sobre el tema, que quizá sean acertadas a la postre, pero que se deben someter al más estricto escrutinio. Lo que nos falta es una investigación filosófica exhaustiva de la ética médica o, mejor dicho, un análisis filosófico sobre el cual se pueda construir un sistema ético práctico. Pero los filósofos profesionales ya no trabajan en ese campo. Una de las pocas que lo hace, la doctora Sophie Botros del Birkbeck College de Londres, me ha dado lecciones sobre este tema y comienzo a captar la inmensidad y complejidad de los problemas.
Estos son acertijos reales, de vida y muerte, no los juegos de salón verbales que practican la mayoría de los académicos bajo el disfraz de la filosofía. Por ejemplo, aún no hemos sometido al análisis filosófico la ética del empleo o la desactivación de sistemas de soporte vital para personas que son incurables o se encuentran en estado vegetativo crónico, una de las zonas escurridizas donde está trabajando la doctora Botros. Una solución acordada para este dilema se está volviendo más urgente, al aumentar, por ejemplo, nuestra capacidad para mantener con vida a víctimas de espantosos accidentes automovilísticos.
Luego está el aún más dificultoso problema de asignar fondos para la investigación de enfermedades mortales. ¿Deberíamos adoptar una posición filosófica puramente utilitarista, donde las mayores necesidades de la mayoría constituyan, en orden numérico, el criterio de prioridad? Actualmente la cuestión suele ser determinada por los grupos de interés. Eso genera anomalías, incluso escándalos.
Por ejemplo, se consagra un creciente porcentaje de recursos a lo que muchos consideran la infructuosa búsqueda de una cura para el sida. Da la impresión de que gastar dinero es la solución del problema. Muchos argumentarían que esos fondos deberían asignarse a métodos para tratar el mal de Parkinson, los males de las neuronas motrices u otras enfermedades espantosas, como formas del cáncer o enfermedades cardíacas, campos excepcionalmente fructíferos de investigación. Otros añadirían que, dado que los principales beneficiarios de una cura para el sida serían los homosexuales varones promiscuos y drogadictos, su prioridad es baja para la población en general.
Pero por el momento, todos estos puntos están sometidos a discusiones airadas y no a la fría indagación filosófica. Al cabo, quizás, encontremos que la mejor solución es permitir que el mercado, como la naturaleza, siga su curso. Pero primero deberíamos debatir el asunto, decorosa, científica y filosóficamente.
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