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Hembras en mármol
A pesar de las burlas filisteas de algunos de nuestros escritores más incultos, el señor Stephen Dorrell, nuevo secretario de Patrimonio Cultural, tiene razón al armar un alboroto por las Tres Gracias de Canova, y John Paul Getty II merece nuestra gratitud por permitirnos conservarla.
Es la obra maestra de un magnífico escultor, pues Canova (1757-1822) merece estar a la par de Praxíteles, Donatello, Miguel Ángel, Bernini y Rodin entre los grandes practicantes de este difícil arte. Malcolm Baker del Victoria & Albert al fin ha señalado, en una carta al Guardian el lunes, que nuestras Tres Gracias no son una mera copia de las que están en San Petersburgo sino una versión mucho mejor, de mejor mármol y con una terminación mucho más meticulosa. Canova hizo primero la que está en Rusia, y aprendió de ella tal como aprendía de todas sus experiencias, y el entrelazamiento de las damas -increíblemente difíciles de esculpir en mármol- está hecho con mucha más confianza y aplomo en el ejemplo de Woburn.
Canova ha sido subestimado en Gran Bretaña en el último siglo y medio. Bonaparte no cometió ese error: lo consideraba el máximo escultor de Europa, a la par de sus pintores favoritos, David e Ingres. Wellington y Castlereagh sentían igual entusiasmo, y gracias a que ellos escucharon sus plañideras súplicas, Canova, como comisionado papal, logró en 1815 que las autoridades francesas devolvieran las obras maestras de la antigüedad y el Renacimiento que Bonaparte había robado del Vaticano, además de muchos otros tesoros italianos que regresaron a sus hogares legítimos.
Con la posible excepción de los grandes artistas anónimos del Reino Medio egipcio, ningún escultor ha poseído la habilidad técnica de Canova al trabajar con un material dificultoso. La adquirió en la infancia como brillante descendiente de una familia de pedreros de Possogno, en las dolomíticas colinas de los Alpes. Lo más sorprendente es su audacia y originalidad. En los años 1783-87 terminó con la escultura barroca casi de golpe, sustituyéndola por el neoclásico, al dar a conocer su estupenda tumba del papa Clemente XIV en Roma. Las tumbas de los notables siempre eran gran noticia en aquellos días. A continuación hizo otra tumba notable en la Augustinekirche de Viena, que alberga a los difuntos Habsburgo. Esto era para honrar a María Cristina, hija de la gran María Teresa y hermana de la ejecutada María Antonieta. Canova era católico devoto y conservador, y nunca era más feliz que cuando lo contrataban papas y soberanos legítimos, pero también era un artista innovador de insuperable coraje, y tal vez por eso atraía tanto a la familia que tratraba de derrocar el orden establecido de Europa.
Lo cierto es que la bonita hermana menor de Bonaparte, Pauline, lo adoraba, pues creía que tenía un don singular para volver imperecederas las formas femeninas. Era narcisista y estaba obsesionada con la belleza de su cuerpo, sobre todo sus menudos y delicados pies. Se casó con su segundo esposo, Camillo Borghese, cabeza de una de las familias más antiguas de Roma, y aunque distaba de ser joven, la nobleza romana y famosos visitantes, especialmente ingleses, fueron invitados al Palazzo Borghese para presenciar la toilette des pieds. Ella enviaba tarjetas impresas.
Muchos años después Augustus Haré publicó la descripción de estas ocasiones que le había dado lady Ruthven, quien había asistido a una. Los invitados encontraron a Pauline con sus pies pequeños y exquisitamente blancos apoyados en un cojín de terciopelo. A su orden, entraron las criadas, le frotaron los pies con esponjas y los espolvorearon con talco. Las mujeres estaban tan fascinadas como los hombres, aunque menos atraídas. El duque de Hamilton, adorador regular en ese altar, cogía un pie y se lo guardaba en el chaleco "como un avecilla", una proeza, si así se puede llamar, muy dificultosa, a menos que el duque tuviera un chaleco especial.
Una vez que tuvo a Canova bajo su hechizo, Pauline decidió convencerlo de que inmortalizara todo su cuerpo. Como su hermana mayor, Caroline, estaba orgullosa de su espalda larga y elegante. Caroline había recurrido a su artista favorito, Ingres, para hacerla famosa en toda Europa, una vez en La Grande Odalisque, donde aparecen tres vértebras más para realzar la sensación. Empeñada en no ser menos, en 1808 Pauline ordenó a Canova que la esculpiera desnuda, como Venus Victoria, la diosa sexual arquetípica. Al principio el piadoso escultor se negó. Luego buscó una solución intermedia, ofreciéndose a presentarla como Diana, más o menos desnuda pero asociada con la castidad. Pauline insistió en ser Venus, y Canova, acostumbrado a tratar con soberanos absolutos, acató. Cubrió las partes pudendas, pero la espléndida espalda está exhibida hasta la hendidura de las nalgas y es indudable que la estatua es erótica. La situó en un cojín esculpido en mármol, como el cuerpo, pero usó como pedestal una cama real de madera pintada, para acentuar el realismo.
Canova tallaba sus retratos esculturales no sólo para ser vistos de lejos sino de cerca, a pocos centímetros de distancia, y la cama tiene un mecanismo que permite que toda la obra gire para ser escrutada atentamente. En vida de Pauline, era costumbre, después de la cena, llevar amigos de la familia y huéspedes de honor a mirar la estatua a la luz de las velas -así quería Canova que se vieran sus obras- y este paseo tenía una emoción especial cuando la princesa encabezaba la partida y llamaba la atención sobre los puntos más delicados. El Papa de entonces se ensañaba con la sexualidad y prohibió los pantalones en los Estados papales por ser demasiado ceñidos, pero no pudo hacer nada con las autopresentaciones de Pauline, que continuaron bajo sus narices hasta que ella murió en 1825.
El erotismo de Canova, pues, debe disfrutarse, no sólo admirarse, con la ayuda de las penumbras, las velas, las sombras y el claroscuro, y espero que esto se tenga en cuenta cuando nuestras Tres Gracias encuentren una sede permanente. Entonces la multitud volverá a descubrirlo. Es verdad que, como muchos escultores, cometió tremendos errores. Cuando le pidieron que esculpiera a Washington para la casa de Raleigh, Carolina del Norte, retrató al presidente pronunciando el último discurso ante el congreso con las rodillas desnudas y en toga romana. Creo que esta obra fue destruida en un incendio, pero todavía podemos ver, en Ñapóles, la extraña representación del feroz Borbón, el rey Fernando I, como un travestido, vestido como Minerva y en escala colosal.
Pero no hay ninguna incongruencia en las Tres Gracias. Es un jovial himno en mármol a las delicias del cuerpo femenino y somos muy afortunados de tenerla.
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