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Una suave voz en el laboratorio

Recientemente, un profesor de zoología del New College de Oxford ha resuelto alzar una vez más el estandarte del ateísmo militante. Con esta misión ha aparecido en radio y televisión, e incluso en las columnas del Spectator. Entre otras cosas, me acusa de dejarme dictar mis pensamientos por "un anciano polaco". Se llama Richard Dawkins y no perdería el tiempo con él si una dama cristiana por quien siento el mayor respeto no me hubiera dicho que la impresionaban sus argumentos y me hubiera retado a refutarlos.

Dawkins es un experto en genes, que actualmente son los objetos en boga para la indagación científica. Sus colegas descubren continuamente "nuevos" genes que explican aspectos de la conducta humana. Recientemente han exhumado un gen que hace a algunas personas homosexuales; lo eliminamos, y no hay más ninfos. La semana pasada supimos que han descubierto un gen de la edad, que determina nuestro envejecimiento; si pueden trabajar en este tipo, podrán curar los males de Alzheimer y Parkinson. Sin duda, con el tiempo descubrirán un gen religioso que induce a la gente a creer en Dios, y si podemos liberarnos de él todos seremos como Richard Dawkins. Pero es posible que para entonces los genes sean reemplazados por otra moda científica.

En todo caso, desconfío del modo en que personas como Dawkins ponen a los científicos y los creyentes en las antípodas. Al igual que Darwin, estoy convencido de que la ciencia y la religión no están necesariamente reñidas. Más aún, la ciencia es una herramienta de la religión. Las universidades medievales trataban la teología como la reina de las ciencias, y con justicia, pues nada puede ser más importante que descubrir cómo nosotros, y todo, llegamos a existir, y con qué propósito, y qué nos ocurrirá en última instancia. La abrumadora mayoría de los grandes científicos siempre creyeron en Dios y consideraban que aumentar nuestro conocimiento de Él era una parte central de su trabajo. Maimónides, ese gran doctor del siglo doce, a quien bien podemos considerar el padre de la psiquiatría, fue también el más grande teólogo judío. Me parece significativo que sir Isaac Newton escribiera dos defensas de la creencia religiosa, A short scheme of true religion e Irenicon, aunque no publicó ninguna. Señaló algunas distinciones a las que Dawkins parece atribuir tanta importancia. Pensándolo bien, Newton tenía 138 libros sobre alquimia en su biblioteca y escribió por lo menos 650.000 palabras sobre temas alquímicos. Eso no demuestra nada excepto que Newton tenía una mente inquisitiva y nunca descartaba posibilidades, dándonos un buen ejemplo a todos. Yo fui educado por los jesuítas, que desde su fundación en el siglo dieciséis se han consagrado a todas las formas de la investigación científica en todo el mundo. Mi escuela tenía un famoso observatorio, y el miembro más respetado de la comunidad era un anciano jesuita que se había pasado la vida escrutando el firmamento con un telescopio gigante. A él nunca se le hubiera ocurrido que existiera un conflicto entre su trabajo y nuestras creencias. Tampoco a nosotros.

Los científicos como Dawkins, que arguyen que las ciencias físicas conducen inevitablemente a la negación de la existencia de Dios, incurren a mi juicio en dos errores: materialismo y determinismo. Están obsesionados por los grandes números, como los dictadores militares y los multimillonarios. Escribiendo en el Spectator, Dawkins parece creer que el mero tamaño del universo refuta la verdad del cristianismo, pues el conocimiento de Cristo, viajando a la mayor velocidad posible, sólo puede haber llegado a una ínfima fracción de él. Pero existe una realidad aún más vasta que el universo, por grande que éste pueda ser, y es la eternidad. Comparada con la eternidad, pasada, presente y venidera, la creación no es nada. Una muesca diminuta en la regla de cálculos de Dawkins, una burbuja en uno de sus tubos de ensayo. Pero la eternidad y sus infinitas perspectivas del tiempo son el cimiento del judeocristianismo, pues representan la comprensión de que la vida, este mundo, este universo -todo aquello que figura en el compendio de conocimientos reales y posibles de Dawkins- es apenas un destello en un microsegundo del plan divino de las cosas. La circunstancia de que seamos eternos es mucho más importante que el hecho de que seamos, provisionalmente, materiales. Los materialistas cierran los ojos a todo, excepto a una fracción diminuta de la existencia. Se olvidan de que Dios practica el juego de los números en una escala infinitamente mayor que todos los demás.

El determinismo de los ateos científicos es aún más pasmoso que su obsesión con la materia, pues es precisamente esta aborrecible filosofía, en su forma marxista, nazi o cualquier otra, la que ha arruinado el siglo veinte, que en su alborada era la más prometedora de las épocas humanas. Nuestra conducta no está determinada por cambios diminutos en nuestros componentes químicos, así como no depende de nuestra clase, raza o cualquier otro factor teórico descabellado que nos prive del libre albedrío. Tampoco hay fuerzas irresistibles que fijen los hechos de antemano. Una vida de trabajo como historiador me ha convencido de que los seres humanos somos amos de nuestro destino. Nada está ganado ni perdido de antemano: cada cual debe jugar la partida. Pero, como sabiamente observó Einstein, Dios no juega a los dados: el juego de la vida se juega con las fichas del amor, la tolerancia, la fidelidad, la compasión, la paciencia, la aceptación del sufrimiento y la imaginación, además del coraje, todas las cuales son fuerzas reales y poderosas en nuestra vida, pero no se pueden cuantificar ni identificar con los instrumentos que tiene Dawkins en su laboratorio.

El elemento más importante de la fe religiosa es la creencia en el libre albedrío. Somos espíritus libres. Es verdad que nuestro corazón nunca estará en paz mientras no hayamos sometido nuestra voluntad a la del Hacedor. Pero ese acto de disensión o asentimiento es voluntario y en ninguna circunstancia se nos puede arrebatar. Lo poseía un judío en el umbral de los hornos de Auschwitz y hoy lo posee un niño negro que se revuelve en la mugre de un campo de refugiados africano. Nuestra impotencia material, por total y degradante que sea, es desmentida por el hecho de que, mediante un acto de nuestra voluntad desinhibida, enviamos una señal al arquitecto de toda la existencia, a través de las infinidad del tiempo y del espacio, que de inmediato es recibida y registrada. Es un consuelo para mí, y pienso que para todos los creyentes, que esta capacidad de comunicarnos con el Todopoderoso no pueda sernos arrebatada por los Stalin, los Hitler, los materialistas, los deterministas, los humanistas científicos o por ninguna combinación de aquellos que tienen el poder del mundo de su lado, pero que carecen de conciencia del espíritu.

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