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Trifulcas literarias de antaño

"Bárbaros. Salvajes. Untermenschen. Canaille." El orador, Cyril Connolly, escudriñaba fríamente una reunión literaria de los años 50, a pocos pasos de la puerta, y no mascullaba estos comentarios dirigiéndose a mí -yo apenas lo conocía- sino urbi et orbi. Poco después se fue.

De la nueva biografía de Connolly escrita por Clive Fisher, que se publicará en 1995 -he leído las pruebas con deleite-, deduzco que no disfrutaba de las fiestas a menos que las diera él mismo, y así tuviera el control. En todo caso, no podría coincidir con él. Las fiestas literarias de Londres, en esa época, me parecían sumamente estimulantes, ocasiones privilegiadas. Mirando una sala, apenas podía creer en las evidencias de mis sentidos. ¿Era ese T. S. Eliot, o "Tom", como yo ansiaba llamarlo, apoyándose en la fuerza de sus pentámetros? ¿Podía ser W. H. Auden el que lo escuchaba sin demasiada paciencia? ¿Y me engañaban mis ojos o Ivy Compton-Burnett agitaba un huesudo dedo frente a Rose Macaulay?

Lamentablemente las fiestas no eran tan decorosas como podrían implicar estos nombres ilustres. Siempre eran potencial o realmente explosivas. Antes del final de la velada podía haber sangre, además de vidrios rotos y colillas de cigarrillos en la alfombra. Recuerdo una noche en que un importante crítico académico, tras haber expuesto un argumento interesante con excesiva vehemencia, cayó sangrando e inconsciente en el suelo mientras su esposa, sin tenerlas todas consigo, se estrellaba contra la puerta de cristal del servicio de damas y la hacía añicos. Ambos terminaron en el hospital. Dylan Thomas y Brendan Behan eran dechados de mala conducta literaria. Tengo la imborrable imagen de Behan vertiéndose whisky en la oreja creyendo que era su boca.

Había luchadores notables en aquellos días. Maurice Richardson era un hombre apacible y paciente. Pero perdía los estribos ante lo que él llamaba "mezquinos malos modales", y entonces estaba dispuesto a "poner en cintura" al ofensor, y uno recordaba que había sido boxeador de peso pesado. John Davenport también había luchado en el cuadrilátero. Su voz aguda era engañosa para quien desconocía su fuerza, y cuando interpelaba a un poeta menor o un autor de cuentos de detectives (especies que detestaba) como "majadero", uno sabía que había problemas en camino. Davenport era famoso por haber sentado al presidente de la Cámara de los Lores en la repisa del bar del Savile Club ("Siéntate ahí, cerdo majadero"), una ofensa por la cual fue expulsado del club. Evelyn Waugh también fue expulsado del Savile por destrozar la vitrina de los cigarros a bastonazos, porque el camarero tardó en llegar con la llave. También estaba presente en esos días, siempre dispuesto a provocar una riña con certeros insultos. Gilbert Harding era otro vitriólico guerrero de la conversación, en torno del cual se arremolinaba el caos. Y estaba Constantine Fitzgibbon, que daba signos premonitorios de agresión meciendo lenta y amenazadoramente el brazo derecho, un irlandés belicoso digno del rey Brian Boru.

Las riñas eran frecuentes porque, entre otras cosas, en las fiestas literarias todavía predominaban los varones. Aún escaseaban las mujeres ligeras, aunque había suficientes muchachas bonitas como para provocar intensos celos competitivos y, de cuando en cuando, puñetazos. Los literatos se ensarzaban alegremente por deliciosos bocadillos como Sonia Brownell o Barbara Skelton, por no mencionar a la cautivadora Edna O'Brien, entonces recién llegada de las agrestes comarcas de Irlanda. En una fiesta literaria de los 50 siempre había un aire de tensión sexual, mientras jóvenes zumbones revoloteaban en torno de los escasos panales de miel.

Las ocasiones literarias de hoy son mucho más tranquilas porque predominan las mujeres. En estas Navidades he asistido a tres y las chicas eran mayoría; en una de ellas, superaban a los hombres por más de dos a uno. El contingente masculino de hoy, además, deja mucho que desear. Todavía no es tan grave en Nueva York, donde recientemente oí que una tambaleante mujer interpelaba así a la multitud: «¿Ninguno de vosotros es heterosexual, por amor de Dios?», pero están yendo en esa dirección. Se llamarán gays, pero nada añaden a la gaya tensión de una juerga libresca. Una frustrada mujer me decía la semana pasada: «Los maricas son deprimentes».

Otro motivo, tal vez más importante, por el cual las fiestas literarias de Londres tienden a hundirse sin dejar rastro es que no hay anfitrio nes que sirvan bebidas fuertes. En los 50, el difunto Jock Murray, que agasajaba a la élite en esa incomparable sala de Albermarle Street en cuyo hogar Thomas Moore quemó el único manuscrito de las memorias de Byron, servía una incesante sucesión de los martinis más fuertes y helados de este lado del Altántico. Hasta fines de los 60, una velada de escritores sin whisky y ginebra habría sido inconcebible. Hoy es siempre champán, cerveza en las reuniones más pobres. El espíritu espiritoso ha huido de la Londres literaria. El zumo de naranja se está difundiendo tan deprisa como la sodomía, aunque no digo que ambas cosas estén relacionadas.

Sin embargo, no debemos generalizar en exceso. La fiesta más notable a la que he asistido últimamente fue ofrecida por mi colega Auberon Waugh en Simpson's. Es todo un hombre del espectáculo. Sus premios "Bad Sex" tuvieron en vilo a los literati londinenses, especialmente cuando una deliciosa joven leyó extractos de una novela de Edwina Currie, donde la heroína (supongo que la señora Currie misma) comía fresas y crema esparcidas por las partes pudendas de otro parlamentario. Marianne Faithfull, una criatura asombrosa, dio premios y besos. Tal vez no hubiera whisky, pero el champán fluía en abundancia. Mientras entregaban los premios, fui al bar y pedí una coca. «Tendrá que pagar por ella.» «¿A qué se refiere?» «Ordenes del señor Waugh. El champán es gratis, pero los refrescos se pagan.» «Santo Dios. ¿Cuánto?» «Una libra y media. Por adelantado.» «¿El señor Waugh le ordenó que fuera rudo con los abstemios además de cobrarles?» «Considérese afortunado. Tengo que ir a buscarla.» El camarero recibió el dinero y desapareció un rato. Cuando al fin me entregó la Coca, dijo: «No vuelva a pedirme porque no iré a buscar más». De lo cual deduje que la campaña de Waugh a favor del tabaco y la bebida ha empezado temprano este año. Su padre, desde allá arriba, la habría aprobado.

Pero se necesitará más de un anfitrión excéntrico para devolvernos el pintoresco mundillo literario de antaño. «Disculpe, ¿acaso no es usted ese cobarde despreciable que escribió esa reseña anónima que pulveriza mi novela?» «Vea, yo no llegaría al extremo de...» «¡Chúpate esta, cretino!»

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