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Convención de dramaturgos en Buckingham

Los dramaturgos me fascinan. Aunque se pasan la vida, como yo, trabajando con palabras, las arrojan a un público en vivo que mira un escenario, así que necesitan un oído interior diferente del que se necesita para preparar conglomerados de palabras que serán leídos por una persona en soledad.

Además hay profundas diferencias de estructura. Mis libros y artículos tienen comienzo, medio y fin, y son concebidos y escritos como totalidades. Los dramaturgos trabajan de otra manera. No empiezan necesariamente por la trama. Tom Stoppard me ha contado que él concibe un episodio dramático y luego lo expande hacia atrás y hacia adelante hasta formar una historia. J. B. Priestley decía que le gustaba "barajar personas en el tiempo para ver qué sucedía con ellas". Me comentó: «Siempre tuve la sensación de que Ibsen trabajaba más o menos de la misma manera». Le pregunté a John Osborne si él pensaba primero en una trama. «Claro que no. Empiezo con un personaje y lo meto en líos.» En Osborne ese personaje siempre era masculino: las mujeres eran apéndices amenazadores, un elemento clave de los líos.

Osborne me interesaba en especial, como escritor, porque tenía un toque de lo que sólo puede llamarse genio, que yo definiría como talento realzado al punto de que se vuelve inexplicable. Podía crear un momento teatral tan intenso pero efímero que después uno no se explicaba por qué había sido tan mágico. Curiosamente, demostraba el mismo genio como prosista. En sus brillantes autobiografías esos momentos resaltan en medio del atroz rencor y la embarazosa súplica. También descubrió tardíamente, al escribir para el Spectator, que podría producir el perfecto párrafo de diario, una obrita en sí misma, con un telón magnífico.

Osborne suele asociarse con la iracundia y el insulto pero el episodio que permanece más vividamente en mi memoria lo pone bajo una luz totalmente apacible. Aconteció en una gran velada que la reina ofreció en el palacio de Buckingham el pasado julio. Había más de ochocientos invitados, según me dijeron, toda una muestra de la vida británica, desde el primer ministro hacia abajo... o hacia arriba. La idea de esta fiesta, la primera de su clase dada por la reina en muchos años, surgió del fértil cerebro de Belinda Harley, una inquieta mujer que asesoraba al príncipe de Gales. En todo caso, me pareció una ocasión espectacular. Todas las salas públicas del palacio estaban abiertas y los huéspedes podían vagabundear a gusto. La banda de guardias irlandesas tocaba suavemente. Había excelente champán y refrigerios. El bibliotecario real se había tomado gran trabajo para encontrar manuscritos y dibujos interesantes y ponerlos en vitrinas. La reina hizo lo posible para hablar con todos los presentes, y muchos otros miembros de su familia recibieron instrucciones de asistir y ser agradables. La mayoría de los presentes, me imagino, recordarán esa fiesta el resto de su vida como una ocasión grandiosa que también fue divertida.

Había pequeñas mesas donde uno podía sentarse a charlar y comer, y en torno de una me encontré como parte de un grupo de dramaturgos. Estaban Arnold Wesker, Harold Pinter y uno de los más jóvenes, creo que David Haré. Y estaba John Osborne, que ya ha recordado el acontecimiento en el Spectator. Estaba de ánimo suave y benévolo, y se produjo la siguiente conversación. (Otros la recordarán de otro modo, pero esta es mi versión.)

Osborne: ¿No es delicioso? Cuando venía hacia aquí, le dije a Helen: «Nos espera una velada espantosa y aburrida. No conoceremos a nadie, y debemos apañárnoslas para irnos cuanto antes sin ser descorteses». Y ahora, aquí estamos y lo estoy pasando bien. Música, comida, bebida, buena compañía, todo maravilloso. Mirémonos, sentados a esta mesa. Dicen que los escritores son pendencieros, pero henos aquí, pasándolo bien y en paz. Dios bendiga a la reina.

Yo (aparte): Esto no durará.

Wesker: Estoy de acuerdo con John. Sin embargo, aprovecho esta oportunidad, Harold, para recordarte, aunque no puedes haberlo olvidado, que en la última ocasión que cenaste en mi casa nos arruinaste la velada siendo gratuitamente rudo con el huésped principal. (Incómoda pausa.)

Pinter (sorprendido, más habituado a estar a la ofensiva que a ser blanco de una andanada imprevista): Ojo con lo que dices, Wesker.

Wesker: Nos echaste a perder la velada a todos. Más aún, tu motivo para atacar a mi amigo era simplemente que era rico y americano.

Yo (apresuradamente y sin mayor precisión): No, Arnold. No creo que eso sea del todo cierto. Conozco a Harold desde hace años y nunca he visto que fuera grosero con nadie. En realidad, llegaría a sostener que es constitutivamente incapaz de serlo.

Pinter (triunfalmente): ¡Ahí lo tienes! Paul tiene razón. Soy constitutivamente incapaz de ser rudo. Así que cierra la maldita boca, Wesker.

Osborne: Ya, ya, chicos, suficiente. No podemos permitir que la reina se acerque y nos descubra en un conflicto (Imitando la voz de la reina). Vaya, y yo que pensé que encontraría a mis dramaturgos como un pequeño nido de aves canoras. ¿A qué viene tanta protesta? Basta u os haré arrojar a los perros.

La serenidad del último período de Osborne fue un ejemplo, a mi entender, de pasión agotada. Ni siquiera se fastidiaba con los columnistas de chismes, aunque insistían en acuciarlo. Lo cierto es que, tras una vida de atacar verbalmente a las mujeres, y de ser atacado a la vez, había encontrado el reposo en los brazos de una bella, inteligente y paciente mujer que lo protegió del mundo y de sí mismo y le permitió descansar del furor de toda una vida.

No podía durar y no duró, pero al menos Osborne disfrutó de unos años de tranquilidad. Fue entonces cuando le conocí, y siempre lo recordaré como una criatura sabia, sosegada y amena, un gran escritor tomándose un descanso después de las labores y batallas de una vida. Buenas noches, agridulce príncipe, y que cohortes de ángeles vengadores te arrullen con su canto.

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