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De cómo una mujer rechazó el mundo y vivió para disfrutarlo
En un mundo cada vez más consagrado al éxito y la expansión del producto bruto nacional, las presiones sociales, económicas y legales se combinan para obligar a las mujeres a seguir carreras tal como los hombres. Gran parte de la legislación de la Unión Europea -por ejemplo, ciertas regulaciones que vuelven obligatoria la asignación de puestos- está destinada a "mantener a las mujeres como mano de obra". Si a una adolescente le preguntaran hoy qué se propone hacer en la vida y respondiera que casarse y tener hijos, de inmediato la tratarían como un caso especial. La mayoría de las mujeres considera que ser una mera ama de casa es improductivo, cobarde, incluso inmoral y -oí el uso del término el otro día-parasitario. En Sydney, donde no se andan con vueltas, una mujer le pregunta a otra: "¿Qué haces, o sólo eres una carga?".
Si un ama de casa es sólo una carga, ¿qué es una monja? Sólo un libro litúrgico, supongo. Pero durante la mayor parte de la historia de nuestra civilización, el monacato fue una vocación honorable para una mujer. No sólo se consideraba natural sino deseable que muchas mujeres jóvenes se consagraran al servicio de Cristo y Su iglesia, llevando una vida de plegaria y austeridad, a veces apartándose del mundo tras las paredes conventuales, a veces metiéndose en él, cuidando de los enfermos y los pobres, o educando a los niños.
Hasta hace poco, había una monja en todas las familias católicas. Había varias en la mía, naturalmente entre las tías, tías abuelas y primas. A veces nos visitaban, con magníficos hábitos que apenas habían cambiado desde el siglo catorce, entrando en la habitación con grandes susurros de faldas, chasquidos de rosarios y crujidos de lino almidonado, con un vago olor a agua bendita e incienso.
Nunca he pensado en las monjas como extrañas y mucho menos como estériles o frustradas. Encomendado a su cuidado a los cinco años, me parecían criaturas cálidas y maternales, severas en raras ocasiones pero siempre afectuosas. Las monjas formaban parte de la vida, y eran una de las partes más simpáticas y mejores. Su existencia acrecentaba nuestra seguridad, pues rezaban constante y devotamente por nosotros, y sus oraciones ascendían al cielo con la misma naturalidad con que el sol salía y se ponía.
Por suerte, todavía quedan muchos miles de estas mujeres santas en el mundo, y no hay escasez de reclutas ni siquiera en las órdenes más exigentes, como las carmelitas descalzas. Recientemente perdí a una querida prima, Margo, que había sido monja toda su vida adulta, y su muerte me ha hecho pensar en la supervivencia de esta antigua forma de abnegación en nuestro mundo egoísta.
Margo era mayor que yo, una niña vivaz y risueña, que amaba la poesía, las bromas y los bocetos raros, fértil en nuevas ideas y sugerencias para pasarlo bien. Al principio resultó extraño que decidiera hacerse monja, optando por ser novia de Cristo y no de un mozo afortunado, y hundiera su vitalidad en los solemnes votos y los oscuros hábitos de una virgen perpetua dedicada a la pobreza, la castidad y la obediencia. También resultó extraño que cambiara su nombre por el de "sor Tomás Moro". Muchas monjas toman el nombre de santos o mártires masculinos, como si su sexo mismo quedara borrado en esa transformación que convierte un espíritu libre en una mujer consagrada al servicio divino.
Pero a fin de cuentas no resultó tan extraño. Quien conozca la vida de santo Tomás Moro recordará que este hombre tan agradable tenía un don extraordinario para combinar una intensa convicción religiosa y una absoluta dedicación a altos principios con el humor y la irreverencia. Parrandeaba, bromeaba y chismorreaba con sus hijos aun cuando era presidente de la Cámara de los Lores, en una época que se enorgullecía de su solemne pomposidad. Le gustaba hacer el tonto con su esposa. Incluso arriesgó un par de chistes con su feroz amo, y hasta tuvo una broma a mano cuando, debilitado y paralizado por la cárcel, subió tambaleando la escalinata del patíbulo. Así que no era un nombre inadecuado para una joven seria que todavía llevaba la risa en el corazón.
Así lo demostró. Margo, sor Tomás Moro, vivió una vida de incesante labor y constante plegaria, pero iluminada por sonrisas y agudezas. Y en muchos sentidos no tuvo una existencia diferente de las mujeres del mundo exterior. Pasaba gran parte del tiempo enseñando a los niños y cuidando de ellos. Tenía un don para interesarlos en las cosas que más amaba después de Dios: la majestuosidad de la historia, las glorias de la gran literatura, el estímulo del arte. Componía poemas y canciones, y luego les ponía música o los acomodaba a melodías tradicionales, y los niños adoraban cantar estas creaciones espontáneas. Redactaba y hacía circular boletines por la orden, y se mantenía en contacto con corresponsales de todo el mundo. Sabía escribir a máquina y era una experta traductora, una autoridad sobre el Concilio Vaticano y los cambios que introdujo en la Iglesia. Se convirtió en cocinera notable, fecunda en nuevos platos. Su casa conventual era famosa por su sencilla hospitalidad, y ella se deleitaba en organizar salidas, celebraciones y festines sagrados. Amaba las barbacoas, y era brillante para organizarías. Era activa en el vecindario y persuadió al concejo de Camden para que rehabilitara casas abandonadas para familias necesitadas. A su manera apacible respaldaba causas sensatas.
Era miembro de un grupo que estudiaba la Biblia con anglicanos, y de otro que comentaba las Escrituras con judíos. Todos los Viernes Santos se sumaba a la procesión de los Testigos Unidos, que llevaban la cruz por el centro de Londres. Su amor por los salmos, su comprensión de los textos sagrados, su dedicación a las enseñanzas de Cristo eran profundas y reverentes, pero sus ojos chispeaban, siempre tenía una broma a mano y no ocultaba su gusto por todo: su religión, su trabajo, su vida. Cuando fuimos a verla poco antes de su fallecimiento, todavía chispeaba, a pesar de la debilidad y el dolor, y una sonrisa de satisfacción iluminaba su resignación ante la muerte.
Es reconfortante pensar que todavía existen buenas mujeres como ella en el mundo, ignorando sus tremendas tentaciones, desafiando sus abismales dogmas de codicia y ambición, desechando sus incesantes invitaciones a la busca del placer, y concentrándose en cambio en el sereno cumplimiento de la voluntad de Dios. Parecen hallar una felicidad profunda en ello. Ante todo, pasan gran parte de su tiempo rezando por el resto de nosotros.
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