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Paisajes de Francia en un infierno de cemento
La exposición de paisajistas franceses del Hayward es la muestra más importante en Londres desde hace tiempo, además de ser la más placentera. Confirma mi opinión de que toda la historiografía del arte de la segunda mitad del siglo diecinueve tendrá que rescribirse. El Hayward debe de ser la galería más fea de Europa y es famosa por comerse vivas las obras de arte. Pero aun sus detestables interiores de cemento quedan deslucidos por el poder y el esplendor -y la luminosa exquisitez- de los inmensos lienzos que ahora cuelgan allí.
Por primera vez en Londres podemos ver la obra de grandes artistas como Francais, Busson, Pelouse y Chintreuil, Guigou, Sain y Ségé. Es una revelación. Ya he estado en la galería tres veces y me propongo regresar todas las veces que pueda, antes que la muestra cierre a finales de agosto.
El lector se preguntará quiénes son esas personas que nunca ha oído mencionar. Buena pregunta. Los franceses mismos ignoran su existencia. Mientras que los americanos, a pesar de todos los estragos de las modas artísticas, atesoran a sus notables paisajistas decimonónicos como Church y Berstadt -el segundo fue tema de una gran muestra en Brooklyn en 1991-, y los australianos están justamente orgullosos de sus maestros Tom Roberts y Arthur Streeton, los franceses han sepultado a sus mejores pintores del Segundo Imperio y la Tercera República durante casi un siglo. Sus obras languidecen en lugares como Angers, Caen, Aviñón, Morlaix, Chartres y Beziers, y esos reductos provincianos rara vez los exponen.
Aun cuando se inauguró el espléndido Musée d'Orsay en 1986, sólo un par de estos artistas olvidados fueron resucitados para el público internacional. Hace medio siglo que Charles Busson no se exhibe en París, aunque su Le Village de Lavardin es una obra maestra que evoca a Constable en sus mejores momentos. Vayan a verlo ustedes mismos.
La causa de este descuido, que ha negado a generaciones enteras de amantes del arte la posibilidad de formarse una opinión sobre estos pintores, aparece una vez más en esa enorme impostura conocida como arte moderno. El argumento, axiomático durante muchas décadas, es el siguiente. En la década de 1860, el arte de Europa languidecía en los fosos filisteos del Salón de París y la Royal Academy. Sepultados bajo el dinero burgués, los pintores del establishment olvidaron el color y la observación de la naturaleza, y grandes artistas como Claude Monet no lograban que expusieran sus obras, ni siquiera en el Salón des Refusés. Estos genios desconocidos al fin se juntaron para celebrar la primera exposición impresionista en 1874, y gradualmente su redescubrimiento de la luz y el color penetró aun en la turbia visión de la burguesía francesa. Así triunfó el impresionismo, y siguieron los logros aún mayores del postimpresionismo, el fauvismo, el cubismo, etcétera, etcétera, y todas las tremendas glorias del arte del siglo veinte, desde los incomparables estudios de Lucian Freud sobre la vagina hasta la brillante tapa de bañera vendida en Londres la semana pasada por 35.000 libras esterlinas.
El argumento es falso, en conjunto y en cada detalle. Su impúdico descaro nunca deja de asombrarme. Simplemente no es cierto que los impresionistas redescubrieran el arte de pintar la luz y aprendieran a tomar los colores de la naturaleza. Reparé en la falsedad de este aserto hace un tiempo, cuando vi una gran muestra sobre los impresionistas antes del impresionismo en el Metropolitan de Nueva York. La notable lección de esta muestra era que Camille Pissarro y Monet eran mucho mejores pintores en los tiempos en que todavía intentaban entrar en el Salón y se tomaban trabajo. Una vez liberados por el impresionismo, se volvieron perezosos y negligentes, y a la postre repetitivos y mecánicos. Monet, un pintor observador y delicado en la década de 1860, terminó por crear una fábrica de manchas y puntos que producía tres cuadros al día, los cuales hoy empapelan las galerías del mundo. La última vez que estuve en el Fine Arts de Boston me quejé a los administradores de que la gran cantidad de Monet prácticamente idénticos en exhibición restaba espacio para exponer los cuadros que yo había ido a ver.
La muestra del Hayward nos permite examinar a los mejores paisajistas del Salón, desde 1860 hasta fin de siglo, en salas contiguas a una selección representativa de los impresionistas. Lo que se manifiesta de inmediato es que los pintores tradicionales, que se tomaban su trabajo con seriedad profesional, estaban mucho más cerca de la naturaleza en todas sus manifestaciones que los impresionistas. Busson nos muestra un sol pálido después de la lluvia, Sain recrea la cegadora luz blanca de Provenza, Chintreuil la primera alborada, Rene Biollotte la niebla invernal, Ségé exhibe la inmensidad del Beauce, Pelouse nos lleva a los tupidos matorrales de un bosque en Seine-et-Oise. He aquí la estimulante realidad de la naturaleza francesa revivida en las marrones salas de cemento de Hayward por prodigios de destreza y tesón.
En comparación, hasta Pissarro, el menos corrupto de los impresionistas, tiene un aspecto desabrido, y Monet parece tosco, impreciso, grosero y monótono. Los colores son chillones, la luz se enciende y se apaga como electricidad, y la mayoría de los lienzos impresionistas en exhibición huelen a aceite de lámpara más que a plein air. Después de sumergirme en Pelouse y Francais, los paisajes de Renoir me resultan ridículos, aunque desde luego él no pretendía ser paisajista. La verdadera víctima de esta exposición es el sobrevalorado Paul Cézanne, cuyos interminables verdes metálicos son una ofensa para el ojo, una vez que hemos visto cómo artistas auténticos pueden crear la cosa real.
Los pintores expuestos en el Hayward fueron producto de la fuerte disciplina francesa que también beneficiaba los extranjeros que viajaban a París en aquellos tiempos. John House del Courtalud, que ha organizado la muestra, tiene la sensatez de incluir ejemplos, entre ellos Shower in the Rué Bonaparte, por el maestro americano Childe Hassam, y el extrañamente móvil The Ferry de Sott de Oldham, que he visto muchas veces en reproducción pero nunca en su mágica realidad.
Los impresionistas, con su práctica y su aliento de lo amateur, desataron la catástrofe que destruyó la disciplina francesa, y mientras no se restaure, en Francia y en otras partes, la tradición realista central del arte occidental no podrá reanudar su majestuosa marcha, detenida durante tantas décadas perdidas. Pero hay indicios de que la cordura está regresando, y los grandes lienzos que se exhiben en el Hayward son premonitorios.
Del director
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