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Apoteosis de un poeta bien vestido
Vivimos en un valle de lágrimas que se hace soportable merced a la amistad. Pero el problema de los amigos es que mueren, abriendo dolorosos boquetes en la muralla que nos protege de los batallones de penas de este mundo, boquetes que no pueden taparse. La observación más certera del doctor Johnson fue que "la amistad debería estar en reparación constante". Usaba la palabra en sentido colectivo: se debe acrecentar la cantidad de amigos para compensar las inevitables pérdidas del tiempo. Pero esto se vuelve más dificultoso con la edad, pues los viejos amigos mueren más pronto y los nuevos son más difíciles de encontrar.
A veces, sin embargo, existe un imprevisto golpe de buena suerte, cuando se entabla una nueva amistad que adquiere una madurez casi instantánea, de modo que en el segundo encuentro ya cobra una pátina de entendimiento. Esto me sucedió hace unos años con Stephen Spender. Nos habíamos saludado periódicamente durante unos treinta años, pero ahora, alojándonos en la misma casa a orillas de un lago italiano, de repente trabamos amistad, y un gran deleite nuevo entró en mi vida.
Decir que Stephen tenía el don de la amistad es poco: tenía genio. Las diferencias de edad, las brechas generacionales, la nacionalidad, la raza y el sexo no significaban nada para él, salvo como objeto de risa: los apartaba delicadamente para apresar la esencia de su interlocutor. Tenía el perfecto equilibrio entre el que sabe conversar y el que sabe escuchar. Contaba sus anécdotas con envidiable destreza, pero su deleite con las ajenas era alentador. Hacía preguntas. Escuchaba atentamente las res puestas. Creaba la impresión de estar aprendiendo algo valioso. Y su propia memoria estaba llena de tesoros, historias íntimas acerca de los grandes que se remontaban a la segunda mitad de los años 20, astutas reflexiones sobre literatura, opiniones sobre magnates vivientes que tenían la necesaria pizca de malicia pero que nunca eran frías, crueles ni injustas.
Y todo esto estaba impregnado por su típica modestia. Nunca he conocido a un hombre menos propenso a la jactancia, a ponerse en evidencia o el pavoneo. En mi experiencia, los viejos gigantes de las letras son proclives a sentir resentimiento por los jóvenes impetuosos, o adustos frente a los honores que no reciben. No había nada de eso en Stephen. Estaba verdaderamente asombrado del lustre de su nombre, creía haber recibido más laureles de los que merecía, y no sentía la menor envidia. En sus mejores anécdotas desempeñaba el papel de segundón, humillado por Auden, superado en ingenio por Isherwood, desairado por T. S. Eliot, empequeñecido por el artero y deshonesto Dylan Thomas. Nunca supe que Stephen contara una historia donde él saliera victorioso.
Pero había algo divino en ese hombre. Lo han criticado por decir, siendo muy joven, que deseaba "ser poeta". La expresión correcta, se alega, es "deseo escribir poemas". Pero Stephen sólo decía la verdad, como de costumbre. No alardeaba de poseer genio poético sino que deseaba consagrar su vida a la poesía, servir a la musa con devoción y perseverancia, y eso hizo, durante su larga y plena vida. Titubeo en juzgar su trabajo. Pero me ha gustado todo lo que he oído.
En la ceremonia conmemorativa de la semana pasada, Harold Pinter leyó un bonito poema de Stephen que describe una granja de su juventud, imágenes superpuestas en un palimpsesto wordsworthiano de los páramos de la comarca de los lagos. Stephen leía sus poemas admirablemente, sin alardes ni ostentación, con claridad y sencillo aplomo. Hace poco insistió en asistir a un almuerzo literario del Evening Standard porque había prometido hacerlo, aunque el día anterior había sufrido un leve ataque cardíaco. Su discurso fue vacilante y nervioso y temí que se derrumbara. Pero una vez que comenzó a recitar un poema suyo, una pieza deleitable acerca de sus amados nietos, su voz cobró confianza, y el público quedó embelesado. Fue un momento mágico, y los jóvenes que estaban presentes lo recordarán dentro de medio siglo.
El año pasado, a pesar de su venerable edad, fue objeto de un insidioso plagio por una de esas subsectas que campean en la escena literaria americana. Pude acudir en su defensa en estas páginas, y obligar a Penguin, que iba a publicar el libro ofensor, a desacreditar al impúdico autor. Stephen sintió gratitud porque era incapaz de empuñar un escudo para defenderse. Era vulnerable y sensible, tal como era sensible a los sentimientos ajenos, sobre todo tratándose de personas que a su vez él sabía vulnerables. Su gran temor en este episodio fue que el ataque contra él lastimará a su devota esposa Natasha. No conocí a nadie que profesara sentimientos tan fuertes o tan tiernos por su familia.
Pero enumerar las virtudes de Stephen no basta para describir al hombre. Había algo más, un factor metafísico, que lo elevaba sobre el resto de nosotros. Tenía el auténtico carisma del hombre bueno. Los antiguos creían -es un axioma del Antiguo Testamento- que, así como todos los hombres están hechos a imagen de Dios, los mejores tienen una singular gracia corporal. Stephen no era sólo un hombre apuesto, sino bello. Tampoco era menudo, en la tradición de los poetas como Pope, Keats y Shelley, sino un corpulento dios nórdico o un radiante y áureo caballero del Cantar de los Nibelungos. Su atracción física, además de sus fervientes aspiraciones poéticas, lo convirtió en huésped bienvenido en Garsington y en Bíoomsbury cuando tenía apenas dieciocho años, así que llegó a conocer a los titanes literarios desde 1927 en adelante, años antes de que Auden y compañía entraran en la competencia.
Conservó esta asombrosa belleza hasta el final de su vida. En sus últimos años me parecía aún más bello y joven, como si el esplendor de sus nobles rasgos sufriera una apoteosis premonitoria. Entonces, como siempre, Stephen era inconsciente de su porte. La ropa no le importaba. Curiosamente, en su última fase, su asombroso yerno, Barry Humphries -que como paladín de la farándula atribuía importancia a la ropa- insistió en comprarle unos magníficos trajes. Al principio Stephen los usó con timidez, luego con creciente placer.
Le divertía muchísimo que al final, en el umbral de la eternidad, hubiera alcanzado la distinción de un hombre bien vestido. Lo vi así engalanado una semana atrás, en el almuerzo anual de Drue Heinz en Mayfair. Junto a él estaba el duque de Devonshire, también exquisitamente vestido, dos caballeros de preguerra de la vieja escuela, el poeta y el aristócrata, cada cual un dechado de buenos modales, de consideración por los demás y de modestia. Para mis adentros, di las gracias a Dios por estar en Inglaterra. Ahora Stephen se ha ido, pero su recuerdo pesa en nuestro corazón.
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