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La caterva feminista

La Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, auspiciada por las Naciones Unidas en Pekín, promete ser una desagradable conjunción de todo lo que es más objetable en el moderno mundo de Admass, por usar esa útil palabra que acuñó J. B. Priestley para denotar el intento sistemático de ahogar la verdad con voces de altoparlante. Presuntamente, la conferencia es sobre "derechos". Supongo que por eso se celebra en Pekín, capital de un país donde los derechos humanos, incluido el más elemental -el derecho a la vida-, se niegan en una escala jamás vista en la historia.

No olvidemos que el régimen de Pekín tiene veinte millones de personas en su gulag -más que Stalin en su peor momento- y está masticando y digiriendo a todo el pueblo tibetano, destruyendo para siempre su antigua religión, cultura y modo de vida. Pronto engullirá y borrará la sociedad libre de Hong Kong, y anuncia su intención de hacer lo mismo con la lograda democracia de Taiwan, por la fuerza si es preciso. Trata a las mujeres como bestias de carga, las obliga por ley a abortar y matar a sus hijos nonatos y, si rehuyen esta norma, las juzga con implacable ferocidad. Uno de los peores aspectos del régimen, que está dirigido totalmente por hombres, habitualmente ancianos, es el lavado de cerebro -un procedimiento inventado en la China comunista- de las mujeres para convertirlas en agentes de sus aborrecibles propósitos. Basta leer el relato de una visita de una agente del gobierno a una aldea china con el propósito de investigar sus datos reproductivos para ver por qué Pekín es el último lugar en la Tierra para celebrar una conferencia sobre los derechos de la mujer.

Sin embargo, esto es sólo el comienzo de los problemas morales que plantea este acontecimiento siniestro. Lo que más me preocupa, porque es menos obvio, es el supuesto totalitario en que se sustenta la conferencia misma. ¿Por qué es necesario o deseable celebrar una conferencia sobre las mujeres? Ni siquiera soñaríamos con celebrar una conferencia sobre los hombres. Nadie tendría el descaro de proclamar que habla en nombre de los hombres de todo el mundo y decir que representa fielmente sus intereses. ¿Por qué un grupo de "delegadas" -¿delegadas por quién?- sostiene que habla en nombre de todas las mujeres del mundo? Aquí tenemos el paternalismo condescendiente en su peor aspecto, y para colmo es fraudulento. Ninguna de las que asiste a Pekín representa los intereses de las mujeres, pues no tienen la menor idea de cuáles son esos intereses, ni cómo la mayoría de las mujeres desea que se identifiquen y satisfagan los mismos. Están allí para promover intereses muy distintos, habitualmente los de los gobiernos que las designaron. Muchos de los peores dictadores del Tercer Mundo han enviado a sus esposas como jefas de delegación, un mal ejemplo imitado por el presidente Clinton.

También han enviado representantes muchos grupos de presión y empresas que explotan a las mujeres o buscan su presa en el "mercado femenino". Leí en el Evening Standard un artículo de Anita Roddick titulado Por qué creo que las mujeres deben ir a Beijing. Es clarísimo por qué va ella: para promover los intereses de su empresa, The Body Shop. Ella lo dice. Pero, añade con escalofriante desparpajo, ella y la gente del Body Shop también llevarán "las voces de las mujeres que no pueden asistir". Es como si el presidente de Marks & Spencer asistiera a una reunión internacional y se arrogara el derecho de hablar en nombre de sus treinta millones de clientes.

Esto me lleva al meollo del asunto, el supuesto, implícito en todas estas actividades de propaganda, de que todas las mujeres, que constituyen el 52 por ciento de la población mundial, piensan de la misma manera en una amplia gama de cuestiones. No existe la menor prueba de ello, y existen muchas pruebas que manifiestan lo contrario. Las mujeres ni siquiera coincidían en la conquista del voto. Muchas mujeres se oponían fervientemente a las sufragistas. Las más tenaces enemigas del casamiento de los sacerdotes son y siempre han sido mujeres, empezando por la reina Isabel I, que en otros aspectos fue una notable defensora de los derechos de las mujeres. Las mujeres que van a la iglesia, a diferencia de las que adoran a los pies de las columnas del Guardian y el Independent, están muy divididas en cuanto al sacerdocio de las mujeres. En cuanto al aborto, el tema más importante, las mujeres sostienen una amplia gama de opiniones, constituyendo la mayoría de los militantes de ambos bandos pero expresando todas las dudas y matices intermedios que se puedan imaginar. No existe una Opinión de la Mujer sobre nada, y mucho menos sobre aquellos temas donde las feministas alegan hablar en nombre de todo su sexo.

Esto no es sorprendente. He notado, como estudioso de textos históricos y como observador periodístico de la conducta de la gente en la actualidad, que las mujeres son más inclasificables que los hombres. Poseen un instinto antigregario. Una mujer que asiste a una recepción se mortifica si descubre que lleva la misma ropa que otra mujer. Un hombre en cambio, se mortifica si no va vestido como los demás hombres. En todo el mundo se celebran danzas donde todos los hombres se visten igual y cada mujer lleva ropa diferente. Aun los hombres muy inteligentes se sienten incómodos si no son iguales a los demás, al menos en la superficie. En cambio, las mujeres se empeñan en diferenciarse. Los hombres que medran en nuestras ordenadas sociedades son admirados por su "sensatez" y su "confiabilidad". ¿Qué mujer de espíritu ha luchado para ser sensata o de fiar?

Muchas generaciones de servidumbre física no han logrado quebrantar la serena determinación de las mujeres de pensar por sí mismas. Es significativo que la primera risa documentada sea de una mujer. Sara, esposa de Abraham, ríe cínicamente cuando oye que los hombres -Dios, su esposo, dos ángeles de aire masculino- comentan sus planes para que ella tenga un hijo: "Rióse, pues, Sarah entre sí, diciendo: «¿Después de haber envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?»". Los hombres se enfadan cuando la oyen reír. Pero esto no ha impedido que las mujeres se rieran a espaldas de los hombres desde entonces, ni siquiera -quizá todo lo contrario- en sociedades muy controladas y ultramasculinas, como la japonesa. Esta risa femenina comenzó a aflorar en tiempos de Jane Austen, y hoy asoma por todas partes. Pero, en el preciso instante en que las mujeres tienen la oportunidad de desempeñar abiertamente su papel individualista, acuden las feministas totalitarias con planes para transformarlas en zombis progresistas.

Pero no funcionará. El genio de la mujer ha salido de la botella. La merienda pekinesa terminará como merece, a picotazos, bajo la carcajada despectiva de las mujeres que no están allí.

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