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Una década gris sin melodías

Estamos viviendo en los grises años 90. El gris llueve sin cesar de la estratosfera, envolviendo los cinco continentes en su turbia suciedad, empañando el color, matando el resplandor, extinguiendo la aventura. Cientos de millones están desocupados, los bancos no dan préstamos, los grandes derrochones procuran pasar inadvertidos, Trump está mudo, Maxwell muerto, Bond liquidado, Maggie y lord King en desbandada fuga, la reina se pregunta de dónde vendrá su próximo yate y su hija se muda a un apartamento de Dolphin Square. El comunismo está extinguido, el capitalismo no se siente tan bien, Rusia es un agujero negro. Estados Unidos está arruinado, el telón ha caído sobre la utopía sueca del Estado de bienestar, el ideal europeo está sepultado en una tumba de burocracia y corrupción, el corazón de África ha vuelto a las tinieblas, hasta los japoneses se están parapetando.

La fregona de Bill Clinton se ha puesto mucho más gris desde que inició su gestión, mientras se acomoda en su monotonía. Celebra su primera "sesión de desarrollo de recursos humanos" con su personal en Camp David, para intercambiar confesiones sobre sus ineptitudes. El presidente admite que "cuando tenía cinco o seis años era gordo y los demás niños se burlaban de él". Su secretaria de Servicios Humanos, Donna Shalala, sostiene que era "divertido". Nuestro propio hombre monocromo, John Major, proclama hasta el hartazgo su carácter anodino. Como señaló una dama: "Lamento que lo de Clare Latimer no fuera verdad. Es la primera cosa interesante que he oído decir de él". Tocando otra nota gris, el caído ministro de Artes, David Millor, arguye que el episodio De Sancha demuestra que se parece a Palmerston y Gladstone. Pero no le creemos.

Hasta nuestros hijos se educan para crecer en un mundo gris donde todos son iguales, nadie es gordo, delgado, alto, menudo, inteligente, estúpido, pobre, privilegiado, bueno, malo, rubio, moreno, negro, blanco, afortunado, infeliz o especial. Los dibujos animados son "no personas", los cerdos son "no limpios", y se deben urdir historias acerca de gigantes pequeños de buen temperamento, enanos enormes dotados de conciencia social, brujas benévolas, ogros simpáticos y hadas que no vuelan sino que cogen el autobús para ir a trabajar como todo el mundo.

Mirando desde esta década grisácea, no se entiende por qué el fin del siglo pasado se llamaba "los alegres 90". Eran tiempos difíciles, con bancos en apuros y gran cantidad de desempleados. William Booth publicó In Darkest England (En la Inglaterra negra), por si alguien pensaba que no existía. Allende el Atlántico, el autor neoyorquino Jacob Riis escribió un tratado igualmente sensacionalista, sobre "cómo vive la otra mitad". Era una década en que los jóvenes idealistas universitarios de la clase media alta fundaban misiones en el East End, cuando Hardy, Zola y Gissing propagaban la depresión literaria. La nota de alegría debía estar en el music-hall y el bal dansant, pero las pinturas de Sickert donde Katie Lawrence actúa en el Hungerford Palace of Varieties de Gatti evocan, en todo caso, una sórdida incomodidad, y los carteles de Toulouse-Lautrec, iniciados en 1891, no muestran a La Goulue, Yvette Guibert, Jean Avril y May Belfort entregándose al Elíseo sino a la tuberculosis, el envenenamiento por ajenjo, y la parálisis general de la locura. Es verdad que en 1892 una tal Lottie Collins tuvo gran éxito en Londres tarareando la nueva marcha nupcial. ¿Pero qué significaba esa alegre melodía? ¿Qué explosión de alegría, qué ruidosa insinuación de júbilo anunciaba Lottie? El año anterior, cuando Lautrec terminaba sus primeras litografías teatrales, Sherlock Holmes y el doctor Watson hacían su primera aparición. Pero cuando subían a su carruaje para dirigirse a la estación de London Bridge, no pensaban en parrandas sino en caos, asesinato y espantosas conspiraciones. ¿Dónde estaba la alegría? Hasta los gayos gays lo pasaban mal: en 1893 Tchaikovsky, sobre quien circulaban rumores, murió convenientemente al beber agua infectada, y un par de años después Osear Wilde fue a la cárcel.

Sospecho que la década de 1890 no era estimulante por falta de pobreza, horror, crimen y desesperación, sino por la sensación residual de que uno podía alejarse impulsivamente de todo. Mi padre de doce años, infeliz con sus padrastros, escapó al mar, algo que aún se podía hacer entonces, y navegó por todo el mundo. Los espacios abiertos aún eran vastos. Me contó que al llegar a Nueva York se sentó en un taburete en un bar que anunciaba "comidas gratuitas" y le sirvieron guisado de carne. «¿Qué bebes, hijo?». «No bebo». El tabernero comentó: «Caray, que me cuelguen». En esa década, tres mil inmigrantes llegaban tan sólo a Nueva York todas las semanas; iban a las casas de vecinos del Lower East Side, que tenían la densidad más alta registrada en la Historia; pero según la media no se quedaban allí más de dos meses. Luego se mudaban a la prosperidad y la felicidad, real o imaginaria. Cuando se inició la década, la frontera aún no estaba cerrada, los sioux aún combatían, y se podía encontrar oro en Cripple Creek, Colorado, por no mencionar el Yukón. En los otros extremos del mundo, los pioneros entraban en el Rand y Rodesia, unos pocos empezaban a explorar el Happy Valley de Kenia, y Melbourne tenía el estándar de vida más alto del mundo.

Hoy nuestro planeta es gris no sólo por la recesión sino por la sensación de que no hay otra salida. No hay otro sitio adonde ir, u otro lugar que no sea igual; peor aún, Shangri-La ha desaparecido bajo una pila de revistas lujosas. Katmandú está superpoblado. Hay latas vacías en la cima del Everest y en el Polo Norte. California es un sumidero. La Riviera está manchada de loción solar y apesta a gasolina. Si huimos de Londres, nos topamos con las oleadas de delitos de Cheltenham, Maidstone o Taunton. Una casa de Cotswok puede sufrir robos tanto como una terraza de Kensington o Camder Town. Los punks están arruinando Brecon Beacons y Mendips. Bath está infestada de hediondos crusties, gente que honra a quienes han pasado más tiempo sin bañarse. Sabemos que no hay nada al final del arco iris: todos han estado allí para verlo. El mundo se ha convertido en un gigantesco tiempo compartido que se dirige directamente a la bancarrota. Presidente Clinton, le presento al primer ministro Major. Hillary, le presento a Norma. Si todo lo demás escasea, hay días grises en abundancia y todos tendrán su parte.

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