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El Shangri-La de la reina
La semana pasada me llamó la atención que el Times anunciara que el lugar favorito de la reina en todo el mundo es el Hodder Valley de Lancashire, y que preferiría terminar sus días allí. Esto me sorprendió e intrigó. Me sorprendió porque nunca me había considerado una persona con gustos similares a la reina. Soy un inglés medio, que no tiene interés en la pompa, las carreras ceremoniales, los caballos o, desde la muerte de mi inolvidable Parker, los perros. Pero lo cierto es que el Hodder Valley es también mi lugar predilecto. Es improbable que me retire allí, pues mi esposa Marigold es una londinense que cree que la civilización empieza a derrumbarse hacia el norte de Watford. En la única ocasión en que la llevé al Hodder Valley me dijo: "Ignoraba que un lugar pudiera ser tan gélido". Así que no terminaré mis días allí. Tampoco, llegado el caso, lo hará la reina. El duque se encargará de ello. Pero ambos podemos tener nuestros sueños. Es nuestro terruño.
Es el mío en dos sentidos. Cuando la gente me pregunta de dónde soy respondo que nací en Manchester, pero que hay partes de mi familia cuyo origen se halla en la cuenca de Bowland. Nadie sabe dónde está. El bosque de Bowland -bosque en el sentido de que antaño era un coto protegido para los ciervos y hay algunos árboles- es una vastedad agreste y romántica en los Pennines occidentales, unos kilómetros al este de lugares como Morecambe y Lancaster. Pocas personas van allí. ¿A qué irían? No hay nada que hacer, excepto caminar y escuchar el silencio y el canto de los pardos riachuelos y los arrebatadores trinos de las aves del brezal. El Hodder tiene su fuente en el extremo norte del bosque, detrás de Wolfhole Crag, tuerce hacia el este, atraviesa una pequeña aldea de montaña llamada Staidburn, enfila al sur a lo largo de una carretera romana, y al fin choca contra un majestuoso risco llamado Longridge Fell y lo circunnavega. Luego se precipita en un valle apacible, se une a un plácido arroyo llamado Ribble y desemboca en el mar en Preston.
Esta campiña me resulta familiar porque la recorrí y la pinté durante muchos años cuando estaba en la escuela. Stonyhurst es una majestuosa casa de estilo isabelino-jacobino coronada por torres gemelas donde se yerguen montaraces águilas doradas. Fue construida por caballeros católicos que nunca permitieron que los sureños avasallaran su fe. En 1794 entregaron la casa a los jesuítas, a quienes malvadas leyes penales habían obligado a educar a los hijos de la nobleza rural papista en el exterior. No es del todo cierto que ningún protestante haya pisado ese lugar. Cromwell sentó sus reales allí poco antes de la sanguinaria batalla de Preston, pero en mis tiempos era difícil encontrar un protestante en diez kilómetros a la redonda. La escuela estaba en las cuestas de Longridge Fell, y los tramos finales del Hodder corrían a nuestros pies. Pasé allí los años 1940-47 y disfruté cada minuto. Dicen que las escuelas jesuítas eran rigurosas en esos tiempos, y es verdad que los muchachos más débiles se quejaban un poco. Gerard Manley Hopkins también fue infeliz allí, pero para mí fue un paraíso.
El Hodder es un río tan tétrico como jovial, según el tiempo. En los días soleados ruge estrepitosamente en rápidos y cataratas, chocando contra inmensas rocas color chocolate, proyectando su espuma irisada, y creando Niágaras en miniatura y profundos remansos a sus pies. Estos parajes son ideales para bañarse, con caídas de agua a granel y honduras de cinco brazas para zambullirse. En verano las grandes festividades eclesiásticas se celebraban con lo que llamábamos Buenos Días, en que llevábamos meriendas al Hodder, encendíamos crepitantes fogatas y freíamos salchichas y tocino en sus orillas antes de zambullirnos en sus heladas aguas. Estas cataratas provocaban frío y magulladuras, y supongo que eran peligrosas, pero eran muy atractivas y no nos importaba. En aquellos tiempos los niños no eran mimados ni protegidos por asistentes sociales y legisladores. Sabíamos que los jesuítas nos amaban y debían responder ante Dios por nuestro bienestar. Confiábamos en ellos y ellos nos permitían disfrutar de ese terreno agreste y merodear por los páramos donde, hasta poco tiempo atrás, había habido lobos y gatos monteses.
Más allá del fecundo valle donde el Hodder se une con el Ribble había algo que no era una montaña, sino lo que el doctor Johnson habría llamado una "protuberancia considerable", conocida como Pendle Hill. Es un lugar mágico y es atinadamente el eje de la novela Las brujas de Lancashire (1848) de Harrison Aisnworth, que está ambientada en esta comarca y describe las derruidas moradas de antiguos notables católicos, como Houghton Hall. Creo que he dibujado Pendle Hill en acuarela tantas veces como Cézanne pintó el monte Ste. Victoire. Tiene un perfil osmótico y elusivo, como el Matterhorn, difícil de reproducir. Es misterioso porque, cuando uno lo escala, la monumental falda de la colina se disuelve súbitamente en campos llanos y uno nunca llega a la cima. Pero cuando estamos en su punto más alto, se extiende a nuestros pies el norte del Lancashire, ese brumoso y frío mundo de persecución, sufrimiento y fidelidad, de escondrijos de sacerdotes y ejecuciones al amanecer, de misas furtivas celebradas en sótanos y altillos, del secreto aroma del infierno y el cascabeleo ahogado de la campanilla de la comunión, del acecho constante del potro y la horca. Y la plateada cinta del Hodder, para mí el río más bendito, atraviesa ese mundo. Tal vez sea sorprendente que la reina de Inglaterra, figura suprema de la Iglesia Anglicana y, supongo, la mayor dirigente secular protestante del mundo, desee vivir allí mientras se prepara para encontrarse con su Dios. Pero a mi entender su instinto es atinado, y es posible que en ese ameno valle una luz celestial ilumine sus pensamientos para guiarla de vuelta a la fe verdadera.
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