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La batalla por Dios frente al milenio
Uno de los aspectos más fascinantes de la Historia abarca menos las cosas que ocurren que las cosas que obstinadamente se niegan a ocurrir. Fuerzas aparentemente irresistibles se detienen. Tendencias poderosas se evaporan. Reliquias derruidas sobreviven. Los hombres de ayer siguen su camino. El gran no-acontecimento del siglo veinte fue la Muerte de Dios. Los intelectuales de fin de siglo no coincidían con Nietzsche en su afirmación de que Dios había muerto, pero confiaban en que habría muerto para el año 2000. Durante el siglo diecinueve suponían que la creencia en Dios desaparecería de Occidente y que sólo las sociedades retrógradas conservarían la superstición religiosa. Pero aquí estamos, al cabo de lo que presuntamente era el primer siglo de ateísmo, con Dios vivito y coleando y reinando en el corazón de miles de millones de personas en todo el mundo. En parte como consecuencia del crecimiento de la población, hoy hay más creyentes que en 1909. Sin duda también hay más agnósticos, pero no más ateos. La cantidad de gente que está dispuesta a declarar sin rodeos que no hay Dios ha4eclinado desde el auge del ateísmo organizado de la década de 1880. Es típico de la universidad de Oxford, reducto de causas perdidas, que acabe de designar a Richard Dawkins como primer profesor de Ateísmo.
En realidad, a fines del siglo veinte, las perspectivas para Dios son excelentes. Podría terminar por ser Su siglo. En el siglo diecinueve adorábamos el Progreso. Era real, visible, rápido y benéfico. Pero se detuvo bruscamente en la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. La raza humana entendió que el Progreso la había decepcionado. Se volcó a la Ideología: comunismo, fascismo, freudismo y sistemas de creencias aún más oscuros. El siglo veinte fue la Era de la Ideología, tal como el siglo diecinueve fue la Era del Progreso. Pero la Ideología también defraudó a sus simpatizantes y se derrumbó a comienzos de los 90. Una cosa que la Historia enseña acerca de los seres humanos es que no les agrada no creer en nada. Un vacío de creencias es aborrecible. Es posible que Dios, que debió luchar para sobrevivir en el siglo veinte, llene el vacío en el veintiuno y así se convierta en el heredero residual de esos titanes muertos, el Progreso y la Ideología.
He pensado en esta perspectiva porque estoy a punto de publicar un pequeño volumen sobre Dios. The Quest for God: A Personal Pilgrimage, En busca de Dios, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1996, no es primordialmente una obra piadosa. Es una indagación, y no del todo lograda, como soy el primero en admitir. La escribí para satisfacer lo que considero una necesidad común. Cuando la conversación se encauza hacia nuestras creencias actuales, pregunto a la gente si cree en Dios y la respuesta suele ser sí. Pero si insisto y pregunto qué quieren decir con eso, no hay respuesta, o bien desechan la pregunta con una broma: "Aguas profundas, Watson" o "Requiero esa pregunta por escrito". La gente no quiere decir "No sé" o admitir que ha postergado la reflexión sobre lo que significa Dios o la aceptación de Su existencia. Se niega a pensar en Dios, así como preferiría no pensar en la muerte, y menos en la propia. Y aunque trate de pensar en Dios, no sabe cómo hacerlo. Así que decidí escribir un libro, ordenando mis ideas sobre Dios, con la esperanza de que su lectura ayudara a otros a ordenar las suyas propias. Abarco la mayoría de los temas dificultosos, tales como: quién es Dios, por qué creó el universo, cómo lo administra -si lo administra- y por qué permite el florecimiento del mal. Hablo de los animales, su posible alma, la Tierra y su futuro, y la probabilidad de que haya vida en otros mundos y cómo esto afectaría nuestra noción de Dios. Analizo las Cuatro Cosas Finales: la muerte, el juicio, el infierno y el cielo, y por último la plegaria, el tema más importante, ya que es nuestro modo de comunicarnos con este misterioso Ser.
Escribir el libro me resultó más difícil de lo que imaginaba porque descubrí zonas de ignorancia y honduras de incertidumbre en mi interior. Creía tener la mayoría de las respuestas y descubrí que tenía muy pocas, y tuve que pensarlo todo de nuevo y leer mucho. Pero me alegra haber hecho el esfuerzo porque ahora tengo las cosas mucho más claras. También soy más fuerte en mi fe y, sobre todo, me deleita saber que a través de las vicisitudes de seis décadas he logrado mantener casi intactas las creencias que me inculcaron mis padres. La fe en un Dios justo y todopoderoso es el mayor de los regalos. Aunque deseemos nacer apuestos, ricos, inteligentes o seductores, la fe es un legado más valioso que cualquiera de estos dones. Y cuando estoy en Londres durante el fin de semana, voy a la misa de once de los frailes carmelitas de Kensington Church Street. Es una misa cantada en latín, con una sencilla homilía, y toda la grey toma la comunión: el catolicismo en su mejor y más grata expresión. Después bebo café con mi vieja amiga y colega, la historiadora Antonia Fraser. Con frecuencia nos decimos: "Qué afortunados somos de ser católicos y tener acceso a esta singular nutrición espiritual". Parece complacencia pero no es tal, sino humilde gratitud. Nuestra fe es una armadura que, merezcámosla o no, es una maravillosa protección contra las piedras y dardos del mundo. Dentro de ella nos sentimos seguros, confortables, privilegiados.
Me gustaría que todos los seres humanos tuvieran una prenda similar. No hago proselitismo, pero ruego por la conversión de los que amo y de todo el mundo. Y estoy dispuesto a enfrentarme en un debate justo con los paladines del otro bando. Si Richard Dawkins quiere discutir conmigo sobre la existencia de Dios, en el canal 4, en BBC 2, en Radio 3 o en cualquier otro foro público, estoy dispuesto. Son aguas profundas, Watson -como decía Sherlock Holmes-, pero todos debemos zambullirnos en ellas tarde o temprano. Sospecho que, al aproximarse el milenio, el fermento religioso que ya ha comenzado se elevará. La mayoría de las evocaciones religiosas, como el Great Awakening de las colonias americanas en el siglo dieciocho, surgen de las honduras de la sociedad. El cristianismo comenzó como una religión de los pobres, las mujeres, los desposeídos y los descastados. Tal vez esto se repita, pero tengo la corazonada de que renacerá -al menos en este país- entre las clases altas, y entre los intelectuales y educados. A mi juicio, nos aguarda una época estimulante en los próximos años, en el alba de un siglo en que quizá Dios recobre su terreno. La batalla será enconada, y si puedo, estaré en primera línea.
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