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Laico, es decir, cristiano

Hace un año, el 22 de febrero de 2005, moría en Milán un sacerdote de 82 años llamado Luigi Giussani. Era el hombre que había iniciado el movimiento de Comunión y Liberación, una de las realidades más atractivas y significativas de la Iglesia católica actual. Horas después todos los diarios italianos, las radios y las cadenas de televisión daban la noticia y dedicarían durante tres o cuatro días amplio espacio para comentar la vida y la obra de este hombre. Más de 50.000 personas iban a pasar, durante dos días, en una procesión ininterrumpida por su capilla ardiente. El Papa Juan Pablo II, postrado en la camilla que le llevaría por última vez al hospital Gemelli, firmaba esa misma mañana el mensaje que iba a leerse en el funeral celebrado en la catedral de Milán dos días después. Y nombraba al entonces cardenal Ratzinger delegado pontificio para esa celebración. En las páginas de los periódicos, las tertulias radiofónicas y los programas de mayor audiencia televisiva, así como en la capilla ardiente y en el funeral, personajes de toda ideología y condición, desde el presidente de la República italiana, los presidentes del Gobierno, del Congreso y del Senado y los dirigentes de los principales partidos en el poder y en la oposición, hasta científicos, artistas, médicos, empresarios, trabajadores asalariados y amas de casa, daban testimonio del impacto personal que Giussani había tenido en sus vidas y, a través de ellas, en la vida pública italiana. ¿Por qué un simple sacerdote convocaba de ese modo a toda Italia, del mismo modo que Juan Pablo II iba a convocar al mundo en torno a su féretro mes y medio más tarde? ¿Cuál era el secreto?

Todos los que han tenido la oportunidad de frecuentar personalmente a Luigi Giussani durante la segunda mitad del siglo XX, pero también quienes se cruzaron en su vida casualmente, han reconocido en él una capacidad fuera de lo común de suscitar interés, una invitación a confrontarse seriamente con su propuesta de vida que no dejaba indiferente a nadie. Incluso más allá de las mismas palabras que decía, solamente con su modo de entrar en relación con el otro. Con él la experiencia empezaba ya al «mirarle hablar», antes aún de comprender. Con aquella voz ronca que a veces, empujada por el brillo de una idea, se alzaba en tonos agudos, Giussani sabía tomar las palabras cansinas de la tradición y revolverlas, revitalizarlas. Con la necesidad de encontrar una forma expresiva al pensamiento, tomaba las palabras habituales del asociacionismo católico de entonces, insuflándoles nueva vida. Términos como experiencia, acontecimiento, destino, asumían en su lenguaje un valor nuevo y potente. La exigencia de proyectar su pensamiento le llevaba a menudo a acudir a las palabras de los poetas, a poner un adjetivo antes del sustantivo, a sintetizar en una imagen el sentido de un razonamiento.

El carisma de Giussani tenía un temperamento lingüístico tan fuerte, que saltaba incluso de la página escrita. Sin esta personalidad tan rica, poética en el sentido de generativa, sería imposible dar cuenta de algunos rasgos de su obra educativa absolutamente notables, aun desde el punto de vista de la simple observación sociológica: haber educado a generaciones de jóvenes en el amor por la música clásica o la poesía, haberles educado en una capacidad de trabajo y dedicación al bien común en un momento en que sus contemporáneos huyen de las responsabilidades, o haberles apasionado a la política en una época en la que domina la violencia. Y todo ello en nombre de la presencia de Jesús en la historia, porque «camina el hombre cuando sabe bien adónde ir», por decirlo con el «atrevimiento ingenuo» de una de las canciones que han hecho historia en Comunión y Liberación. Sin referirse a esta concepción sería imposible explicarse -y para muchos críticos de Giussani lo ha sido- la imponente mole de trabajo caritativo, social (desde la enseñanza a las obras asistenciales) y económico (de las cooperativas a las empresas más variadas) que, en la trama asociativa de la Compañía de las Obras, reúne actualmente la creatividad social del movimiento. Por no hablar del compromiso directo, nunca demonizado de forma moralista, como resulta hoy tan corriente en medios cristianos, con la política. Es natural que una personalidad así, irreductible a un esquema sociológico o eclesial, fuera un estorbo para muchos, desde los ideológicos años 60 a los violentos del decenio posterior y los nihilistas y relativistas de esta hora. Es natural que suscitara también cierta incomprensión en algunos sectores de la Iglesia. Además, Luigi Giussani nunca ocultó sus juicios.

Escritos hace más de veinte años, sus análisis sintéticos recogidos en el libro «El sentido de Dios y el hombre moderno», sobre el extravío existencial y, por ello, también social, de la antigua cristiandad europea, suenan hoy a dramática actualidad.

Es significativo que como nota final en ese breve volumen Giussani quisiera poner los versos de Juan Ramón Jiménez: «Ahora es verdad / pero ha sido tan falso /que sigue siendo imposible». Seguidos por estas pocas palabras: «Cuando uno intuye el hecho cristiano como algo verdadero, le entra de nuevo el coraje de volver a sentirlo posible, a pesar de las imágenes negativas alimentadas por las formas estrechas en las que se había traducido en su vida y en la vida de la sociedad». El sentido de un acontecimiento, algo que sucede y que toca las fibras más decisivas del corazón humano, que implica la libertad y el trabajo de los hombres. No un proyecto. Este es el sentido del cristianismo como experiencia que Giussani ha propuesto, a sí mismo y a todos.

Tanto, que en la carta dirigida al Papa con ocasión del 50 aniversario de CL, en octubre de 2004, echando la mirada atrás al sentido del camino recorrido, Giussani pudo escribir: «No solamente nunca tuve la intención de fundar nada, sino que considero que el genio del movimiento que he visto nacer es el haber sentido la urgencia de proclamar la necesidad de retornar a los aspectos elementales del cristianismo, es decir, a la pasión por el hecho cristiano como tal en sus elementos originales, y basta».

En este momento hay decenas de miles de hombres y mujeres en más de setenta países del mundo que siguen, con mayor o menor torpeza y fidelidad, el modo apasionado de entender y vivir el cristianismo que este hombre vivió y propuso a lo largo de su vida. Un hombre laico, es decir, cristiano.

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