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Violencia juvenil

La juventud es noticia de manera recurrente y preocupante. Desde hace años inquieta el consumo de droga y alcohol entre jóvenes y adolescentes, así como la precocidad y promiscuidad de su actividad sexual y la presencia entre ellos de algunos trastornos psicológicos y de conductas adictivas de diversa índole; también vienen preocupando -al menos entre los especialistas- las consecuencias negativas del horario y las costumbres de la llamada movida juvenil.

Más recientemente, la intranquilidad procede de un nuevo ámbito: los comportamientos violentos que protagonizan con creciente frecuencia jóvenes y adolescentes. En noviembre pasado fue noticia el significativo aumento de la afición pirómana de los adolescentes franceses. En España cada vez son más frecuentes los actos violentos protagonizados por jóvenes, que pueden ir desde el asesinato frío y despiadado de una indigente o de otro joven hasta los persistentes episodios de peleas en ambientes de movida, pasando por exhibiciones de gamberrismo -quema de mobiliario urbano- y ataques a pacíficos ciudadanos. También hay que incluir en la nómina de lo violento el acoso escolar. Aparte, con unas características algo diferentes, se encuentra el fenómeno de las pandillas violentas -'maras'- importadas de Sudamérica.

El fenómeno, triste de por sí, posee como agravante el hecho de tener lugar en un momento en el que los recursos educativos -al menos desde el punto de vista económico- se mueven en unas cifras impensables hace unas décadas y en el que los avances pedagógicos alcanzan unas cotas de desarrollo desconocidas hasta la fecha. No hay que olvidar, por otra parte, que el contexto en el que aumenta la conflictividad juvenil es el de la universalización de la escolaridad como promesa de una sociedad más justa y solidaria. Finalmente, resulta descorazonador del todo advertir que la creciente violencia ejercida por los jóvenes acontece, precisamente, cuando la obsesión de las élites intelectuales y políticas es educar en la tolerancia, el respeto a lo diferente y la solidaridad y, por tanto, la formación de buenos y ejemplares ciudadanos. El contraste entre, por una parte, los ideales educativos y medios disponibles y, por otra, los logros en la transmisión de los valores que se consideran fundamentales para la sociedad es bochornoso: asistimos a un fracaso social en toda regla.

El incremento de la violencia juvenil manifiesta sin tapujos que muchos jóvenes experimentan un profundo malestar. Se impone, entonces, la necesidad de indagar en sus causas. Algunos especialistas han señalado, sobre todo, las deficiencias psicológicas presentes en muchos jóvenes; entre otras, la prolongación en el tiempo de la etapa de adolescencia, debido a la dificultad que encuentran para comprometer el futuro, es decir, para adquirir compromisos que, ineludiblemente, requieren hacer más o menos definitivas unas posibilidades frente a otras. Esto trae consigo el aprecio por las 'experiencias', que es la manera de vivir el tiempo como puro presente, y la dificultad para construir una identidad personal.

Así se explicaría, por ejemplo, la dificultad creciente entre los jóvenes para articular una personalidad coherente, fundada en la toma responsable de decisiones y en la adquisición de compromisos, consigo mismo y con los demás. La provisionalidad en que se instalan muchos jóvenes fomenta la impulsividad y la tendencia a la evasión ante los problemas que plantea la vida, lo cual contribuye a que el ocio y la diversión adquieran un desmedido protagonismo, que acaba por sustituir la pregunta acerca del sentido de su existencia. La ausencia de interioridad les vuelca en una actividad no comprometida ni exigente y, en ocasiones, violenta.

Con estas observaciones sólo pretendo justificar una doble reflexión. La primera es que el legítimo e ineludible empeño de la sociedad de formar buenos ciudadanos no puede plantearse al margen de los problemas que experimentan los jóvenes, y que la educación -entendida como transmisión de valores- está llamada al fracaso si se plantea exclusivamente como una herramienta para garantizar la paz social, merced al desarrollo de la dimensión ciudadana de los jóvenes. La sociedad fracasa en su empeño educativo cuando prioriza la formación de buenos ciudadanos frente al objetivo de desarrollar personalidades equilibradas y maduras. Está claro que ambos aspectos han de estar presentes en la acción educativa y que no existe contraposición entre ellos. Pero mi impresión es que en las sociedades desarrolladas estamos intentando desarrollar lo primero sin dar solución a lo segundo.

La otra reflexión que deseo realizar es que la dificultad que encuentran muchos jóvenes para desarrollar una personalidad integrada tiene profundas raíces culturales, es decir, sociales. El hecho es que el esfuerzo de padres, educadores y responsables políticos da la impresión de estrellarse una y otra vez contra un muro resistente e inexpugnable. Algo de eso, efectivamente, ocurre.

El medio en el que crecen las jóvenes generaciones resulta extremadamente contradictorio y anti-educativo. En efecto, muchos patrones culturales negativos -el darwinismo social de un mundo extremadamente competitivo, el desprecio práctico de los débiles, la fragilidad de las relaciones familiares, el acendrado individualismo, su marcado hedonismo, por ejemplo- conviven con los sublimes discursos sobre la solidaridad, la tolerancia, etcétera, con los que los adultos adornamos nuestro sueño de un mundo ideal. La tozuda realidad es que la sociedad que hemos creado se encuentra marcada a fuego por el cálculo egoísta, la ligereza y la exaltación del placer. Ese mundo contradictorio -alimentado por una poderosísima industria del ocio que les chupa la sangre del espíritu y los reduce a imprescindibles consumidores de una exitosa cuenta de resultados- es el que perciben los jóvenes, fuera de su marco escolar o familiar en el que, si tienen suerte, escuchan hermosas palabras sobre no se sabe muy bien qué.

Podemos lamentarnos una y otra vez sobre la creciente violencia de los jóvenes. La ingenuidad consiste en pensar que estas cosas se arreglan con el uso combinado de la mano dura y unos adecuados 'programas' educativos elaborados por sesudos expertos. Lo realista es pensar que los jóvenes tendrán menos problemas, estarán más satisfechos y serán ciudadanos responsables y comprometidos, cuando seamos capaces de configurar una sociedad que se aproxime un poco más a lo que nos gustaría que fuese. Esa es nuestra responsabilidad, no la de ellos.

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