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Los cripto-nada
Si he entendido bien a los expertos, parece que los redactores de la llamada Constitución europea no han querido hacer mención del papel del cristianismo, ni de ningún otro antecedente identificador de lo que por Europa entendemos, porque ello podría herir a gentes de otras culturas, y generar así revuelos y problemas. Y puede entenderse una tal practicidad, aunque resulta más bien de muy cortos alcances para una Europa que pretende aparecer como un gran invento político, porque lo que se comprueba con ello es que tal practicidad revela de manera palmaria el reconocimiento de una incapacidad total para la tolerancia real por parte de esta modernidad reinante.
Ciertamente, en el pasado ya hubo dos grandes inventos para obviar una incapacidad parecida; uno de ellos, el que pudiéramos llamar doméstico y circunstancial, o ad usum delphini, se aplicaba ya en el siglo XVII en relación con las princesas, y muchachas de la nobleza, casaderas, que no eran educadas en ninguna religión, o, para ser más exactos en ninguna de las denominaciones cristianas específicas, hasta que estuviesen formalmente comprometidas para poder saber a ciencia cierta la confesión religiosa del esposo. Y el otro invento, de más pretensión y alcance sin duda, porque se trataba de algo parecido a una reforma filosófico-teológica, consistió en algo así como neutralizar la concepción misma de la Divinidad, en nombre de la cual, y bajo ésta o la otra confesionalidad, los beligerantes de las guerras llamadas de religión habían cometido toda serie de horrores. Al quedar por encima y al margen de las distintas denominaciones confesionales, tal constructo de un Dios por consenso, sería aceptable para todos, nadie guerrearía en su nombre, y de paso resultaba muy útil para otros aspectos de la gobernación de los pueblos.
Las consecuencias de tal invento se revelarían enseguida, sin embargo, como todo un desastre, como suele suceder en el caso de todos los constructos abstractos tomados como si fueran realidades, e impuestos a la realidad; pero, ahora mismo, siguen vigiendo. Se sigue proponiendo, en efecto, como el ideal de la paz universal la desaparición de todas las religiones -con especial hincapié en la cristiana, y con la curiosa excepción del Islam- que serían el único factor de discordia y guerras entre los seres humanos. Y, en cualquier caso, todo el mundo debería disimular su fe -desde luego si se trata del cristianismo, y curiosamente también con excepción de los islámicos-, en honor de algo que se llama tolerancia, y que sólo sería posible si nos presentamos como siendo ni carne ni pescado, indiferenciables y neutros; sin color ni sabor, ni etcéteras.
Pero la tolerancia consiste precisamente en una decisión intelectual y moral de aceptación del otro tal y como es, y en la aceptación de nosotros mismos, por parte de ese otro, tal y como somos. Esto es, a tenor de la etimología misma de la palabra tolerancia, que es la de llevar la carga de la diferencia de otro ser humano, y el que el otro lleve nuestra propia carga de diferencia, porque los dos nos reconocemos como hombres, que es un valor sustancial y superior que integra toda diferencia en la humanidad común, pero ni la niega ni la disimula. Sólo la modernidad entiende ahora que la tolerancia sólo es posible si se reniega o se disimula la identidad de los diferentes; y asistimos a también muy curiosas discusiones escolásticas sobre si Turquía podría integrarse en un bloque europeo, o, como en el caso de la Constitución europea, a una operación de camuflaje a ojos vistas; y, por lo tanto, absolutamente disparatado, y entre cómico y patético. Y, en primer lugar, porque todo el mundo sabe cuál ha sido el pasado de Europa, pero también el presente, su condición post-cristiana y post-todo. En perpetuo estado de espera y seguridad de que USA la saque las castañas del fuego cuando éstas quemen.
No sé si acertamos a imaginar siquiera la perplejidad de los hombres del pasado si pudiesen comprobar que, ahora, necesitamos trasvestirnos para cualquier tipo de acuerdo con quienes son diferentes; y no es caso de saquear la historia, porque lo que no encontraríamos sería ni un solo caso en el que para la guerra y la paz, el comercio o cualquiera otra empresa de la vida pública o privada hubiera que trasvestirse. Aunque no dejaría de tener su color recordar, por ejemplo que el odio de los franceses a España, en tiempos de Richelieu, era mayor que lo que separaba a esos catolicones franceses, de los luteranos, pero desde luego ni franceses ni luteranos disimularon lo que era cada cual para unirse contra España. Algunos reyes cristianos españoles, se aliaron con moros para luchar contra otro rey cristiano, y otros reyes moros se aliaron con cristianos para luchar contra otro rey moro, y nadie tenía que disimular lo que era. ¿Para que volver a evocar siquiera la convivencia a la bizantina de judíos, moros, y cristianos, en la España medieval? ¿O para qué recordar igualmente que fue en verdad la sospecha de que judíos e islámicos disimulaban lo que eran, aparentando ser cristianos, la que acabó con esa convivencia? Tal fue la cuestión de los cripto-judios y cripto-islámicos, y, por lo que parece, sería ahora la de los europeos cripto-nada.
Lo más divertido de todo ese asunto es, verdaderamente, que esa Europa cree que no debe recordar lo que ha sido y lo que es, por corrección política, y para no disgustar a nadie; pero ¿acaso no le hará, más bien, a ese otro, recelar del todo el comprobar que esa Europa se traiciona y se reniega a sí misma, lo que por sí sólo aconseja no fiarse del traidor o el renegado? Pero también ocurre, como queda dicho, que el otro, a quien Europa no quiere molestar presentándose como ha sido, sabe que en realidad Europa no es nada de nada, sino un zoco, y entonces debe de extrañarse muchísimo de que confunda la tolerancia con esas contorsiones de asepsia que hace, pudiendo inspirarse tranquilamente, sin ir más allá, en la secular práctica comercial.
Como decía Huxley, el comercio ha hecho por la democracia lo que no ha hecho nadie, simplemente vendiendo jabón y cuidados para la dentadura, y subrayando a ojos vistas la total igualdad humana, rechazada antes en quienes constituían la famosa inmunda plebe. Pero es que el comercio ha hecho, igualmente, lo que nadie por la tolerancia, ya que vende a quien sea lo que sea, sin acepción de personas, y no hay que andar moralizándole al respecto; y ni él ni sus compradores necesitan disimular su historia, su familia, su condición social, su sexo, su color de piel, su nacionalidad ni su religión, o filosofía, ni inteligencia. Un comerciante no sólo sabe y se atiene al viejo refrán mercantil de que el cliente siempre tiene razón tal y como es, es que ni sentirá la tentación siquiera de despreciar la estupidez de su cliente. ¿Sentiría vergüenza Europa de su condición de comerciante?
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