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Urge una «liga de antidifamación católica»

En septiembre de 2002 señalaba en el «Corriere della Sera» los errores históricos y las mentiras de una película inglesa, «Las hermanas de la Magdalena», proyectada aposta para dar una imagen odiosa de la educacion católica (quien quiera leerlo o releerlo, puede encontrarlo en el sitio de internet www.vittoriomessori.it).

Viendo al público aplaudir al término de la proyección de aquel cúmulo de calumnias me di cuenta de que la culpa no era suya, sino de la falta de información, una información que nadie se había preocupado de darles. No sabían cómo ocurrieron de verdad las cosas en aquellas cárceles femeninas de la Irlanda de los años cincuenta, dependientes del Estado y gestionadas por monjas; tomaron por verdadera la tendenciosidad del director y por «valiente denuncia» la típica perspectiva del típico ex seminarista que decide vengarse de su pasado. Por tanto, su aplauso era justificado, creían que habían visto una historia verdadera. Confirmé entonces -así lo escribí en el periódico- que el catolicismo necesita hoy más que nunca de una «Antidefamation League» (Liga de Antidifamación) a imagen y semejanza de la (a menudo implacable) «League» que tienen los judíos desde hace tanto tiempo.

No tengo la tentación, faltaría más, de coartar o intimidar la libertad de expresión de nadie, pero sí una «tolerancia cero» ante las mentiras, las imprecisiones interesadas, los errores de hecho. Debemos contrastar, por tanto, no las opiniones, sino las falsedades históricas sobre las cuales se basan demasiado a menudo esas opiniones. Por poner un ejemplo, entre los muchos posibles: a propósito del eterno, aburridisimo «caso Galileo», no podemos dejar de desmentir precisa y rotundamente a quien afirma que Galileo Galilei fue torturado, que fue encarcelado, que se le prohibió trabajar. Y(por citar otro lugar común) quien afirma que las víctimas de la Inquisición fueron millones y otras tantas las que fueron quemadas en la hoguera por brujería, o los homosexuales quemados por orden eclesiástica, debe ser puesto de inmediato ante la realidad de los hechos.

Réplica a la mentira. Es lo que yo, y otros muchos que escriben en éste y otros periódicos, hemos hecho y seguimos haciendo: pero como algo privado, aislado, sin posibilidad de replicar a todo. Lo que necesitaríamos es una estructura. Pero, por favor, no otra burocracia eclesial más, sino algo pequeño, ágil, motivado, informado, en condiciones de replicar (o de hacer replicar) punto por punto a todas las noticias falsas que cada día nos llegan desde los medios de comunicación. ¿Por qué sólo a la Iglesia y su historia pueden ser difamadas sin que nadie intervenga para desmentirlo? La Iglesia católica (a pesar de todo) no carece de historiadores informados, de personas de indudable valor cultural, en condiciones de aclarar, de precisar y de desmentir.

La deseada «Liga» debería servir como instrumento de acuerdo para intervenir en primera persona o, más a menudo, para hacer intervenir oportunamente a la persona adecuada. El «staff» debería estar flanqueado por un equipo de buenos abogados. Porque muchos creen que los desmentidos sobre datos importantes son confiados al buen corazón o a la honestidad de la dirección de los periódicos cuando, en realidad, existen leyes precisas que dan derecho de réplica y establecen la visibilidad con la que los desmentidos deben ser publicados: no es necesario pedir nuevas leyes, se trata de conocer bien y aplicar las que ya existen.

La mentira, cuando es demostrable como tal, no tiene derecho de ciudadanía ni aunque lo pida el legislador estatal. Está claro que, si la estructura tuviera que comenzar en Italia, podría actuar solo a nivel nacional, pero podría servir de ejemplo y de estímulo para la creación de organizaciones parecidas en todos los países. La ganancia no sería solo para los creyentes y para la honorabilidad de la Iglesia, sino para la verdad «tout court», la verdad que es condición indispensable para hacernos libres a todos, también a los no creyentes y a los no cristianos. Y la ganancia sería también para los muchos que siempre escriben y hablan por hablar: saber que alguien vigila e interviene -como nos enseña la «Antidefamation League» judía- inspira prudencia y lleva a informarse mejor. Iniciativa propia. La Iglesia no ha sido nunca -y no lo será, gracias a Dios- como los regímenes comunistas o fascistas de infausta memoria, donde todo venía de lo Alto -el Estado, el partido el Gobierno- y los súbditos obedecían pasivamente. En la Iglesia católica ha estado siempre activo aquel «principio de subsidiariedad» que ahora Europa ha descubierto y que lleva a los individuos a hacer todo lo que puedan hacer solos y que sea útil al bien de la comunidad. ¿Acaso los santos, empezando por aquellos llamados «sociales», han esperado a que se moviese «el Vaticano» para proyectar, fundar, gestionar sus obras extraordinarias? De la jerarquía esperaban sólo la aprobación, o en el peor de los casos, esperaban que no les pusieran trabas (cuando no persecuciones).

Apoyo económico. Por tanto, también la Liga de la que hablo puede -quizá debe- nacer por iniciativa «privada», como obra de un grupo de creyentes. Pero la intervención de la Iglesia puede ser decisiva, al menos en los primeros momentos, para exhortar, aconsejar, y quizá también ayudar económicamente. El voluntariado no basta para una obra de semejante calibre y delicadeza. Desde hace años se oye hablar mucho de un «proyecto cultural» cuyos contenidos concretos escapan a muchos, quizá por su culpa, o quizá por una información demasiado difusa. De ese «proyecto», que me dicen que será costoso, ¿no podría formar parte también la atención a una Roman Catholic Antidefamation League?

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