Ese sentido olvidado
Como muchas fiestas de antaño, el Carnaval no representa hoy lo que significaba en otros tiempos. Lo que actualmente entendemos por carnaval tiene un origen variado y una significación que se pierde en nuestra propia historia. De todas formas, y para ceñirnos a su sentido principal dentro del cristianismo, la palabra 'carnaval' es una expresión latina que significa 'adiós a la carne', e indica los últimos días en que se podía comer carne antes de entrar en la época recogida y austera de la Cuaresma. Tradicionalmente, la celebración del carnaval correspondía al domingo, lunes y martes antes del Miércoles de Ceniza.
Sin embargo, el origen más directo del Carnaval es el de las fiestas romanas en honor de Saturno, las Saturnalias, en las que durante varios días se vivía en una atmósfera de euforia y exaltación, con cierre de los negocios e intercambio de regalos. Se daba libertad a los esclavos y se elegía entre las clases inferiores al rey de los bufones, que gobernaba un mundo al revés, incitando a su séquito a bailar, a divertirse y a disfrazarse de las diversas formas. Se invertían los conceptos: el amo se disfrazaba de esclavo, el hombre de mujer, el libertino de puritano, el viejo de niño. Algo que más tarde se incluirá en los carnavales: la igualdad de las clases a través del disfraz, el concepto subversivo de la fiesta. Todo en aquellos días parecía un mundo al revés, ya que los amos servían a los esclavos, invirtiéndose el orden social.
Muy destacable en el carnaval es el uso de la máscara que tiene un doble aspecto, de ocultamiento y desvelamiento, que está presente en muchos ritos religiosos antiguos. En igualdad con el teatro, que es también una muestra de comunicación anímica y de cambio de personalidad, el carnaval es una manifestación donde se hacen patentes la ficción y la representación. Robert Flacelière explica en su libro 'La vida cotidiana de Grecia', pp. 250-258, que todo lo dramático estaba ligado al culto del dios Dioniso. En su honor se representaron las tragedias. Los agones o certámenes trágicos, tenían lugar en primavera, con ocasión de las llamadas 'Grandes Dionisias', aunque había otras fiestas Dionisíacas de menor importancia hacia diciembre o enero, con el fin de probar el nuevo vino: las 'Leneas' o 'Pequeñas Dionisias', en las que se hacían representaciones de comedias. Pero era en las Grandes Dionisias o Dionisíacas donde se representaban tragedias y, sólo en segundo plano, comedias o dramas satíricos. Estas fiestas se inauguraban con una procesión en la que un sacerdote representaba a Dionisio, montado en un carro-barco, acompañado por un cortejo de flautistas y sátiros. Tras este espectacular inicio, se sucedían varios días de carnavales. Aún en su forma evolucionada, la Tragedia conservó elementos esenciales del ditirambo dionisiaco: el artificio de la transformación, el disfraz y la máscara. El conflicto y la tensión profunda pertenecen al ritual del dios que se apodera de manera diversa de los hombres.
Dentro de la civilización cristiana, el uso de la máscara quedó relegado exclusivamente a los días más permisivos del tiempo de Carnaval. En sí la máscara esconde algo de lo que somos y que ocultamos. Pero también representa lo que deseamos ser. Porque desde otro aspecto podríamos encontrar una relación del Carnaval con el regreso al caos. A través del disfraz podemos ser otro, más allá de los impedimentos personales y sociales. Supone una puerta de escape para dejar pasar energías cuya actividad raras veces llega a mostrarse. Pero hemos de notar que se trata de incluir el caos en un orden y también, a la inversa, el orden en un caos. Pues las fiestas, aunque incontroladas, no son imprevistas, sino un acontecimiento con un principio y un fin fijados de antemano.
En la actualidad, el sentido del Carnaval hay que buscarlo en la liberación de ciertas tendencias, de modo que se vuelvan inofensivas al darle ocasión para manifestarse. Desde la perspectiva de nuestro tiempo, es una muestra más de cómo el ser humano anhela salir del tiempo que le tiene encadenado. Pero sobre todo es eso, una fiesta subversiva que expresa la rebeldía del ser contra toda atadura, contra toda autoridad, contra el orden mismo del mundo. De ahí que la historia de los carnavales esté interrumpida por continuas prohibiciones. Cuando la austeridad del cristianismo se adueñó del Imperio Romano, la primera tarea fue la de prohibir las fiestas paganas, o en su defecto, santificarlas. Y en ese tiempo de transición entre el invierno y la primavera, la liturgia cristiana instaló la cuaresma, el tiempo de ayuno y abstinencia; el espacio de la austeridad. En el inquietante miércoles de ceniza la liturgia nos recuerda que somos polvo y en polvo nos convertiremos. Es decir, somos contingentes, pasajeros, frágiles Y frente a esto el pueblo reacciona a su manera. Hecha la ley, hecha la trampa. Ante la realidad irremediable de la tragedia, el pueblo reacciona con el frenesí liberador de la fiesta. Aquí hay algo que pertenece al pueblo mismo: la originalidad, la espontaneidad y el componente de anticipación. Todas las fiestas restantes son retrospectivas: se celebra el fin de la vendimia, la culminación de un trabajo, la alegría de una buena cosecha, la conmemoración de una victoria, el triunfo de un santo El Carnaval no celebra nada a posteriori. Es una fiesta previa a lo que viene después. Hace realidad aquellos dos dichos que tan justamente nos retratan como pueblo: 'A vivir que son dos días' y 'Que nos quiten lo bailao'. En preciosos versos de Juan del Enzina:
«Hoy comamos y bebamos
y cantemos y folguemos
que mañana ayunaremos».
Del director
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