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Una globalización sin integrar
La crisis que ha suscitado la publicación de unas caricaturas de Mahoma en un diario danés permite, entre otras lecturas, extraer consecuencias en relación con el momento que atraviesa la globalización. El término apunta hacia la comprensión del mundo como un escenario global, en el que interactúan todos los países del planeta y, de alguna manera, todos sus habitantes. La existencia de un mundo globalizado resulta enormemente facilitada por unas tecnologías de la comunicación que aproximan increíblemente entre sí los puntos más lejanos del globo y por unas transacciones mercantiles que, de algún modo, afectan a todos los habitantes de la Tierra.
Paralelamente, se ha desarrollado la conciencia de problemas 'globales': la extensión de la gripe aviar y, en general, de enfermedades infecciosas; el calentamiento del planeta o la producción de armas nucleares, por poner unos pocos ejemplos, son amenazas cuya 'globalidad' resulta incuestionable. Se trata de asuntos -sobre todo, los de carácter ecológico- que conciernen a la totalidad de los habitantes de la Tierra y en los que la compartimentación territorial carece de sentido.
Se asienta, de esta manera, la imagen de un mundo globalizado; de un escenario mundial en el que nos encontramos todos. La 'crisis de las viñetas', sin embargo, cuestiona la realidad de dicha imagen. Por una parte aparece con toda claridad la dimensión global de los medios de comunicación, pues la noticia de la publicación de las viñetas de Mahoma ha llegado a las áreas más diversas y distantes de la la Tierra y ha producido -de modo más o menos inducido o espontáneo- una reacción de dimensión planetaria. Pero, tanto el análisis elemental de la impresionante reacción musulmana, cuanto la dificultad que entraña la gestión de la crisis, ponen de manifiesto la falta de integración social, cultural y política que caracteriza la globalización: un abismo de valores y de cultura política media entre Occidente y los países islámicos; una fosa de tal magnitud que suscita la pregunta de si, realmente, habitamos el mismo mundo, entendiendo por 'mundo' el lugar cultural en que se habita, antes que una unidad geográfica.
Por otra parte, resulta inimaginable en Occidente una ola de manifestaciones populares con una motivación estrictamente religiosa. Al margen de que la reacción musulmana haya sido espontánea o inducida por las élites político-religiosas, lo que ha sacado a la calle a los musulmanes de carne y hueso ha sido el sentimiento de que sus creencias religiosas han sido ridiculizadas o profanadas. Con independencia del juicio que nos merezca su reacción, resulta evidente que para millones de musulmanes sus sentimientos religiosos representan un elemento fundamental de su existencia, que, como tal, no admite bromas. En el secularizado Occidente, una reacción de este tipo resulta inimaginable. En Occidente también protestamos en la calle, pero por motivos bien diversos, entre los que no se encuentran, desde luego, los de índole religiosa. Las manifestaciones de hace tres años contra la guerra de Irak fueron quizá la reacción popular en Occidente más semejante a la que está teniendo lugar ahora en el mundo islámico: la motivación, evidentemente, era político-moral, pero no religiosa.
Pero lo que quizá resulta más manifiesto en esta 'guerra de las caricaturas' es la existencia en el mundo musulmán de un previo y latente sentimiento de una ofensa inferida por Occidente. Resulta inverosímil la desmesurada reacción islámica, sin la preexistencia de una percepción de hostilidad, que ha quedado patente en las manifestaciones pacíficas protagonizadas en Europa por musulmanes con carteles que clamaban «contra la islamofobia». Muy probablemente, el conflicto palestino-israelí y la guerra de Irak pueden estar influyendo decisivamente en semejante percepción, pero creo que no la explican del todo. La hipótesis más inquietante es la de que en los países islámicos una parte mayoritaria de la población se siente ofendida por el mero hecho de que Occidente no comparte ni sus creencias religiosas ni su concepción teocrática del orden político. Si esto es así, Occidente es percibido como ofensivo por el mero hecho de vivir de acuerdo con sus propios valores; las caricaturas de Mahoma, en tal hipótesis, serían sólo la gota que colma el vaso.
Resulta, en efecto, expresivo de la diferente concepción que de lo político existe en el mundo islámico y en Occidente el hecho de que parte de las protestas se hayan dirigido a las embajadas, convirtiendo a los gobiernos en responsables de las sátiras efectuadas por unos individuos que han actuado a título particular en un medio privado. Un planteamiento de este tipo, en el que la responsabilidad individual se confunde sin fisuras con la colectiva, resulta impensable en Occidente y pone de manifiesto el escaso desarrollo en los países más islamizados de una cultura política capaz de discernir adecuadamente entre individuo y comunidad, a nivel tanto de realización personal cuanto de articulación política.
Resulta arriesgado, evidentemente, comparar en términos valorativos la cultura occidental con las demás. Sin embargo, ha de afirmarse la superioridad de los ideales políticos occidentales y de sus instituciones, sobre todo en lo que se refiere a su adecuada separación entre el poder político y religioso -principio de laicidad- y a su mayor reconocimiento de los derechos civiles y de las libertades. Evidentemente, esto no significa que las prácticas políticas occidentales no tengan mucho que mejorar ni que la libertad de expresión haya de interpretarse como un valor absoluto. Tampoco equivale a afirmar una superioridad absoluta de los valores occidentales, pero lo que sí significa es que el deseado diálogo entre civilizaciones habrá de realizarse, por supuesto, desde una actitud abierta y de respeto hacia el otro, pero también desde la afirmación de las propias convicciones.
Lo ilustrativo del conflicto que ha generado la publicación de las viñetas satíricas es que en nuestro planeta coexisten varios 'mundos' y que, precisamente por el carácter abarcador -de creencias, costumbres, instituciones, etcétera- que posee cada 'mundo', la integración entre esos mundos no es sencilla, sobre todo, si se tiene en cuenta que lo que se considera fundamental es diferente en cada uno de esos mundos y que eso condiciona la construcción de un orden político compartido. Integrar cultural y políticamente mundos tan distantes es el verdadero reto de la globalización.
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