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Capítulo segundo.- Escondidos en las catacumbas como los primeros cristianos
Con la ocupación nazi de Italia, que tuvo lugar el 8 de septiembre de 1943, las catacumbas dejaron de ser meta de visitantes para volver a ser refugio de perseguidos. Después de casi dos mil años, donde antes se escondieron los primeros cristianos, se ocultaban los judíos.
Las catacumbas de San Calixto, situadas en una área de sesenta mil metros cuadrados de terreno con 235 locales subterráneos, propiedad de la Santa Sede, se convirtieron en centro de acogida para todos los adversarios del régimen.
A este propósito, don Virginio Battezzati, director de la comunidad salesiana de San Calixto, escribió: «Casi al mismo tiempo que los salesianos, se refugian en esta propiedad de la Santa Sede hombres de diversas categorías, que por las particulares condiciones políticas no están seguros en su casa, o por huir de represalias y redadas. No es oportuno citar los nombres e indicar los varios colores de los partidos a los que pertenecían. Se practicó la caridad cristiana.»[1]
En la extensión de la propiedad pontificia de las catacumbas, había dos comunidades salesianas distintas, la de San Calixto, casa de los guías y de formación y, a trescientos metros de distancia, la de San Tarsicio, que comprendía una escuela de iniciación agraria, una pequeña escuela elemental y un oratorio Don Bosco.[2]
Don Michele Valentini y don Ferdinando Giorgi se encargaron de coordinar las actividades de asistencia.
Don Giorgi, un estudiante de conservatorio de veintinueve años, con espíritu alegre, extravertido, emprendedor y generoso, era el «brazo», mientras que don Valentini, licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana, y en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico, era la «mente». Diplomático y reservado, don Valentini mantenía el contacto con la procura salesiana, con el vicariato de Roma y con el Vaticano.
Desde el principio, se refirieron a las catacumbas de San Calixto los militares que no querían adherirse a la República de Saló,[3] los políticos antifascistas y también algunos judíos.
Ha sido difícil encontrar documentación de cuanto ocurrió en aquellos años y en aquellos lugares. Las razones son obvias: el carácter totalmente excepcional, contingente y discontinuo de la actividad asistencial, el tiempo y el lugar donde se desarrolló. Las circunstancias requerían que no quedara prueba alguna de la acción clandestina, confiando la difusión de las noticias sólo a la comunicación oral. Algo que en tiempos normales hubiera sido transcrito. Bajo tal óptica no debe asombrar que de tal actividad sólo se encuentren crónicas personales y recuerdos orales.
La reserva sobre la actividad asistencial, especialmente a favor de los judíos, se mantiene aún entre los protagonistas de aquellos momentos. Para demostrarlo basta con leer lo escrito en 1989 por monseñor Camillo Faresin, obispo de Guiratinga (Mato Grosso, en Brasil), a su hermano don Santo Cornelio, con ocasión de la distinción otorgada por la comunidad judía de Belo Horizonte en Brasil: «Sabes cuánto he intentado ayudar durante la guerra y no quería que se hablase de ello, pero, cuando menos me lo esperaba, ha salido a la luz la historia y así sea glorificado el Señor: hemos acogido la orden de Pío XII: "salvad a los judíos", incluso con sacrificios y peligros. No es oportuno hacer propaganda.»[4]
Entre los judíos refugiados en las catacumbas estaba el anciano Giuseppe Sornaga, que se hacía llamar Giuseppe Rossi para no levantar sospechas.
Junto a él, Sergio Morpurgo, de dieciocho años, hijo de Luciano, originario de Spalato. Luciano Morpurgo fue editor, escritor, fotógrafo, y estaba casado con la vienesa Nelly Fritsch. Sergio Morpurgo vive en la actualidad en el extranjero, mientras su hermana Silvana vive en Roma.
Sergio Morpurgo escribió, en una carta enviada a su padre, una relación detallada sobre su experiencia en las catacumbas:
«Una escalera oscura y empinada, un breve pasillo, más escalones, otro pasillo, una capilla. Estoy en las catacumbas, un cementerio subterráneo que se extiende a través de un complicado laberinto de galerías y pasadizos, en ocasiones acrobáticos. Es una pequeña ciudad escondida y desconocida, una ciudad sin nombres de calles y sin luz, con tumbas en lugar de casas, calaveras y huesos en lugar de monumentos. Se pueden recorrer kilómetros sin encontrar una persona, sin oír un sonido, atentos siempre a los desprendimientos, yendo tras las piedras puestas para guiarnos en el camino de vuelta, y que, si nos perdiésemos, permitirían a alguien encontrarnos.
»Hay humedad en las catacumbas y el aire que se respira no es ciertamente sano, pero tenemos necesidad de conocer a fondo, de explorar todos los meandros porque no sabemos qué va a ocurrir en estos tiempos en que vivimos. Quizá tengamos necesidad de escondernos, y no hay lugar que ofrezca escondites más seguros que estas catacumbas oscuras, donde un hombre inexperto no se puede aventurar sin guía. Y guías no hay, porque las catacumbas, al menos en algunos puntos, han estado siempre cerradas al público. Sólo los curas las conocen y ellos, más preocupados que nosotros por nuestra suerte, nos acompañan, nos guían y nos aconsejan.
»En las catacumbas tenemos toda nuestra pequeña organización: velas, algunos víveres, agua, jergones de paja con mantas, algún arma, y aquí, en la espera y en el temor, en la esperanza y en el sufrimiento, vemos surgir ante nosotros los espectros de miles de peligros sin nombre.»[5]
La carta del joven Morpurgo continúa presentando un cuadro detallado del choque entre las tropas nazis y las fuerzas aliadas.
«No lejos de aquí, los alemanes, en su desatada crueldad, han cometido la horrenda masacre de las Fosas Ardeatinas: ¿de qué otras infamias se mancharán, antes de ahogarse en la sangre inocente que han esparcido?
di S. E. Mons. Camillo Faresin della società salesiana di Don Bosco vescovo di Guiratinga nel Mato Grosso in Brasile, Vicenza, 1990, p. 161.
»Roma, tan cercana, nos parece una ciudad muerta, más muerta que las catacumbas que están debajo de nosotros; aquella que un día era nuestra vida cotidiana, alegre o triste, parece un lejano sueño que no podrá revivir. Todo lo que era bello ya no es la realidad. La realidad es la de los alemanes que desfilan orgullosos por las vías consulares, de los alemanes que depredan, torturan, matan. La batalla está cercana, pero sólo en el espacio, el cañón gruñe sordo y los días pasan... 11 de mayo. La noticia que todos esperábamos. El V y VIII ejércitos han atacado desde Cassino hasta el mar... La marea liberadora avanza irresistiblemente, nuestra moral sube, se prepara al entusiasmo del día tan esperado y puede que cercano. Nuestra mente todavía está llena de aprensiones y de temores: la guerra, la batalla que traerá la liberación se acerca cada vez más. ¿Qué harán los alemanes, derrotados por un enemigo implacable que no concede tregua? ¿Desfogarán su ira bestial sobre la población inerme, sobre la ciudad tan duramente golpeada? ¿Nuevas deportaciones, nuevas masacres, nuevas devastaciones?
»Llegan los prófugos, cansados, postrados, describen sus vicisitudes: son de Lanuvio, de Cecchina, de Padua, de Pomezia, alegres pueblos que la furia inexorable de la guerra ha desencantado.
»¿Por qué no iba a suceder en Roma? ¿Por qué los alemanes, que no respetan ni hombre ni Dios, iban a respetar la ciudad sagrada para la religión y para la historia? Ni siquiera sabemos formular las respuestas a estas preguntas y nos preparamos; la tempestad se acerca, pero hemos durado hasta ahora, duraremos para entonces.
»Tres noches frías de catacumbas, en nuestros lechos húmedos, hechos de paja, puestos en las tumbas de los primeros papas o de los primeros obispos, tres noches largas, porque la noche es igual al día: la misma oscuridad, el mismo frío, la misma ansia.
»Noche del 3 de junio, tan bella, tan distinta de todas las demás. La última línea de defensa alemana al sur de Roma se ha venido abajo. Los aliados avanzan irresistiblemente, la liberación está cerca. Por la Via Appia vemos los miserables restos de aquel que había sido el ejército que llegó hasta Estalingrado, hasta el Elbrus, hasta el cabo Norte, hasta Alejandría. Caballos y hombres, carros y cañones, todo está cansado, destrozado, desesperado.
«Roma es nuestra, todos sabemos que será un gran día.
»Es el 4 de junio, parece un día como cualquier otro, y, sin embargo, es tan distinto. El cañón calla, y ni siquiera un aparato surca el cielo: parece una tregua de armas, una tregua para salvar Roma. Desde todas direcciones se oye un único rumor: el de las minas. Son las 18.00; una explosión formidable, imprevista. Los alemanes, los últimos gastadores, han hecho saltar el puente de la Marrana, un pequeño puente sobre un foso, cercano al lugar del Quo vadis donde Jesús se encontró con san Pedro. Cuatro tanques aparecen de improviso en la Ardeatina, alguien los ve. Nos llama. ¿Serán alemanes? Extraño, pero no, tienen las estrellas. Son americanos. ¡Viva! Como un loco corro, corro, los veo cerca de mí, los puedo tocar, no es un sueño... He estudiado el inglés durante meses, esperando este momento, y ahora no soy capaz de balbucear una palabra. Pero entiendo que se ha terminado, que finalmente se ha terminado, no importa lo que digo o balbuceo. Somos libres: el gran momento que hemos esperado tanto ha llegado. Finalmente.»[6]
En la casa de San Tarsicio, junto a Morpurgo y Sornaga, estaba refugiada toda una familia judía, compuesta por cuatro personas. El mayor de los hijos se refugió en San Tarsicio sólo en enero de 1944, después de un periodo de rebeldía pasado con Sergio Morpurgo en Velletri. El padre, con el falso nombre de Terzagora, daba clases a los muchachos del instituto. El hijo mayor tomó el nombre de Emilio Guidotti con un certificado falso y con la tarjeta de la TODT (organización fascista del trabajo).
Un día, la madre vio al marido caminar entre dos oficiales alemanes en el camino central de la propiedad. Pensó en lo peor y, en cambio, el marido simplemente hacía de guía turístico religioso a sus acompañantes gracias a su conocimiento de la lengua alemana. La misma lengua que lo había salvado a él y a su mujer, cuando por un instante logró huir de la redada del 16 de octubre de 1943. La familia judía permaneció con los salesianos hasta la llegada de los americanos.
Entre los muchos que se refugiaron en las catacumbas estaba también el general Ezio Garibaldi, nieto del famoso Giuseppe.[7] Diputado a la Cámara de los fascios y de las corporaciones, cayó en desgracia durante el fascismo sobre todo por sus intervenciones a favor de los judíos y por su hostilidad a la alianza con los alemanes. Muy dura fue su toma de posición contra el racismo «a la alemana», definido por él como una «estupidez».[8] Después, logró entrevistarse con Pío XII y se hizo católico junto con su esposa americana y su hija Anita.
También el subteniente Maurizio Giglio, agente del Office of Strategic Service (OSS) al servicio del V Ejército, estaba en comunicación con los salesianos que llevaban la red de asistencia. Era el único oficial en contacto con Peter Tompkins, jefe operativo del OSS llegado a Roma en enero de 1944. Delatado, Giglio fue capturado en marzo de 1944 por la banda de Koch. Fue torturado pero no habló. Murió en la matanza de las Fosas Ardeatinas.
Notas
[1] Actas del Capítulo Superior B 468, Ricordi di un salesiano, P. 235. Declaración contenida en un espléndido artículo de don Francesco Motto, «Gli sfollati e i rifugiati nelle catacombe di S. Callista durante l'occupazione nazifascista di Roma. I salesiani e la scoperta delle Fosse Ardeatine», Ricerche Storiche Salesiane, núm. 1, enero-junio de 1994, Roma.
[2] Francesco Motto, «Gli sfollati e i rifugiati nelle catacombe di S. Callista durante l'occupazione nazifascista di Roma. I salesiani e la scoperta delle Fosse Ardeatine», Ricerche Storiche Salesiane, núm. 1, enero-junio de 1994, Roma.
[3] La República Social Italiana, más conocida como República de Saló, se constituyó durante la segunda guerra mundial en las regiones de la Italia centro-septentrional ocupadas por los nazis. La constitución de esta república siguió a la firma del armisticio de Italia con los aliados. Benito Mussolini, liberado por los nazis, ejerció las funciones de jefe de Estado y de gobierno. La RSI se distinguió sobre todo en la lucha contra los partisanos. Se disolvió con la insurrección general de 1945.
[4] La carta de monseñor Camillo Faresin a su hermano don Santo Cornelio di Faresin se encuentra en el volumen de G. Faresin, Da Maragnole a Guiratinga. Nelle nozze d'oro
[5] Luciano Morpurgo, Caccia ll'uomo! Vita, sofferenze e beffe. Pagine di diario 1938-1944, Casa Editrice Dalmatia S. A. de L. Morpurgo, Roma, 1946.
[6] Francesco Motto, «Gli sfollati e i rifugiati nelle catacombe di S. Callista durante l'occupazione nazifascista di Roma. I salesiani e la scoperta delle Fosse Ardeatine», Ricerche Storiche Salesiane, núm. 1, enero-junio de 1994, Roma. Apéndice núm. 2, «Nelle catacombe di San Callista», pp. 137-138.
[7] Giuseppe Garibaldi, uno de los principales protagonistas del Risorgimento italiano. Él fue quien guió la expedición de los «mil» que arrojó a los Borbones de la Italia meridional.
[8] Cfr. «Segnalazioni», publicado por La Nostra Bandiera, 16 de julio de 1937.
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