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Capítulo tercero.- Una red de asistencia judeocristiana
A pesar de los centenares de testimonios sobre la extensa y capilar labor de asistencia que las instituciones católicas ofrecieron a los judíos perseguidos, todavía son muchos los que sostienen la tesis según la cual «curas, frailes y monjas arriesgaron la vida y, a veces la perdieron, para ayudar a los judíos, independientemente del Vaticano y sin su respaldo».[1]
Aunque resulte sugerente, esta afirmación no está confirmada por los hechos. Los testimonios de los supervivientes muestran una realidad bastante diferente.
Cuando Pío XII murió, el rabino jefe de Roma, Elio Toaff, dijo: «Más que ninguna otra persona, hemos tenido ocasión de experimentar la gran bondad y magnanimidad del papa durante los infelices años de la persecución y del terror, cuando parecía que para nosotros no habría ninguna salvación. La comunidad israelí de Roma, donde siempre ha sido muy vivo el sentimiento de gratitud por lo que la Santa Sede ha hecho a favor de los judíos romanos, nos autoriza a referir de manera explícita la convicción de que cuanto hizo el clero, los institutos religiosos y las asociaciones católicas para proteger a los perseguidos, no puede haber tenido lugar sino con la expresa aprobación de Pío XII.»[2]
Por otro lado, ¿cómo hubiera sido posible que cada sacerdote y religioso organizara una estructura de salvamento tan eficiente, capaz de proporcionar sustento, alojamiento, documentos falsos y vías de escape a miles de judíos sin una clara indicación por parte del pontífice? Con los nazis que rastreaban la ciudades a la caza de judíos, ¿qué convento, iglesia o colegio habría abierto sus puertas y puesto en peligro a la propia comunidad sin que el papa hubiera tenido conocimiento y hubiera autorizado la acción? ¿Y quién dio la orden a los monasterios de clausura, donde incluso para los confesores resultaba difícil llegar a las monjas, de abrir las puertas a las familias de los perseguidos?
Además, muchos de los que han escondido a judíos y varios de los mismos judíos que escaparon al Holocausto, han recordado las precisas disposiciones que provenían de Pío XII. Algunos han afirmado haber visto las cartas de la Secretaría de Estado que invitaban a los obispos a abrir las puertas a los perseguidos.
En efecto, la Iglesia era la única institución que en el periodo de la guerra había mantenido una estructura eficiente, extendida de manera capilar por todo el territorio. En un periodo donde la delación estaba al orden del día, los sacerdotes estaban entre los pocos en los que se podía confiar. Y además, los prelados podían contar con la solidaria complicidad de los fieles.
Pero la labor de protección y salvamento de los judíos por parte de la Iglesia no habría sido posible sin la existencia de la organización de asistencia judía que se llamaba Delasem.[3] Sin este lazo habría sido difícil para la Iglesia católica haber entrado en contacto con todos los judíos que tenían necesidad de ayuda.
Notas
[1] Susan Zuccotti, Olocausto in Italia, Arnoldo Mondadori Editore, Milán, 1988, p. 221.
[2] Ettore della Riccia, «I soppravvissuti non dimenticano», en Il Papa ieri ed Oggi, L'Osservatore Romano della Domenica (número especial monográfico), 28 de junio de 1964, p. 74.
[3] Delasem, Delegación de Asistencia a Emigrantes Judíos.
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