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¿Qué sabemos de san José?

El cristianismo no se basa en aceptar o practicar ideas, sino en creer en Cristo, en amarle, en seguirle. El intenso amor que la Iglesia tiene a Cristo alcanza todo lo suyo. Veneramos los lugares por donde transcurrió su vida. Belén, donde nació. Nazaret, donde vivió. Jerusalén, donde murió y resucitó. También veneramos los objetos que nos han llegado de él: la Vera Cruz, la Sábana Santa... Nos emociona y nos asombra esa proximidad física con el Dios encarnado.

Si los lugares y las cosas nos dicen tanto, cúanto más las personas que convivieron con él y le quisieron. Todo buen cristiano siente envidia de los que contemplaron su rostro y escucharon su voz. Nos conmueve pensar en aquella primera generación de cristianos que rodearon al Señor y le fueron fieles. Y nos conmueve también pensar en el amor que Cristo les tuvo.

En esta historia de amores, que eso es el cristianismo, ocupa un lugar privilegiado María, su Madre; y después, san José. Es la familia de Jesús. A la piedad cristiana sólo le hace falta saber que eran buenos, para imaginarse cómo tratarían al Señor; cómo lo querrían. De la Virgen sabemos más. El Magnificat nos abre las puertas de su alma. De san José, esposo de María, sabemos menos. La Escritura, en unos pocos pasajes, nos testimonia su vocación y su obediencia al querer de Dios, y nos dice que era justo. Y esto, en la Biblia, es un precioso elogio. Significa la santidad: la persona enamorada de la Ley de Dios, que cumple su voluntad.

El cristianismo es una religión familiar. El sacramento del Matrimonio es tan necesario para el crecimiento de la Iglesia como el del sacerdocio. Por eso, la tradición cristiana sabe tanto de familias: de padres, de madres, de hijos, de hogares. Cada uno de los buenos padres que el cristianismo ha tenido sirven de ejemplo y de modelo para representarse a José. Es una figura que se repite constantemente y en todas partes.

No hace falta un esfuerzo colosal de imaginación. Basta haber tenido cerca esta experiencia humana tan bonita. Un padre que quiere a lo suyos, que se desvive, que trabaja, que piensa, que mira, que atiende, que corrige, que ve crecer con ilusión, que pasa por dolores y pruebas. El desvelo de las noches, el trabajo de los días; los proyectos, las dificultades, las esperanzas, las

alegrías. Ese entramado de cosas pequeñas que el amor engrandece.

San José se habría hecho justo y honrado, como sabemos que se hacen los hombres: con ese esfuerzo por ser fieles a sus deberes familiares, con el empeño repetido en el trabajo y con su participación en las inquietudes comunes de aquella pequeña comunidad humana de Nazaret.

En este aspecto, es facilísimo representarse a José. La delicadeza con que trataría a María. Y el cuidado de Jesús, el hijo de Dios puesto bajo su custodia. Algunas venerables oraciones se lo imaginan teniendo en los brazos a Cristo. Muchas obras de arte prefieren ponerlo en Belén, mirando con asombro al Hijo de Dios, hecho hombre. Y, en el siglo XIX, se puso de moda representarlo en el taller, en el banco del carpintero, enseñando a Jesús. San José obrero. Carpintero, herrero, artesano. Seguramente un poco de todo en aquella población pequeña. Transmitió a Jesús el oficio. Y Jesús fue conocido como el carpintero (Mc 6, 3), e hijo del carpintero (Mt 13, 55).

Le habría enseñado las destrezas y habilidades, le habría pasado sus herramientas. Tan queridas, tan usadas, tan caras entonces. Quizá, de aspecto rudimentario, pero con una carga de experiencia de siglos. José hizo llegar a Jesús esa herencia de humanidad trabajadora y honesta. Y Jesús ejerció ese ofició y usó esas herramientas muchos años. Un misterio de normalidad. La vida de san José no pasó de esta etapa: lo divino en la normalidad de lo humano. Lo humano más normal hecho divino.

Los evangelios nos dicen algo más sobre san José. Aparece en cuatro hermosos pasajes. La vocación de José para desposar a María (Mt 1, 19-25), el viaje a Belén y el nacimiento del Señor (Lc 2, 3-16), la huida a Egipto (Mt 2, 13-23) y la peregrinación a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años (Lc 2, 24). Pero casi todo lo que los cristianos sabemos de José lo sabemos cada vez que miramos a un padre cristiano. Y, al mismo tiempo, esa figura entrañable nos sirve de inspiración para la paternidad que todos en la Iglesia, de una manera u otra, tenemos que ejercer.

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