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Dejadme ir

Dejadme ir, el último libro co-escrito por el médico personal de Juan Pablo II, revela pocos detalles sobre la muerte del Papa que no hubiesen sido divulgados en el informe oficial del Vaticano. Pero los periodistas han azuzado el interés subrayando el testimonio que da el doctor Renato Buzzonetti sobre que Juan Pablo II trató de retrasar la traqueotomía que le fue practicada en su última visita al hospital, y la negativa a volver al hospital cuando la muerte ya era inminente, y a recibir el cuidado de los médicos rechazando "cualquier nueva medida agresiva terapéutica" en el día de su muerte. Los titulares nos han planteado esas noticias de un modo sugestivo: "El Papa Juan Pablo II rehuyó el tratamiento médico", nos grita uno, "Juan Pablo II fue un paciente duro", proclama otro.

Con estos titulares y el tono de las informaciones, los lectores poco cautos quizá puedan concluir que las decisiones tomadas por el Papa y sus médicos no se adecuaban a las normas de las Iglesia Católica sobre el mantenimiento de la vida. A fin de cuentas son unas normas exigentes. La Iglesia siempre ha enseñado que tanto la eutanasia activa como la pasiva son gravemente malas y el último Papa criticó asiduamente "la cultura de la muerte" en la que los médicos precipitan la vida de los frágiles y los ancianos. En 2004, ante el incremento en los hospitales católicos de las aprobaciones a la retirada de alimento y agua a pacientes en estado vegetativo permanente y la victoria en los tribunales de Michael Schiavo ganando la batalla para poder dejar morir a su mujer, Juan Pablo II declaró que la comida y el agua son siempre parte de los cuidados básicos debidos a todos los paciente, incluso aquellos que presentan un estado vegetativo permanente. Permitió sólo dos excepciones a este principio: se puede privar de comida y agua si el cuerpo no las absorbe o si no aumenta el alivio de los sufrimientos del paciente. Un ejemplo de este último caso lo tenemos en un paciente que está al borde la muerte por otra causa y el alimento y la bebida no le beneficia, no le aprovecha o no le conforta de ninguna manera.

Las enseñanzas de la Iglesia en materias sobre el fin de la vida, y su desarrollo y clarificación en las enseñanzas del último Papa, han enfurecido a los partidarios de la eutanasia. También han contrariado a muchos profesionales de la ética y de la salud católicos, que criticaban la postura del Papa en este tema como severa, no realista e inconsistente con la tradicional distinción de la Iglesia ente ordinario y extraordinario mantenimiento de la vida. Lo que sería novedoso es que las propias decisiones de Juan Pablo II en su lecho de muerte contradijesen las enseñanzas de la Iglesia que el mismo proclamó.

Las claves para interpretar las circunstancias de la muerte de Juan Pablo II las podemos encontrar en la distinción que sus críticos le acusaron de ignorar. La Iglesia Católica ha mantenido que los cuidados ordinarios o proporcionados - aquellos que son beneficiosos, útiles y no irrazonablemente pesados para el paciente - son moralmente obligatorios. Los cuidados extraordinarios o desproporcionados - entre los que podemos incluir los exóticos, experimentales o excesivamente pesados, que improbablemente beneficien al paciente o cuyo coste-beneficio para el paciente no sea razonable - no son moralmente obligatorios, aunque el paciente puede escoger aceptarlos. Las categorías de cuidado ordinario o extraordinario nos permiten movernos entre dos extremos peligrosos: el vitalista que tendería preservar la vida a toda costa, por cualquier medio sin consideración de la carga a la que le somete al paciente, y la fatalista, que nos induciría a dar por perdido a pacientes gravemente enfermos antes de tiempo y violar su derecho a la vida y un cuidado básico.

Cuando toma relevancia la diferencia entre cuidados ordinarios y extraordinarios, la enseñanza de la Iglesia apuesta fuertemente por la vida. Las decisiones en materias sobre el fin de la vida deben ser consecuentes con el núcleo del principio católico que nos encarece a que hagamos lo razonable para preservar la vida y nunca nada directamente que le ponga fin.

Los detalles publicados en Dejadme ir sugieren que en sus días finales Juan Pablo II se apoyó en este principio y evitó el fatalismo de sus críticos y el vitalismo de sus acusadores. Aguantó pacientemente años de sufrimiento causados por la enfermedad de Parkinson y aceptó la respiración artificial y ser alimentado por medio de tubos para mantener la vida. El 31 de marzo, cuando encarado con lo que sus médicos reconocieron como una muerte inminente, el Papa decidió quedarse en su casa, rodeado por aquellos que le querían y terminar sus languidecientes horas rezando y preparando el encuentro con Dios. Juan Pablo II articuló sus últimas palabras el 2 de abril: "Dejadme ir a la casa del Padre". Entonces se sumergió en un breve coma. Después de que le electrocardiograma hubiese estado encendido durante 20 minutos esa noche, Buzzonetti lo declaró muerto.

Los nuevos detalles de la muerte del Papa reafirman lo que ya sabíamos, que Juan Pablo II amaba la vida y aceptó las alegrías y las penas por igual. No buscó una salida fácil al sufrimiento. Ni hizo nada por ignorar la realidad de su propia muerte, se encaró con valor, confiado de la promesa de la vida eterna que había proclamado al mundo entero, la promesa sobre la que había apoyado toda su vida.

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