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Apología de lo cristiano
La Semana Santa, así se llama, es un hecho sociológico insoslayable en muchas partes. Y, por supuesto, en España. Pone en evidencia la realidad del cristianismo, de la que tantas muestras existen en la historia. No es el caso realizar su exposición, aunque no está de más recordarlo, porque en el aire que respiramos parece mezclarse de un modo sutil una imagen de lo cristiano como un muro que pretende contener el empuje del progreso, algo desfasado que genera actitudes a la defensiva en una sociedad democráticamente avanzada. Por ello, no resultará extravagante intentar una elemental apología de lo cristiano, razonando desde los principios sobre los ideales humanos que proyecta, con abstracción de cómo se encarnan en cada quien.
De entrada, el hecho religioso proporciona mayor certidumbre que su ignorancia o desentendimiento agnóstico ante el fenómeno de la muerte, singularmente doloroso cuando afecta a familiares y amigos. Si se echa un vistazo comparado a las religiones, el cristianismo destaca por la existencia de un Dios creador, cercano, que ama de un modo tan extraordinario que se hace hombre y muere por unas criaturas humanas que poseen la libertad de reconocerlo, de negarlo o de ignorarlo.
La libertad se encuentra en la raíz misma del cristianismo. No es preciso buscarla fuera, aunque en su defensa y reconocimiento coincidan creyentes y no creyentes. Se entiende así la libertad de las conciencias y el rechazo del fanatismo. Los otros dos postulados -igualdad y fraternidad- resultan familiares para quienes creen que todos somos hijos de Dios, sin distinción de sexo, color o riquezas. Si se cree en su amor, que ha de proyectarse sobre el prójimo, como ha recordado Benedicto XVI, será comprensible que se esté contra todo tipo de violencia y de odio, que se favorezca la convivencia y el diálogo entre culturas y civilizaciones.
La fe no se impone, ni estructura la sociedad de una manera única. Puede y debe alumbrar la actuación libre de los creyentes que construyen la ciudad con sus iguales y trabajan comprometidamente y aun con pasión por un mundo mejor, más justo. La idea de servicio pone en guardia contra la prepotencia y el abuso del poder.
No existe incompatibilidad entre cristianismo y democracia como se ha llegado a sostenerse con un dogmatismo rayano en el sectarismo intelectual. Las leyes son leyes, pero no son inmutables, como la democrática alternancia en el poder constata. En la esencia de la democracia se encuentra el disentimiento, sobre todo cuando se funda en la propia conciencia. Los primeros cristianos, en una sociedad y con un poder hostil, rezaban por el emperador, pero no le adoraban. El legislador de hoy, legítimo representante del pueblo, no puede tampoco erigirse en dictador de las conciencias. Por eso, los derechos fundamentales le vinculan en formulaciones que no son ajenas a principios cristianos.
De la creencia en el amor de Dios arranca una orientación vital definitiva de gran calidad humana. ¿O no es un ideal admirable mantener el enamoramiento, sin quiebras, que se prolonga en hijos y nietos en una comunidad familiar estable? Un amor que sabe del sacrificio, de cuyos aspectos negativos salva la trascendencia que revela la Pascua de Resurrección. Apelación que libera del absolutismo de lo inmediato, sea consumismo o placer. Liberación que respeta la naturaleza -también la humana- que no pretende destruir ni subvertir.
Sin confrontaciones innecesarias, es estimulante promover la cultura de la vida. En las fronteras de la investigación es de honestidad científica sostener la prevalencia de la persona humana. Pronunciarse por un quién, dependiente e indefenso, es de mayor calidad que hacerlo por una cosa, un bien. El yo humano tampoco es un producto que él mismo pueda manipular.
No ha de volverse, ciertamente, a ninguna suerte de teocracia. En esta sociedad altamente secularizada lo cristiano se inserta con naturalidad, sin privilegios ni inferioridad.
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