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Un Cristo humano y divino
Cristo no deja indiferente a nadie que se le acerque. Basta probar en serio. El camino para conocer a Cristo es un camino de vida, es necesario seguirlo, decía hace muchos años el cardenal Ratzinger. Quizá por eso son tan frecuentes las referencias sobre Él, aunque en ocasiones ese trato es un maltrato, casi siempre disculpable por la ignorancia, la falta de fe -de la que nunca se conoce la responsabilidad personal- o por una aproximación inadecuada. Pero Cristo es siempre actual, aunque sea para explicar que uno es cristiano cuando demuestra que no lo es en realidad, como ha hecho recientemente cierto ensayista; o como los que dudan de los Evangelios, a pesar de su más que probada historicidad, o de su lectura hecha en la Iglesia. Naturalmente, quienes obran así son muy libres para acabar no aceptando la divinidad de Jesús, que es tanto como despersonalizarlo porque su única persona es divina; o distinguiendo entre el Cristo de la fe y el de la historia. Eso ya lo hizo el modernismo, sin ningún éxito, porque el mero reconocimiento de Cristo como un hombre admirable, y nada más, no se sostiene ni sostiene a nadie a la larga.
Algunos incluso citan a Nietzsche con su Jesús de vida débil y corazón suave, alguien que no es heroico, para oponerle la imagen de un zelote duro y vengador, lo que no obsta para tachar el Evangelio de almibarado y blando. ¿Qué evangelio? Pienso que ni blandenguería ni venganza. Estamos a las puertas de la Semana Santa: ¿Es almibarada la Cruz? ¿Es vengativa la institución de la Eucaristía donde anticipa esa Cruz en la que permanece sacramentalmente para siempre? ¿Es débil en la flagelación o en la expulsión de los mercaderes del templo? ¿Es belicoso cuando resucita al hijo de la viuda de Naím o perdona a la adúltera? Es cierto que Cristo es fuego y ha venido a traerlo a la tierra, pero es un fuego para la paz, para la misericordia y el perdón, para encender a las mujeres y hombres de este mundo en el deseo de amar, quemando la propia soberbia, la envidia, el rencor, la dureza de corazón, la pereza...
He citado antes el modernismo, que es muy viejo, porque esa disociación del Cristo de la fe y de la historia, o entre Jesús Dios y hombre verdadero, es prácticamente tan antigua como el cristianismo. Bastaría citar los ebionitas, adopcionistas, monarquianismo, Arrio, Nestorio, monofisismo..., para observar que ese fenómeno se ha dado siempre que alguien ha disentido del magisterio de la Iglesia. Porque, fuera de ella, la Escritura no puede ser comprendida plenamente. Pero demuestra la libertad real con la que Dios dotó al hombre, y que Él respeta mucho más que nosotros. Cristo no se impone: "Si alguien quiere venir en pos de mí..." A veces actúa de forma más imperativa: "sígueme", pero la huida del joven rico o la deserción de Judas hablan de un mandato amable y siempre abierto a la libertad para seguirlo o no.
Es obvio que si Cristo no es Dios, la Iglesia sobra, como es vana nuestra fe si no hay resurrección. Pero si lo es, no pudo dejar su vida y doctrina salvadoras expuestas al puro albedrío humano, sin otra brújula que la limitada razón, a menos que el hombre mismo sea dios. Pero si Jesús es Dios, si ha venido a salvarnos, si no ha querido dejarnos huérfanos -como Él mismo afirmó, la Iglesia es imprescindible para comunicarnos su vida y mensaje a través de la triple misión mencionada por Benedicto XVI en su primer encíclica: el servicio de la Palabra, de los Sacramentos y de la Caridad. La misma Iglesia es un gran acto de amor de Cristo. Él, que es la luz de los pueblos, como afirmó el último concilio, hace que esa lumbre resplandezca en la Iglesia, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano. Por eso Dios convoca en la Iglesia a todos los que viven en Cristo, para unirlos a Él. Se lee en Camino : "Enciende tu fe. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia ¡Vive!: 'Iesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula' -dice San Pablo-. ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!" Cristo es el mediador para siempre, ejercitando permanentemente su eterno sacerdocio, tal cual se dice en la Carta a los Hebreos. Cristo -afirmaba el Papa actual- está siempre personalmente presente y no permanece en el pasado. "Ahora bien -añadía-, esta presencia cristológica se llama Iglesia".
Pienso que es razonable invitar a los hombres de buena voluntad a acercarse al Nuevo Testamento sin prejuicios, a releer y rezar con pausa el vía crucis o a contemplar los misterios dolorosos del Rosario. No es pueril, ni débil, ni blando, ni violento. Es acercarse al ser más humano que ha existido, siendo a la vez enteramente divino. Es sintonizar con la historia de amor más grande que hayan visto los siglos. Cuando contemplemos estos días la Cruz plantada en el Calvario, al ver las procesiones de esta semana de la pasión del Señor, vayamos hacia atrás y hacia delante mientras nos detenemos en ellas. Recordemos la preparación para la Encarnación del Verbo, con la elección del pueblo judío, su caminar hacia la tierra prometida, su fidelidad y sus desvaríos -como los nuestros- denunciados por los profetas, la venida de Dios hasta las entrañas de María, su vida oculta trabajadora y familiar, el momento de hacerse presente con su predicación y milagros, las últimas horas terribles. Pero también su real Resurrección y Ascensión a los cielos. Y la Iglesia en Pentecostés, con hombres pecadores y toda la fuerza del Espíritu. Y la Eucaristía, de la que vive la Iglesia. Todo esto no es un juego de niños. Tampoco de adultos. Es una exigencia fuerte y amable para ser felices. Se ha podido escribir muy sintéticamente: "Esta es la verdad del cristiano: entrega y amor -amor a Dios y, por Él, al prójimo-, fundamentados en el sacrificio" (Forja, 528). Pero, para eso hace falta el Cristo verdadero Dios y hombre verdadero. Se comprende que Machado escribiera aquellos versos a los que un cantante de nuestro tiempo puso más música de la que ya contenían: "¡No puedo cantar, ni quiero/ a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!" Se comprende, porque cuesta el dolor, pero también afirma el poeta: "¡Cantar del pueblo andaluz,/ que todas las primaveras/ anda pidiendo escaleras/ para subir a la Cruz!" Son necesarias esas escaleras para entender algo más de dolor y de amor.
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