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Eleuterio Fernández Guzmán
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Eleuterio - 2008
Desde este lado del Reino
Durante la celebración de la misa de sufragio por los obispos y cardenales fallecidos en los últimos doce meses (diez cardenales y los 103 prelados), el pasado 3 de noviembre, Benedicto XVI dijo algo que, como poco, debería hacernos pensar acerca de la eternidad y, más que nada, de la vida eterna.
Así, entiende el Santo Padre que la vida eterna comienza en este mundo, "aun dentro de la precariedad de las circunstancias de la historia" en la medida en que "nos abrimos al misterio de Dios y lo acogemos en medio de nosotros".
Por eso, bien podemos decir que, ahora, aquí mismo, vivimos en este lado del Reino esperando la llegada al definitivo Reino de Dios.
Y, ahora, sólo me queda decir lo que sigue:
En este lado de tu Reino, Padre mío también,
el que pretende olvidarte se esconde,
como Adán tras su egoísmo,
tras dejarse vencer por lo tuyo,
por haber querido, vanamente,
tan sólo un rastro de tu estela,
y se esconde tras un castillo construido
con virutas inciertas del presente,
ciego ante las posibilidades del mundo,
vertiendo, hacia su yo, lo que no es, sino,
sueño que se difumina ante sus ojos,
ilusión de lo por venir que no es, sino,
quimérico esperar,
dejando de caminar por tus caminos seguros
y cambiando esa senda por la rapidez
de una promesa, siendo ésta falsa,
del poder del cielo,
¡Oh, Elohim esperado por tu pueblo!,
¡cuántos tiempos habrán de pasar
para que te esperen y sientan,
cuántos espíritus habrán de cambiar,
descubriéndote, sanando su sustancia,
dejando su alma limpia de pasado!,
y elaboran teorías, que deshacen tu presencia,
y se sienten liberados de tu grey,
y ante ella hacen muecas y sonrisas,
beneficiándose de la ignorancia que sobre Ti mismo
circula,
haciéndose eco y difundiendo, al albur de tus hijos,
las muchas formas que tienes, según creen,
de manifestarte,
sembrando esa confusión empozoñante,
esa semilla que riegan con gestos inmisericordes
hacia los que no nacen,
rememorando viejos tiempos, o no tan viejos,
donde nombrarte, o seguirte, o señalarte,
era signo de crudo fin, de fin seguro,
de una llegada, anticipada, a tu lado del Reino,
¡Oh Padre, también mío!,
cómo abrir los ojos a los ausentes de tu pueblo,
cómo hacer que se entienda
tu mensaje que es tan claro, tan sencillo, tan exacto,
cómo vencer a las almas que se han visto atribuladas
y han preferido el olvido, el adiós a tu voz
porque comprender no pudieron que eran libres
y que por eso, tan sólo,
cada amanecer es negro, y no tienen asidero
para temblar su pena,
porque no saben dónde se refugia la letra
de tu himno, donde, tras el acento,
queda diáfano un bien, liberada una pasión,
muerto un olvido.
¡Qué hacer!, ¿Dónde poner el acento
de tu Palabra para que sea comprendida?
Vierto, no con desgana sino con alivio
para mi alma, en estos versos
que son libres, porque libre es el Espíritu,
una armonía que pretende ser primera,
como descubriendo el secreto que dirige
este lado, Reino que ya siento, estrado desde donde
ver llegar el horizonte que me acoge
hasta sustentar ese valor que tanto atesora
mi vivir pero que, a veces, por olvidar,
no es sino inalcanzable fin
para una causa de pecado,
ritmo que se rompe en ese camino largo
hacia ti, Padre mío también.
Dejo venir, a este lado de la línea que nos separa
de la parte del poder que Tú gobiernas,
de visita a la inspiración y me deja este halo
de bienestar, este mirar hacia dentro
que me deja calmada la mirada,
listo el ser para conminar a quererte
a los sentidos, ¡Oh Padre mío también!,
a poder rememorar las hazañas de tu pueblo
que, por el desierto inhóspito, llevaste,
en aquellos días de infidelidades
y desganas,
en aquellos días de ilusiones rotas
por anhelos anticipados,
en aquellos días, como los de hoy,
en que Tu luz es cegada
por los consentidos del maligno,
por aquellos que tratan de que caminemos
en sentido contrario al lado de tu Reino,
por aquellos que sostienen, con ira,
la amenazadora mano de lo pragmático,
atenazados por su miedo a que seas Verdad,
a que su mundo se derrumbe, inmisericorde,
sobre ellos,
como si una savia podrida hubiera recorrido
sus venas, como si sus ojos hubiesen estado cegados
por la materia, imposibles de sanar
con una sabiduría tan vacía, al menos, de Ti.
Y así, Padre mío también, resulta difícil
nombrar lo necesario para sobrevivir,
en este lado de tu Reino,
en este lado de tus praderas
requerir a la virtud que se muestre
y nos alcance con su existir
y llene nuestras manos de vértices claros
no es, al parecer, poco significativo,
ni resulta carente de esfuerzo,
ni es tarea para vencidos,
ni lucha para sumisos.
Aquí, en este lado de tu Reino
el acento del ser no es el ser
ni la esencia del camino es el fin que
se busca;
es, tristemente, la cerrazón
y la música hueca del tener,
el arredrarse y el dejarse vencer
por lo cotidiano del olvido de tu Palabra,
el no querer reivindicar lo que es
tu propiedad,
nuestro corazón lleno de tu Espíritu,
nuestra vida encaminada hacia la visión más buscada
de nuestra existencia,
el armonioso sentir de tu caricia...
Padre, también Padre mío y nuestro,
no puedo rectificar este aliento
que me llena,
ni puedo decir lo que no siento,
ni es la Verdad lo que veo.
Padre, también Padre mío y nuestro,
si miro y capto las pisadas que dejamos,
tras la huella veo el olvido,
tras la mirada la nada,
tras el amor, un confuso sentir;
si quiero interpretar el sonido de tus sílabas,
como reverberan en los corazones ciegos
y sordos,
como se dejan embaucar por lo fácil,
como el sentimiento es tan fungible...
no soy capaz, Padre,
de entrever más que un lejano rastro
de tu paso por el mundo,
de sentir aquella llama viva
que ardía en el alma de tus santos
y que tan sólo, ya, es recuerdo
para los que sabemos de ella,
para los que añoramos el dulce sabor a miel
que manó para la salvación
de tu pueblo,
para los que reconocemos el misterio
y eso sólo nos basta,
sin necesidad de explicar tanta obviedad,
porque con aquella dulzura
nuestra vida es suave,
nuestra senda es placentera,
nuestro paso es seguro,
nuestro amanecer una nueva forma
de decir gracias,
de ver, en él, tus manos
y el aliento que exhalaste ya para siempre.
Por eso resulta importante comprender que tener a Dios en nuestro corazón es la mejor manera de poder disfrutar de la eternidad que Dios nos procura y abrirnos, como ha dicho Benedicto XVI, al misterio del Creador es acogerlo «en medio de nosotros» para que, con su Amor y misericordia, nos tienda la mano hacia Él.
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