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La Iglesia y los medios
«El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6, 45). Jesús nos enseñó que la comunicación exige elecciones morales que se contagian a nuestro lenguaje; y un lenguaje que es destructivo, que se ensaña, que insulta, que arremete, que estimula el odio, está sacado de un «mal tesoro». Por supuesto, la alternativa a este lenguaje denigrante no es un lenguaje tibio y medroso sino, por el contrario, un lenguaje que se apoye en principios morales sólidos, que adopte si es preciso la ira y la indignación; pero siempre que esa ira y esa indignación sean fecundas, siempre que actúen como fermento social, y no como factor de enconamiento y división. La exacerbación de ciertas posturas ideológicas, utilizadas para provocar divisiones insalvables entre los españoles, debe ser considerada inmoral en términos cristianos. Así, el cainismo que se alienta y se practica desde el Gobierno es, en este sentido, altamente inmoral; lo mismo podría predicarse de un medio de comunicación de inspiración cristiana que tratase de combatir esta actitud taimada e irresponsable con actitudes igualmente exacerbadas.
Son muchos los caballos de batalla que se le presentan hoy a la Iglesia: el respeto incondicional a toda vida humana (desde su estado embrionario a sus postrimerías), la opción preferencial por los pobres, la defensa de la familia como ámbito privilegiado donde Dios se hace presente, la denuncia del relativismo rampante, el derecho a que nuestros hijos sean educados en la fe, etcétera. Un medio de comunicación de inspiración cristiana debe esforzarse por que todos sus contenidos informativos y de opinión estén galvanizados, impregnados por los valores del Evangelio. Y debe esforzarse también por combatir las calamidades de nuestra época con un lenguaje humanista, edificante y enaltecedor, como quería San Pablo (Ef 4, 29): «No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino palabras buenas y oportunas para edificar y favorecer a quienes os escuchan». Este objetivo primordial es, por supuesto, compatible con la crítica acérrima, con la denuncia de la injusticia y el mal moral; pero, para que esa crítica y esa denuncia sean válidas, no deben sustentarse en descalificaciones e insultos que atenten contra la propia dignidad humana. Como católico con voz en la prensa, siempre he procurado guiarme por aquel consejo que nos dio Jesús (Mt 10, 27): «Lo que yo os digo en la oscuridad decidlo vosotros a la luz; y lo que os digo al oído decidlo en los terrados». La valentía tiene que ser rasgo de un comunicador cristiano; valentía para proclamar la verdad, para combatir la depauperación moral, la indignidad política, etcétera. No debe haber tibieza en esta proclamación, máxime en unas circunstancias tan graves como las que atraviesa España; pero esta falta de tibieza no puede hacernos olvidar que nuestra misión es contribuir a la comunión entre las personas. Es evidente que Zapatero anhela la reclusión de los católicos en un gueto social; su deseo es presentarlos como seres anacrónicos y vociferantes, marginándolos y caricaturizándolos como una rémora que dificulta lo que el Gobierno nos presenta como «avances» y que, en el fondo, no son sino una labor perversa de ingeniería social. Combatir esos desafueros desde el radicalismo, lejos de desbloquear la estrategia gubernamental, contribuye a su afianzamiento.
Hoy, más que nunca, es preciso que la Iglesia, a través de sus medios de comunicación, actúe como fermento de la sociedad, imbuyéndole una fuerza positiva y dinamizadora que no es, desde luego, la fuerza aciaga del odio. Como católico con voz en la prensa, me enorgullezco de colaborar en un periódico que, aun en medio de las insidias y las calumnias, sigue defendiendo valores de inspiración cristiana.
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