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La Tolerancia y la búsqueda en común de la verdad

Para lograr una forma de unidad valiosa con las personas y los pueblos se requiere clarificar el concepto de tolerancia y descubrir su carácter eminentemente positivo, enriquecedor de la personalidad humana. Esta tarea es fácilmente realizable si amamos la verdad incondicionalmente y reconocemos nuestra vocación de seres llamados al encuentro por nuestra propia realidad.

Aproximación a la idea de tolerancia e intolerancia

En una mesa redonda celebrada hace algún tiempo en Madrid, destaqué la necesidad de descubrir el ideal auténtico de nuestra vida y optar decididamente por él en todas nuestras elecciones. Uno de mis colegas levantó la voz para advertirme, con no disimulada acritud, que perseguir en la vida "grandes ideales" trae consecuencias devastadoras para la sociedad, como quedó de manifiesto en los atroces "doce años" del Nacionalsocialismo alemán. Intenté hacerle ver que "la corrupción de lo óptimo es lo peor que hay", como decían los romanos, y un ideal equivocado puede provocar hecatombes, ciertamente, pero ello no nos autoriza en modo alguno a dejar de orientar la vida hacia el valor más alto. Fue en vano. Se irritó todavía más porque entendía el vocablo "ideal" de forma borrosa, ensoñadora, a modo de meta utópica que uno desea conseguir de forma exaltada e irracional.

Este explosivo colega ¿mostró una actitud tolerante? Si fuera de verdad tolerante, se hubiera detenido un momento a pensar si su concepto de ideal no era demasiado restringido para poder coordinarse con el mío. La angostura y la pobreza de nuestros conceptos nos impiden a menudo ser flexibles en el diálogo y comprensivos con el parecer de los demás.

Figúrate que, para ti, libertad significa poder optar en cada momento por cualquiera de las posibilidades que se te ofrecen; y yo, en cambio, estimo que esta forma de libertad es sólo una condición para ser verdaderamente libre, pues la auténtica libertad consiste en ser capaz de distanciarse de los propios intereses y optar en virtud, no de las propias apetencias, sino del deseo de realizar en la vida el ideal auténtico de nuestro ser de personas. Esta opinión mía contradice la tuya. Si no te esfuerzas en descubrir lo que pueda tener de razonable mi posición y te limitas a sostener la tuya con creciente firmeza, y a decir tal vez que yo opino de esa forma por influencias de tipo religioso, más bien arcaicas y opuestas a la forma moderna de pensar, ¿eres una persona tolerante? Antes de responder, compara tu reacción con la de otra persona que, en una situación afín, me pide que le explique la razón por la que vinculo tan estrechamente la libertad y el ideal. Esta persona, en principio, cree estar en lo cierto, pero, ante mi oposición, no se cierra en sus convicciones; se abre a la posibilidad de que yo tenga razón, al menos en parte, y desea mejorar sus conocimientos merced a los míos. Es posible que mi explicación no le convenza y siga fiel a su posición. Aun suponiendo que él esté equivocado, ¿podríamos calificarlo de intolerante? De ningún modo, pues su fidelidad no equivale a terquedad, a voluntad de aferrarse a una idea sin dar razón de ella y sin querer tomar partido frente a otras. Él escucha otras opiniones, pero sigue pensando que éstas no superan a la suya en acercamiento a la verdad. Es tolerante.

Con frecuencia, en los debates públicos hay quienes acusan de intolerantes a quienes consideran injustificables sus ideas o actitudes. "Tú eres dueño de sostener las ideas que desees, pero no intentes imponerlas a los demás". "La Iglesia católica puede pensar en su fuero interno que la práctica del aborto es injusta. Nadie la obliga a cambiar de opinión y de actitud. Pero es una demasía por su parte pretender convertir en exigencia pública lo que es una mera convicción o creencia privada". Frases de este tipo son dichas a menudo como algo consabido e incuestionable. A todo el que muestra entusiasmo en la defensa de una convicción se le reprocha que pretende imponerla a otros, de forma intolerante. ¿De verdad esa defensa entusiasta y fundamentada de una idea es una imposición? Obviamente, no. Sentir entusiasmo por algo significa que uno se ve muy enriquecido por ello y desea conservarlo como una fuente de plenitud y felicidad. Defenderlo no significa imponerlo, sino querer vivirlo y compartirlo con otras personas. Ese deseo no tiene carácter coactivo, sino participativo. Un valor no se impone nunca; atrae. El que participa de algo valioso tiende por ley natural a sugerir a otros que se acerquen al área de imantación de tal valor. El resto lo hace el valor mismo, que acaba atrayéndolos si tienen la sensibilidad adecuada.

El que se entusiasma con algo que juzga valioso y lo defiende tenazmente está dispuesto sin duda a cambiar de opinión si alguien le convence con razones de que se trata de una ilusión falsa. Entusiasmarse no equivale a exaltarse. Si pienso que la vida humana merece un respeto incondicional, de forma que cualquier problema que sea suscitado por la vida naciente ha de ser resuelto sin poner en juego dicha vida, y manifiesto esa convicción en privado o en público, no soy intolerante con quienes opinen de otro modo. Convénceme de que, ante cualquier problema o dificultad que cause un embarazo, es lícito anular el proceso vital que está en marcha, y puedes estar seguro de que defenderé en adelante tu posición con el mismo vigor con que antes defendía la mía.

Es posible que, al argumentar yo de esta manera, me digas que mi decisión de mantener mi postura antiabortista hace imposible el entendimiento con quienes reclaman una libertad absoluta de decisión para las mujeres, y ese enfrentamiento imposibilita la paz social. Me pides, en consecuencia, que sea "tolerante" con una ley permisiva del aborto en ciertos casos y en determinadas fases del desarrollo del feto. Contéstame a esta pregunta: ¿Sería yo tolerante si no expresara mi opinión? La tolerancia se reduciría, en tal caso, a una blanda permisividad, carente de vigor personal. Pero ¿es tolerable semejante empobrecimiento del término tolerancia? Evidentemente no, pues está inspirado en una actitud reduccionista que nos empobrece a todos.

Tal vez rearguyas diciendo que debemos aceptar a los demás, no tomar nuestra opinión como la única válida, respetar el pluralismo de ideas y posiciones, contentarnos con el cumplimiento de unos "mínimos éticos" que hagan posible una convivencia sin grandes traumas. Esta propuesta tuya la acepto en buena medida, pero, si la estudiamos a fondo, descubriremos que exige mucho más de lo que suele pensarse, de modo que unos "mínimos éticos" no son suficientes para garantizar una verdadera tolerancia. Veámoslo en pormenor.

Distintas formas de tolerancia

Para proceder con rigor, debemos distinguir diversas formas de tolerancia y precisar el sentido y calidad de cada una de ellas.

1. En el plano fisiológico, se emplea el verbo tolerar para indicar que se soporta un dolor o una incomodidad. Tolerar se reduce aquí a aguantar.

2. En el plano del trato personal caben varias formas de tolerancia. Pensemos en la relación de un padre con un hijo suyo que pasa las noches fuera de casa y llega de madrugada al hogar. El padre lo tolera, transige. Podría oponerse, si se trata de un hijo menor de edad, mas prefiere no hacerlo. Los motivos para ello pueden ser diferentes, y de tal diferencia pende la calidad de esa actitud tolerante.

  • Tal vez tolere la costumbre del hijo para evitar males mayores y procure llegar a un acuerdo con él merced a una solución intermedia. Pero supongamos que el hijo no está dispuesto a la menor transacción. El intolerante es entonces el hijo. Si alguien le afea su conducta, indicándole que sus padres pasan las noches en vela debido a la preocupación, quizá conteste que "ése es su problema", el problema de sus padres. No busca el entendimiento con ellos, ajustándose a una conducta que esté justificada, que se ajuste a la comunidad de la familia, e incluso a sus propios bioritmos. Negarse de esa forma a buscar lo que es justo, porque responde a las condiciones de uno mismo y de los demás, es un rasgo de intolerancia.
  • Es posible que el padre tolere la conducta del hijo porque confía en él, en su capacidad de evitar ocasiones de especial peligro. Ser tolerante significa aquí flexibilidad para acomodarse a un modo de proceder que es inadecuado pero no plantea demasiados problemas y resulta tolerable.
  • Puede ser que el padre acepte esa conducta del hijo porque desea que éste "viva a tope" su juventud. La tolerancia cobra entonces un sentido de colaboración activa, en casos difícilmente justificable.
  • Cabe también pensar que el padre se inhibe ante la conducta de su hijo, por extraña que resulte a sus costumbres, por adoptar una actitud "progresista", en el sentido de opuesta al orden establecido, a cauces y normas de tipo ético. Conducirse de forma tolerante implica, en este caso, nadar a favor de ciertas corrientes actuales, sin preocuparse de precisar si éstas responden a las exigencias más profundas del ser humano.

La calidad de cada una de estas formas de tolerancia es bien distinta y merece ser objeto de un análisis detenido, que aquí no podemos realizar.

3. En el plano de las ideas y opiniones ¿podemos decir en serio que, para ser tolerante, debemos aceptar todas las opiniones que puedan verterse en un debate? Suele considerarse como algo obvio e incontrovertible hoy día que "toda opinión es digna de respeto", y se tacha de intolerante a quien afirme que no siempre las opiniones merecen respeto. ¿Es justo tal reproche? Una opinión es respetable, honorable, digna de estima, si responde al papel que una persona debe jugar en la comunidad a la que pertenece. La persona se desarrolla creando vida de comunidad. Al hablar, al actuar, al escuchar, al escribir, al realizar cualquier acción dirigida a los demás, las personas debemos cuidarnos de que nuestra actividad colabore a la edificación de la vida común. Imagínate que hablo en público acerca de un tema importante que no conozco, y digo algo falso sobre ello. Esa falsedad contribuye a desorientar a mis oyentes. Tal desorientación los aleja de la verdad y no les permite ajustarse a las exigencias de la realidad, condición indispensable para desarrollarse plenamente como personas. Al hablar de algo que no me he tomado la molestia de estudiar a fondo, colaboro al mal de mi comunidad. Tal opinión mía no resulta, por ello, respetable, sino, más bien, digna de reprobación, en primer lugar por mí mismo. No hice bien en permitirme la libertad de hablar. Actúan correctamente quienes me otorgan "libertad de maniobra" para expresarme, por ejemplo en un programa televisivo o radiofónico. Tengo títulos académicos que acreditan ciertos conocimientos y se me invita a mantener un debate sobre un tema de interés público. Nadie restringe mi libertad. Soy yo el que debo acotar el ámbito de mi libertad de maniobra. No puedo maniobrar a mi antojo: hablar de un tema u otro, de una forma u otra, con preparación o sin ella. He de comprar mi libertad de hablar a un precio muy alto: el de prepararme a fondo para ello. Además, debo en cada caso acomodar mi discurso al tema propuesto, a la condición de los oyentes y a los tiempos previstos. Ajustarme a estas condiciones no supone ser intolerante conmigo mismo, sino atender al bien de los demás. Esa renuncia a una parte de mi libertad de maniobra (libertad de actuar a mi antojo) supone para mí una ganancia: con ello me hago libre interiormente, libre para ser creativo, para crear una relación fecunda con los demás. Creo una relación de benevolencia para con ellos al evitar infringirles un daño a través de mis opiniones desorientadoras. Es curioso y aleccionador: Al limitar de esa forma mi libertad, es cuando me muevo con auténtica libertad, con soltura y dominio.

Oponerme a mi tendencia a hablar de cuanto se me antoja no indica ser intolerante, en el sentido peyorativo de rígido, terco, aferrado a los propios criterios e intereses. Supone, por el contrario, una actitud de solidaridad, de atenencia al bien de la comunidad, no sólo a las propias apetencias.

Visto el mismo asunto desde la perspectiva del oyente, preguntémonos si tiene sentido tolerar que se invada la opinión pública con ideas expuestas por personas no versadas en el asunto. En cuanto un incompetente empieza a expresarse, una persona bien formada advierte sin dificultad que se limita a ver la cuestión desde fuera, sin rigor alguno, sin conocimiento de los mil y un pormenores que implica. ¿Está obligada, en virtud de la exigencia de ser tolerante, a tomar en consideración cuanto esa persona tenga a bien decir, y considerarlo como "digno de respeto"? Si por respeto se entiende que no le insulte, no le afee públicamente su ignorancia, no le expulse del lugar de reunión, es obvio que debe respetar tales opiniones. Pero nadie me negará que están lejos de ser "respetables", en el sentido de que merezcan ser tomadas en serio y analizadas con detenimiento.

Ha de tenerse muy en cuenta la situación en la que se habla. Expresar una opinión arriesgada ante un público bien preparado no encierra riesgo alguno, a no ser el de recibir un buen correctivo en el momento del coloquio si la espectacularidad de la idea expresada no va unida con una sólida fundamentación de la misma. Esa misma idea, transmitida a un público multitudinario y heterogéneo puede ser causa de graves malentendidos y contribuir a incrementar el desconcierto espiritual de las gentes. Es muy posible que no sea prudente y, por tanto, respetable, dar ese tipo de difusión a dicha idea. La consideración del bien del pueblo, sobre todo de sus capas más menesterosas culturalmente, nos obliga a limitar nuestra libertad de maniobra y ajustar nuestras declaraciones a las características de sus destinatarios. Este ajuste no niega la libertad de expresión. Al contrario, la hace fecunda, y en la misma medida la justifica. Proclamar que "la libertad de expresión es absoluta" sin realizar las debidas matizaciones no es un ejemplo de rigor mental.

Cuándo es válido un punto de vista

1. En este momento nos sale al paso el difícil tema del perspectivismo. Se dice a menudo que cada persona ve la realidad desde su propia perspectiva y aporta siempre un punto de vista peculiar, que es tan válido como cualquier otro. ¿Es esto verdad? En un plano de la realidad sí, en otros no.

Empecemos por el plano físico. Si tú y yo contemplamos una sierra desde vertientes distintas, tomamos vistas diferentes de la misma. Ninguna puede considerarse como la única aceptable y válida. Si ambos tenemos buena vista, obtenemos escorzos de la sierra igualmente legítimos y fecundos en orden a un conocimiento completo de esa realidad. Cuando se trata de la contemplación de una realidad física, basta con disponer de los sentidos adecuados.

Pero, ascendamos a un modo de contemplación más complejo, por ejemplo el estético. Aquí, las condiciones que debemos cumplir son más sutiles. Necesitamos una preparación adecuada para que nuestra experiencia estética sea auténtica. Cuantos tenemos una agudeza normal de visión, podemos contemplar El entierro del Conde de Orgaz, la genial obra de El Greco. Las diferentes perspectivas que tengamos del mismo según nuestra posición espacial son todas justas. Pero la visión estética del cuadro sólo puede tenerla quien previamente haya cultivado su sensibilidad. ¿Por dónde has de empezar a contemplar el cuadro? ¿Qué función artística ejercen el amarillo sulfuroso del manto de San Pedro y el azul del manto de María? ¿A qué responde que el artista haya acumulado varias cabezas de caballeros castellanos por encima de la cabeza de San Agustín? Estas cuestiones pertenecen a la contemplación estética de la obra. El que no haya sido formado en Estética no sabe contestarlas, y ni siquiera tal vez formularlas. ¿Cabe decir que las formas de ver el cuadro que tienen las personas que gozan de vista normal son todas igualmente válidas? Evidentemente, no. Y nadie nos tachará de intolerantes por afirmarlo.

Napoleón fue un genio de la estrategia militar, pero en cuanto al arte musical parece haber sido una persona bastante elemental. Al afirmar, según se dice, que "la música es el menos intolerable de los ruidos", no emitió una opinión igualmente válida que la de un experto melómano. Es una opinión que no suscita sino una indulgente sonrisa, gesto con el cual se indica que no es algo digno de ser tomado en consideración.

Pero alguien me dirá que de gustos no hay nada escrito, nada regulado de modo universalmente válido. Es cierto, pero el gusto necesita ser cultivado. Si una persona formada estéticamente emite un juicio sobre una obra de arte o un paisaje, su opinión ha de ser tenida en cuenta aunque contradiga nuestro parecer personal. Cuando alguien carente de toda sensibilidad estética manifiesta su aversión hacia una obra de calidad, tenemos perfecto derecho a no prestarle oídos. Respetamos a la persona, pero evitamos consagrar tiempo a una confesión que no supone un juicio "respetable", en el sentido de bien fundamentado, fruto de una mente y una sensibilidad debidamente formadas.

Se nos va clarificando poco a poco la idea de que no todo vale, y, al decirlo, estamos seguros de no ser intolerantes. En los distintos aspectos de la vida humana hay que cumplir determinadas exigencias. Si no se cumplen, no se logran ciertos objetivos en cuanto a conocer, sentir, amar y crear. Para dialogar contigo, debo cumplir las exigencias de todo diálogo auténtico, que es bien distinto de dos monólogos alternantes. Si, al hablar conmigo, observas que me comporto de forma agresiva, impaciente, poco o nada acogedora, tienes derecho a indicarme que así no es posible el diálogo y debes renunciar a seguir conversando. No puedo acusarte, por ello, de intolerante, a no ser que desconozca la quintaesencia de la tolerancia.

2. De lo antedicho se desprende que el perspectivismo sólo es válido respecto a las realidades físicas, no respecto a las realidades que tienen un rango superior. Algo semejante ocurre con el relativismo y el subjetivismo. Hoy se dice con frecuencia: "Esta es mi opinión, ésta es mi verdad, y usted quédese con la suya". Con ello se da por supuesto que la verdad es relativa a cada sujeto porque pende de él. ¿Es esto aceptable? En todo acto de creatividad, de voluntad, de sentimiento y de conocimiento debe participar el sujeto. De acuerdo. Pero ¿sólo interviene el sujeto, es decir, el ser humano? De ningún modo.

En el plano físico, el sujeto es el que manda. Doy un golpe a un objeto y éste se desplaza. Yo actúo y él sufre el efecto de mi actuación. El esquema que vertebra este hecho es "acción-pasión".

En el plano estético, el ser humano, por bien dotado que esté, no puede ser creativo si no es en colaboración con otras realidades. Así, un intérprete musical necesita una partitura -que le revela una obra- y un instrumento -que le ofrece posibilidades de crear sonidos-. Toda actividad creativa, del orden que sea, la realiza el hombre -ser finito y menesteroso- en relación con otros seres, capaces de ofrecerle posibilidades de acción. A solas no puedo ser creativo, aunque fuera la persona más dotada del universo. Debo contar con realidades distintas y, en principio, externas, extrañas, ajenas. Al entrar en relación colaboradora con ellas, dejan de ser distantes, ajenas y extrañas para tornárseme íntimas, sin dejar de ser distintas. Con ello se instaura un campo de juego entre nosotros, y surge el sentido y la belleza. Yo conozco, por ejemplo, lo que eres tú a medida que nos vamos encontrando de veras, y lo mismo tú respecto a mí. La belleza del Partenón se alumbra cuando una persona sensible a los valores artísticos entrevera su ámbito de vida con el de esa realidad marmórea que se alza en el centro de la Acrópolis ateniense. La belleza no se halla ni en la obra ni en el sujeto. Surge dinámicamente entre ambos cuando se da una donación mutua de posibilidades. La belleza debe ser considerada, por tanto, como un fenómeno relacional, no relativista. El miedo al temido relativismo frenó durante siglos la investigación del carácter relacional de la vida humana en sus diferentes manifestaciones.

3. El que es incapaz de vivir el arte de esa forma relacional no entra en el campo de juego donde se alumbra la belleza. Decirlo no es ser intolerante; es constatar un hecho, que responde a una ley del desarrollo humano: la ley de la dualidad. Toda forma de creatividad humana es siempre relacional; requiere dos o más realidades que entren en colaboración. Yo tengo ciertas potencias: vista, oído, reflejos, imaginación, capacidad de manejar utensilios... Sólo con estas potencias no puedo ser creativo. Necesito que el entorno me ofrezca posibilidades adaptables a mis potencias. Si me siento ante los mandos de un avión y alguien me dice que empiece a maniobrar, siento pavor; no entiendo la invitación como algo positivo sino tremendamente peligroso, porque las inmensas posibilidades que me ofrecen los mil y un botones y palancas que están ante mí no soy capaz de asumirlas. No puedo entreverar mis potencias con las posibilidades que me ofrece el avión. Estas no se convierten para mí en posibilidades reales de pilotar. Si quiero ponerlas en juego, sin conocer las reglas de manejo de los instrumentos, puedo convertirlas en posibilidades de destrucción. Me siento desvalido, incapaz, y reconocerlo no es ser intolerante conmigo mismo. Es ser realista.

La creatividad siempre es abierta, relacional, dialógica. No lo olvidemos, porque esta ley de la naturaleza nos da una clave para entender a fondo, lúcidamente, lo que es e implica la verdadera tolerancia.

La verdadera tolerancia se da a través de experiencias reversibles

La verdadera tolerancia no es mera permisividad, dictada por el afán de garantizar una mínima convivencia; no implica indiferencia ante la verdad y los valores; no supone aceptar que cada uno tiene su verdad y su forma propia de pensar por el hecho de pertenecer a una generación o a otra; no se reduce a afirmar que se respetan las opiniones ajenas, aunque no se les preste la menor atención. El que se proclama respetuoso con otra persona pero no le presta la atención necesaria para descubrir la parte de verdad que pueda tener no es tolerante; es indiferente, lo que supone una actitud bien distinta. Con frecuencia, en ciertas reuniones se concede el turno a cada asistente, pero pronto se advierte que todo está decidido previamente por el número de votos. Eso no es tolerancia; es un ataque a la razón; constituye una forma de violencia, no de mutuo entendimiento. Por tolerancia se entiende respetar al otro, pero no en sentido de indiferencia sino de estima. Yo te estimo como un ser capaz de tomar iniciativas, aportarme algo valioso, buscar conmigo la verdad.

Hemos llegado a la cuestión nuclear. Para ser tolerantes debemos partir de una convicción decisiva: El ser humano, por ser finito, puede encontrar toda la verdad, pero no la verdad toda. De modo semejante a como puedo encontrar en la calle a todo Juan, no a Juan todo, con la diversidad de vertientes que implica. Cuando Juan me sale al encuentro, no son sólo sus manos o sus ojos los que me saludan. Es toda su persona, pero no su persona en su trama entera de implicaciones. Por eso necesito más de un encuentro para ir conociendo los diversos aspectos de su personalidad. De modo semejante, a la verdad no llegamos de repente ni a solas. Necesitamos ir tomando diversos contactos con cada realidad, en distintos momentos y lugares.

Estos contactos podemos realizarlos personalmente, o bien a través de la experiencia de los demás. La capacidad de la inteligencia humana es portentosa, sobrecogedora, pero limitada. Por eso los seres humanos necesitamos complementar nuestros esfuerzos y nuestras perspectivas. Y tanto más cuanto mayor sea la riqueza y la complejidad de la realidad que deseamos conocer.

Si me convenzo de esto, seré de verdad tolerante; no sólo aguantaré a quien defienda una posición distinta de la mía, sino que agradeceré que converse conmigo y pondré empeño en descubrir lo que pueda ofrecerme de valioso. Con ello, la discusión no degenerará nunca en disputa. Discutir era para los romanos mover el cedazo para separar el trigo de la paja. Disputar no es buscar la verdad sino el propio enaltecimiento; no es intentar convencer sino vencer. En la auténtica discusión se concede al coloquiante un espacio de libertad en el que pueda moverse con holgura y mostrar la posible razón que le asiste. En la disputa, no se atiende a lo que las otras opiniones puedan tener de válido. Se defiende la propia como cuestión de honor, con una fiereza que no es tenacidad sino terquedad. Por eso degenera rápidamente en fanatismo. Si quiero ser fiel a una doctrina o conducta y defenderla con un ardor que merezca la valiosa calificación de entusiasmo, debo estar dispuesto a asumir lo que otras posiciones puedan encerrar de relevante para la vida de todos. Esta actitud de apertura sólo es posible si evito caer en el vértigo de la ambición de dominar.

Para ser tolerantes, es decisivo comprender que el dominio y la posesión sólo se dan en el plano de los objetos y los procesos fabriles, no en el plano de las realidades superobjetivas, que suelo denominar ámbitos: obras de arte, personas, instituciones, valores... En este plano, las experiencias no son de tipo "lineal"; son "reversibles". Toda experiencia reversible es de por sí tolerante. El intérprete configura la obra en cuanto se deja configurar por ella. No domina la obra, ni es dominado por ella. La configura, y es configurado por ella a la vez.

El verdadero coloquiante no intenta dominar a su interlocutor; quiere perfeccionar su propia mente y su actitud ante la vida dando y recibiendo, exponiendo sus puntos de vista y acogiendo atentamente otras perspectivas distintas. En las experiencias reversibles nadie quiere dominar, porque la acción de dominar es muy pobre en cuanto a creatividad. Todos desean, más bien, configurar y ser configurados. Por eso buscan tener autoridad[1] , no simple mando. Esta es la actitud tolerante por excelencia.

La cuestión decisiva será, en consecuencia, descubrir cómo podemos convertir nuestra existencia en una trama de experiencias reversibles. Para lograr esta meta, se requiere seguir todo un proceso formativo en cinco fases, que esbozaré seguidamente[2] .

Articulación interna del proceso de formación

1. Según la Filosofía actual, el hombre es un "ser-en-el-mundo"; necesita, para ser creativo y desarrollarse, las posibilidades que le ofrece el entorno. El que acepta la realidad como un gran "campo de posibilidades" en el que ha de crecer como persona se esfuerza por conceder a cada realidad todo su rango. Distingue, por ello, cuidadosamente los "objetos" y los "ámbitos". Objeto es una realidad mensurable, situable, ponderable, delimitable, asible... Un ámbito es una realidad que abarca cierto campo en diversos aspectos, porque es capaz de ofrecer posibilidades y recibir otras. Una persona no se reduce a lo que abarca su cuerpo. Es un centro de iniciativa; tiene deseos, ideas, sentimientos, proyectos; crea vínculos de todo orden; asume su destino; presenta una vertiente objetiva, por ser corpórea, pero supera toda delimitación; abarca cierto campo en diversos aspectos: el biológico, el estético, el ético, el profesional, el religioso... Es todo un "ámbito de vida".

Lo mismo cabe decir, por ejemplo, de un piano. Como mueble, es un objeto. Como instrumento, es un ámbito: ofrece al pianista diversas posibilidades de sonar, y recibe las posibilidades de crear formas musicales que le ofrece el pianista. Un barco, una pluma, una casa, un campo de deportes, una sala de clase..., multitud de realidades presentan un carácter de ámbito más allá de su aspecto de objetos.

Esta distinción de objetos y ámbitos es decisiva para la comprensión a fondo de la vida humana y para la educación en la tolerancia, porque los ámbitos hacen posible realizar experiencias reversibles, entre las que descuellan las experiencias de encuentro[3] .

2. Las experiencias reversibles encierran suma importancia en la vida humana porque implican siempre alguna dosis de creatividad. El poeta troquela el lenguaje, y el lenguaje nutre al poeta. El intérprete configura la obra musical, y ésta modela la actividad del intérprete... El hombre madura como persona a medida que realiza más experiencias reversibles y menos experiencias lineales, que van del sujeto al objeto y suponen una imposición del primero a la realidad circundante.

Al estudiar a fondo las experiencias reversibles, se advierte la posibilidad de convertir lo distinto-distante en distinto-íntimo, y resolver el problema de conjugar la libertad y las normas, la autonomía y la heteronomía. Aprendo de memoria una canción, la repito una y otra vez, fraseándola de modo diferente y cambiando el ritmo, hasta que la siento como una voz interior. En este momento, la canción sigue siendo distinta de mí, pero ya no es distante, ni externa, ni extraña. Constituye un impulso íntimo que me sirve de norma de acción y de cauce a mi libertad interpretativa.

Si nos hacemos íntimamente cargo de la importancia que tienen en nuestra vida las experiencias reversibles, descubrimos la inagotable fecundidad de la forma relacional de pensar. La belleza de una canción o un poema no reside en el poema mismo (lo que sería una interpretación "objetivista"), ni en el sujeto que los interpreta (interpretación "subjetivista" o "relativista"); brota en el acto de ser interpretados; es fruto, por tanto, de la interacción fecundante de objeto y sujeto, vistos ambos como fuentes de posibilidades.

El pensamiento relacional no fija la atención ni en el objeto ni en el sujeto; mantiene la mirada en suspensión para verlos a ambos en la relación que los une y enriquece mutuamente.

Esta atención comprehensiva es capaz de ver como perfectamente lógicas ciertas características de nuestra vinculación a los demás que a menudo son consideradas como "paradójicas". Léase con atención el texto siguiente, escrito por un eminente psicólogo. Tras destacar tres pares de conceptos "paradójicos" (fuerza-debilidad, identidad-diferencias, singularidad-universalidad), escribe:

"Te reconozco, acepto y respeto como un tú personal y por eso me siento ´fuerte´ para tolerarte, aun a riesgo de aparecer ´débil´, en ocasiones, ante los demás o ante ti; pero, a la vez, yo no puedo renunciar a que tú me reconozcas, me aceptes y me respetes como persona y me toleres-soportes igualmente. Y si yo te acepto en tus diferencias y singularidades, es porque me sitúo en un espacio de identidad humana y de valores universales, que las asumen-trascienden a la vez; pero entonces, aun en el caso de que tu intolerancia no lo reconociese, mi actitud tolerante es capaz de estar en permanente apertura en ese punto de encuentro humano, arquetípicamente ´inmanente´ y que ´nos trasciende´ a ambos"[4] .

3. El fruto de las experiencias reversibles es el encuentro, acontecimiento que está en la base de todo proceso humano de desarrollo. El encuentro no viene dado por la mera vecindad física; supone un entreveramiento de dos realidades que no son meros objetos sino ámbitos. Entreverarse significa ofrecerse mutuamente posibilidades de acción, y enriquecerse.

Para realizar un auténtico encuentro deben cumplirse diversas condiciones: adoptar una actitud de generosidad, respeto y estima; abrirse al otro con actitud de disponibilidad, vibrar con él, es decir, mostrar auténtica simpatía; ser veraz, sincero, fiel, paciente, tenaz...; compartir ideales elevados... Estas y otras condiciones del encuentro son las condiciones de la creatividad. Toda forma humana de creatividad se da a través de algún tipo de encuentro.

Las condiciones de la creatividad y el encuentro se denominan virtudes. Las virtudes son modos de comportarse el ser humano que hacen posible y fácil crear encuentros, es decir, formas valiosas de unidad.

4. Este proceso que conduce al encuentro es denominado de antiguo "éxtasis", ascenso a lo mejor de sí mismo.

El acontecimiento del encuentro es anulado por la entrega al "vértigo", proceso de fascinación que no exige nada al hombre, le promete todo y acaba quitándoselo todo. El vértigo de la ambición de poder y dominio parece garantizar una posición de supremacía y acaba asfixiando a quien se entrega a su embrujo[5] .

5. El que siga el proceso que lleva al encuentro va descubriendo por sí mismo la riqueza que encierran para su vida las distintas formas de unidad. Este descubrimiento le hace ver con toda sencillez, sin el pathos moralizador que fustigaba Freud, la fecundidad que presenta una conducta ética recta, ajustada a las exigencias de la realidad.

Tal fecundidad es debida a los valores. Los valores son posibilidades de actuar con pleno sentido. Los valores auténticos no arrastran, atraen. No procede, por ello, imponer la realización de valores, y tanto más cuanto más altos son. Con razón afirmó Tertuliano que "no es propio de la religión obligar a la religión".

La tolerancia auténtica se da en el encuentro

Una vez comprendido por dentro lo que es el encuentro y el papel que juegan los valores y la creatividad en el proceso de desarrollo de la personalidad humana, queda patente el sentido de la actitud tolerante. La tolerancia verdadera implica una forma de encuentro. No significa sólo aguantarse mutuamente para garantizar un mínimo de convivencia. Va más allá: intenta captar los valores positivos de la persona tolerada a fin de enriquecerse mutuamente.

Esta forma de entender la tolerancia sólo es posible si se ha cultivado el arte de jerarquizar debidamente los valores. Cuando se considera que el encuentro presenta un valor altísimo porque permite al hombre alcanzar el ideal de la unidad, se está en disposición de entrar en diálogo con personas o grupos que sostienen ideas y conductas distintas, incluso extrañas a las de uno. El valor supremo, el que decide nuestra conducta, no viene dado en este caso por el carácter confiado de lo que nos es próximo y afín, sino por la capacidad de crear auténticas formas de encuentro y buscar la verdad en común. Esta búsqueda y ese encuentro no exigen únicamente tolerarse, en sentido de aguantarse; piden respeto, entendido positivamente como estima, aprecio del valor básico del otro, en cuanto persona, y de los valores que pueda albergar. Esa estima se traduce en colaboración, oferta de posibilidades en orden a un mayor desarrollo de la personalidad.

Esta forma de tolerancia activa está años luz por encima de la mera indiferencia. La tolerancia inspirada en el escepticismo respecto a los valores se reduce a mero aguante. No tiene capacidad positiva de asumir las diferencias en atención precisamente a los valores de cada uno. Es una actitud interesada, porque responde al afán pacato de hacer posible al menos un grado mínimo de convivencia. El auténtico tolerante no es un espíritu blando que se pliega ante cualquier idea o conducta porque en el fondo no se compromete de verdad con ninguna. Es una persona que se halla entusiasmada con ciertos principios, orientaciones e ideales y los defiende con vigor. Sabe que la vida es un certamen y compite con fuerza, pero acepta gustosamente al adversario y se esfuerza por verlo en toda su gama de implicaciones y matices. Esta forma amplia de ver cada realidad como una trama de aspectos y relaciones está en la base de la auténtica tolerancia.

Lo contrario de este modo de ver comprehensivo y respetuoso viene dado por la tendencia reduccionista, que reduce a las personas y los grupos a alguna cualidad poco relevante o incluso a veces aversiva. Tal envilecimiento es el presupuesto para el ataque. Se dice que los boxeadores, antes del combate, no quieren oír nada relativo a la vida personal de su contrincante. Es comprensible, ya que para atacar se necesita reducir al otro a mero adversario, a piedra que se interpone en el camino del triunfo. Si consideras a una persona como un nudo de relaciones y la ves como fuente de iniciativas, proyectos y deseos, sentirás estima por la riqueza que encierra y no tendrás ánimo para agredirla.

De aquí se deduce que el cultivo del "pensamiento débil" -falto de hondura y la debida fundamentación-, la aceptación del "relativismo cultural" -que rehuye los compromisos firmes por pensar que todo punto de vista es igualmente válido-, el fomento del escepticismo -que niega la posibilidad de alcanzar la verdad- y la exaltación del subjetivismo -que recluye al hombre en su soledad- no ponen las bases de una mayor tolerancia; al contrario, fomentan la intolerancia y el dogmatismo. Sólo cuando reconozco, con Gabriel Marcel, que "lo más profundo que hay en mí no procede de mí", y me esfuerzo por clarificar la verdad de cuanto me rodea y la mía propia, supero el ansia de dominar que inspira las diversas formas de opresión dictatorial.

Es sumamente peligroso para toda sociedad carecer de convicciones sólidas por falta de capacidad para ahondar en la realidad o de voluntad para hacerlo debido a ciertos prejuicios antimetafísicos o -como se dice hoy enfáticamente- "posmodernos". La única garantía de libertad interior para hombres y pueblos viene dada por la decisión de atenerse a la realidad que nos sostiene a todos. El estudio profundo de tal realidad y de nuestras relaciones con ella se denomina Metafísica. Renunciar a la Metafísica significa alejarnos de nuestras raíces y quedar desvalidos ante el poder del más fuerte. Con sólo conocer los recursos tácticos de la manipulación, cualquier dirigente podrá dominar a la sociedad sin que ésta se aperciba de ello. Los castillos de bellas palabras acerca de la solidaridad y la tolerancia edificados por los partidarios de una vida intelectual "débil" se vendrán abajo con un simple golpe de astucia por parte de los prestidigitadores de conceptos. La actitud de tolerancia y solidaridad sólo puede ser estable cuando conocemos las exigencias de nuestra realidad personal y estamos decididos a cumplirlas. En esta línea se mueve el dirigente político y pensador V. Havel cuando escribe: "No debería existir un abismo entre la política y la ética". "La tolerancia empieza a ser una debilidad cuando el hombre comienza a tolerar el mal".

De todo lo antedicho se desprende que no puede hacerse la ilusión de ser tolerante una sociedad que descuida la educación de las gentes en la creatividad y los valores. Este tipo de formación exige el previo cultivo de las tres cualidades básicas de la inteligencia: largo alcance, amplitud y profundidad. Bien entendida, la actitud de tolerancia implica madurez espiritual, y ésta no se logra con el mero exigir unos "mínimos de convivencia".

El antónimo de la tolerancia es la manipulación

A este concepto de tolerancia, como voluntad de buscar la verdad en común, se opone la manipulación, que tiende a cegar en las personas la capacidad de pensar por propia cuenta. La tolerancia es constructiva, porque promueve el poder de iniciativa de los demás en cuanto a pensar y decidir. La manipulación es destructiva porque juega con los conceptos y las palabras, lo tergiversa todo, siembra el desconcierto en las gentes y las priva de libertad interior.

Si queremos fomentar la actitud de tolerancia, hemos de enfrentarnos al fenómeno de la manipulación. Para ello debemos determinar con precisión qué es manipular, quién manipula, para qué lo hace y cómo lo lleva a cabo. Aclarados estos puntos, se impone preguntar si existe un antídoto contra la manipulación, pues sólo en caso positivo tenemos posibilidad de ser verdaderamente libres. Como veremos más ampliamente, el antídoto consiste en tomar tres medidas, que culminan en un cambio de actitud ante la vida y, por tanto, en un cambio de ideal. El ideal del dominio y la posesión debe ser sustituido por el ideal del servicio.

En un contexto distinto al filosófico, una persona dotada de poderosa intuición, Charles Chaplin, subraya la necesidad de superar la práctica ambiciosa de la manipulación mediante la adopción de un actitud tolerante. Después de encarnar los papeles antagónicos de un judío perseguido y de "el gran dictador", el genial cineasta acaba convirtiendo a éste, merced al espíritu de aquél, en el portavoz de un mensaje -muy hebreo en el fondo- de esperanza. No habla desde el rencor producido por los trágicos sucesos de "los doce años". Se expresa desde ese lugar secreto donde habita lo mejor del ser humano, la capacidad de perdón, la preocupación por abrir a todos los pueblos vías de dignidad y felicidad. "... No pretendo gobernar ni conquistar a nadie -proclamó-. Me gustaría ayudar -si fuera posible- a judíos y gentiles, negros y blancos". No reclama venganza contra los culpables del horror de los campos de exterminio. Pide unidad, unión en la lucha por "un mundo mejor en que los hombres estarán por encima de la codicia, del odio y de la brutalidad". Para ello debemos dar elevación al espíritu, situarnos en un nivel superior de pensamiento y de conducta. Por eso pide el autor a la joven Hahnah que mire hacia arriba, hacia el cielo...

Nota: El carácter relacional del concepto de "ámbito"

Se ha introducido en este capítulo un concepto nuevo, el de "ámbito" o "superespacio". Era necesario hacerlo, porque en la vida humana juegan un papel decisivo una multitud de realidades que no son ni objetos ni personas, y debemos designarlas con un nombre adecuado a su modo de ser. Un piano, como mueble, es un objeto porque puede ser medido, pesado, asido, situado en un lugar o en otro. Pero, como instrumento, ¿qué modo de realidad presenta? Es más que un mero objeto, pues ofrece la posibilidad de producir sonidos a quien sepa tocarlo y puede recibir la posibilidad de crear formas musicales que el pianista le ofrezca; no está, por tanto, cerrado en sí mismo, sino abierto a otras realidades. En esto se parece a los "sujetos" o personas, pero no alcanza el rango de éstas. Se halla como a medio camino entre los objetos y los sujetos, mas no tiene sentido caracterizarlo como un "cuasi-sujeto" o un "cuasi-objeto", como a veces se ha hecho. Hay que darle un nombre propio y esforzarse en precisar exactamente su modo de ser.

Por no ser delimitable, como son los objetos, el concepto de "ámbito" es inevitablemente ambiguo, difuso, escurridizo, difícilmente apresable. Ello no significa, sin embargo, que sea incognoscible. Podemos conocerlo si tenemos la flexibilidad de mente necesaria para pensar de modo relacional, es decir, considerar al mismo tiempo dos o más realidades -o aspectos de una misma realidad- y captar la importancia de la relación que media entre ellas.

Este carácter relacional resalta en los cuatro tipos de "ámbitos" que señalo a continuación:

1. Una realidad que tiene condición de objeto -por ser delimitable, asible, pesable, situable en un lugar determinado del espacio...-, pero no está cerrada en sí, sino que ofrece diversas posibilidades al hombre, y, cuando éste las asume, entra en una relación especial con ella. Retomemos el ejemplo del piano. De por sí, éste es un mueble, por tanto un objeto, pero está configurado de tal manera que puede producir ciertos sonidos. Cuando estas posibilidades sonoras son asumidas por un pianista, se convierte en instrumento. En cuanto fuente de posibilidades, constituye un "ámbito". Por eso puede el intérprete relacionarse con él de forma muy intensa e íntima, lo que no es posible nunca con un objeto.

2. Una realidad que, por ser corpórea, es "objetiva" -en el sentido indicado-, pero, al ser espiritual, abarca cierto campo: puede tomar iniciativas, asumir el pasado y proyectar el futuro, abrirse a otras realidades y crear con ellas diversos tipos de relaciones. Ejemplo de ello es la persona humana.

3. Las realidades que surgen como fruto del entreveramiento o interrelación de dos o más ámbitos. La unión, por ejemplo, de dos o más personas puede dar lugar a un encuentro: un diálogo, un canto en común, una vida de comunidad... Estas formas de encuentro han de ser consideradas como ámbitos de superior envergadura, realidades que "envuelven" de modo fecundo a las realidades que las constituyen. Así, el hogar es un ámbito constituido por dos personas -vistas como ámbitos-, a las que por su parte acoge y ampara espiritualmente. Un templo, visto como lugar sacro y no como mero edificio, no sólo implica un ámbito arquitectónico sino la vinculación de una comunidad orante y el Dios al que adora[6] . Visto de esta forma relacional, el templo ejerce para con los creyentes una función de hogar espiritual.

4. Las realidades que existen merced a la confluencia de realidades diversas -ambitales y objetivas-. Un trozo de pan presenta las características de un objeto -es delimitable, asible, pesable...-, pero no se reduce a objeto pues está elaborado con frutos del campo -trigo, maíz, centeno...- y éstos son fruto de la confluencia del campesino, la tierra, el océano, las nubes, el agua, el sol... El pan aparece, así, como un "nudo de relaciones", un ámbito, no como un simple objeto.

Por su condición abierta y relacional, el concepto de ámbito resulta al principio un tanto difícil de captar. En este momento, ya conocemos varios tipos de ámbitos. A lo largo de la obra descubriremos muchos otros y veremos de cerca sus cualidades y su insospechada fecundidad. Si los ámbitos son realidades abiertas -por ser fuente de posibilidades para nosotros-, se comprende desde ahora que su conocimiento aquilatado resulta decisivo para comprender lo que es una realidad, como la humana, que se distingue por su carácter dinámico y creativo.

Notas

[1] Recuérdese que autoridad proviene del latín augere (promocionar), del que se deriva auctor y auctoritas.

[2] Una exposición amplia de estas fases puede verse en mi obra Inteligencia creativa. El descubrimiento personal de los valores, BAC, Madrid 1999. Una visión sinóptica de las mismas se halla en Cómo lograr una formación integral, San Pablo, Madrid 21997; Manual de formación ética del voluntario, Rialp, Madrid 21998.

[3] La idea de "ámbito" es expuesta con mayor amplitud en Nota al final de este trabajo.

[4] Antonio Vázquez Fernández: Educación para la paz, la tolerancia y la convivencia, en Tolerancia y fe católica en España, Universidad Pontificia, Salamanca, 1996, págs. 210-211.

[5] Una amplia exposición de este sugestivo tema se halla en mi obra Inteligencia creativa. El descubrimiento personal de los valores.

[6] En la obra Inteligencia creativa. El descubrimiento personal de los valores, págs. 131-142, describo diversas formas de entreveramiento de ámbitos. Todas ellas dan lugar a ámbitos nuevos de mayor amplitud.

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