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Familia:el derecho, las ideas y el comportamiento (y II)

La jurisdicción eclesiástica

La lucha por el control

Tras el desmembramiento del Imperio Romano de Occidente, en el curso del siglo quinto d. C., la Iglesia cristiana quedó no sólo intacta sino que se volvió más fuerte que nunca. Los nuevos reinos de Occidente no habían desarrollado aún esas organizaciones políticas copiadas del patrón romano que habrían de derivar, subsecuentemente, en varias formas de feudalismo o, más tarde, en lo que ahora denominamos el Estado. La Iglesia ejerció gran influencia sobre el poder secular de los primeros reyes visigodos y sobre las ulteriores dinastías merovingias y carolingias, y estaba íntimamente asociada a ellas[49]. Pese a ello, la consolidación de la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio y la sujeción de los asuntos conyugales a la jurisdicción eclesiástica requirieron, ambas, de varios siglos.

La aspiración de la Iglesia a la jurisdicción exclusiva sobre las causas maritales y la idea novedosa de que el matrimonio era indisoluble estuvieron ambas íntimamente relacionadas con la idea cristiana de que el matrimonio era no sólo una institución natural y un contrato entre los esposos, sino a la vez un sacramento, esto es, un canal de la gracia divina. Pero el carácter sacramental del matrimonio y el ideal de la indisolubilidad no quedaron establecidos de inmediato como dos elementos preclaros de la doctrina eclesiástica. Ambas nociones tenían poderosos defensores: San Ambrosio (c. 339-397) en favor de la indisolubilidad, y su converso San Agustín (354-430) en favor del sacramento. San Agustín abogó a su vez por la indisolubilidad, oponiéndose a los "matrimonios adúlteros" (las nuevas nupcias de alguien que ha dejado de lado a su cónyuge, incluso por algún motivo grave como el adulterio). Pero, hacia el final de su vida, volvió sobre esta materia, insatisfecho con el tratamiento que antes había dado al problema relativo a si un cónyuge que deja de lado a su pareja por adulterio comete él mismo adulterio al casarse nuevamente. En sus Retractaciones escribió: "No creo haber llegado a una solución perfecta de esta cuestión"[50]. La califica como "una cuestión en extremo difícil" y habla de sus "partes oscuras". Lo que parecía difícil y obscuro a uno de los padres de la Iglesia con toda su erudición, lo era, en apariencia, bastante menos para los hombres y mujeres cristianos corrientes. Noonan señala que, durante toda la historia de Roma bajo los emperadores cristianos, "los cristianos podían pensar de buena fe tanto que el matrimonio era disoluble como indisoluble..."[51]

El mayor obstáculo a la imposición directa por la Iglesia de las nuevas ideas cristianas acerca del sexo y el vínculo matrimonial fue que, en todas partes de Europa y durante la mitad inaugural de la Edad Media, el matrimonio se consideraba un asunto personal y puramente secular. La conversión al cristianismo en el Imperio Romano y en las tierras habitadas por las tribus germánicas no redundó automáticamente en la aceptación inmediata de las nociones cristianas de que el matrimonio debía ser estrictamente monógamo y que todas las relaciones sexuales habidas fuera del mismo estaban prohibidas[52]. Ni tampoco la Iglesia insistió en ello. El vínculo matrimonial siguió reglamentado por normas sociales relativas a la edad justa para casarse, a la elección de las partes y la descendencia legítima. A veces, tales normas estaban fundadas en la costumbre y la convención, a veces en la antigua religión pagana. La jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio se impuso sólo muy gradualmente y, en buena medida, en un proceso de compromiso con las prácticas nativas y adaptación a ellas, e incluso de incorporación de las mismas. Al principio, la Iglesia apenas si intentó ejercer alguna jurisdicción en nombre propio, manteniendo su intervención en los asuntos familiares dentro de los límites de la relación entre el sacerdote y el penitente[53]. Y se involucró muy lentamente en la formación del matrimonio, por ejemplo, con la bendición del matrimonio por un sacerdote, práctica que siglos después se convirtió en un requisito.

La idea de la indisolubilidad del vínculo no prendió fácilmente en el mundo antiguo. En la Iglesia de los primeros tiempos, algunos habían sostenido la opinión de que los pasajes incluidos en los escritos de los Apóstoles, en los que los padres de la Iglesia basaban el principio de indisolubilidad, no prohibían en absoluto el divorcio, al menos en caso de adulterio[54]. Con el tiempo, el punto quedó más o menos consolidado en la doctrina eclesiástica, pero la Iglesia hubo de luchar aún contra hábitos sociales hondamente arraigados. Los anglo-sajones, los francos, otras tribus germanas y los romanos habían permitido todos el divorcio. Los matrimonios eran susceptibles de disolución (sin intervención de ningún juez) por mutuo consentimiento o por el repudio unilateral, a veces mediante el pago de una multa[55]. Durante siglos, cuando lo único de que disponía la Iglesia para respaldar sus normas era su facultad disciplinaria sobre los cristianos, se vio forzada a ejercer un alto grado de tolerancia. Y hasta cierto punto incluso aceptó el divorcio y las nuevas nupcias[56].

En cuanto a la norma de que una pareja debía intercambiar consentimientos en presencia de un sacerdote para que el matrimonio fuera válido, ésta hizo su aparición recién en el siglo dieciséis. La variedad de hábitos matrimoniales entre las naciones cristianas fue enorme, y la Iglesia adaptó desde un principio sus propios rituales a ellos. Los cristianos comenzaron a buscar la bendición sacerdotal de sus matrimonios en fecha tan temprana como el siglo segundo, pero la posición consistente de la Iglesia (con algunas opiniones divergentes) fue que el consentimiento de las partes bastaba por sí solo para constituir un matrimonio válido y que no se requería de ninguna modalidad formal en particular para ello[57]. Durante la Edad Media se desarrolló la costumbre de intercambiar promesas matrimoniales en el portal de la iglesia. Luego la Iglesia comenzó a prescribir esta ceremonia religiosa de carácter público, pero las sanciones por la no sujeción a ella no incluían la nulidad[58]. Por ende, hasta el Concilio de Trento, los matrimonios privados e informales fueron tan válidos como los públicos y formales. De allí en adelante, aunque los informales ya no eran válidos, siguió ocurriendo que el factor esencial era el consentimiento, y que eran las partes, y no el sacerdote, los ministros del sacramento. Aun cuando la presencia del sacerdote se volvió obligatoria, éste asistía sólo como testigo. Por añadidura, el Concilio no imponía este requisito a todos los cristianos del mundo, por la simple razón de que no siempre había disponible, en todas partes, un sacerdote que oficiara la ceremonia.

Según Pollock y Maitland, la prolongada tolerancia y adaptación de la Iglesia a las costumbres seculares y paganas, aun cuando éstas diferían de su propia doctrina en evolución, se debieron a su preocupación por no "multiplicar los pecados"[59]. Pero era, a la vez, una decisión estratégica. Cuando el Papa advirtió a los primeros misioneros irlandeses enviados a Inglaterra que no fueran en extremo severos con sus nuevos siervos en lo que se refería al incesto y el matrimonio, intentaba sin duda contribuir al éxito de su misión[60]. Cuesta hacer la separación entre esta política de la Iglesia de adaptarse a las prácticas locales y la de reclamar para sí, en forma gradual pero finalmente exitosa, el control de las regulaciones atingentes al matrimonio.

El derecho canónico previo al Concilio de Trento

La jurisdicción eclesiástica sobre las causas matrimoniales y los rudimentos de un sistema de derecho canónico quedaron establecidos en lo que es ahora Francia y Alemania a fines del siglo décimo[61], y en Inglaterra a mediados del duodécimo[62]. En su larga rivalidad con los poderes seculares en pos de la autoridad temporal, la Iglesia había intentado obtener el control sobre otras áreas legales, como la de las cuestiones sucesorias que sobrevenían a la muerte de alguien, la de los asuntos relativos a las tierras de la propia Iglesia y de los casos civiles y criminales que implicaban al clero[63]. Pero sólo respecto a las causas matrimoniales encontró vía abierta y su éxito fue, a la larga, completo. La doctrina del matrimonio sacramental proveyó, al desarrollarse, la base teórica para la reafirmación de la autoridad eclesiástica sobre un área de la vida que previamente no había estado sujeta a ningún tipo de control oficial sistemático. La idea de que la regulación del matrimonio o las sentencias relacionadas con disputas matrimoniales podían o debían quedar a cargo de la comunidad política y secular no fue considerada seriamente hasta el siglo dieciséis y el advenimiento de la Reforma Protestante.

La jurisdicción obtenida por los tribunales eclesiásticos respecto del matrimonio y la aplicación, por esos mismos tribunales, de las varias doctrinas eclesiásticas que finalmente se fusionaron en un único cuerpo de derecho canónico[64], fueron algo nuevo en la historia del hombre. Weber nos entrega una descripción clásica de la forma en que la Iglesia, tras adoptar una estructura burocrática y jerárquica, desarrolló a continuación un sistema de tribunales y procedimientos y un cuerpo de normas legales del tipo que él denominó "formalmente racionales", por completo distinto del derecho surgido de otros sistemas jurídicos de inspiración religiosa[65]. El sistema normativo del derecho canónico, formulado y organizado sistemáticamente al estilo del derecho surgido con el Imperio Romano, no gozó de inmediata aceptación en la vida social, pero tuvo, con el tiempo, efectos perdurables y de gran alcance en todo el derecho de familia de Occidente, efectos que han subsistido hasta hoy.

Ahora comenzamos a discernir las respuestas a algunas de nuestras preguntas: cómo fue que el matrimonio quedó sometido a alguna forma de regulación oficial, cómo fue elaborado interpretativamente por las normas legales y cómo llegó a ser legalmente indisoluble. Pero estamos recién al principio de todo, pues hay abundante evidencia de que el matrimonio fue considerado, de manera generalizada, como un asunto básicamente privado incluso después de que se estableciera la jurisdicción eclesiástica y la norma de indisolubilidad quedara consolidada en el derecho canónico. En otras palabras, incluso cuando la autoridad de la Iglesia quedó claramente establecida vis-à-vis los poderes políticos (que nunca habían regulado el matrimonio como tal, en ningún sentido), sus normas no habían acabado de penetrar cabalmente en las tradiciones. La Iglesia esperó a que llegase su momento, y logró la aceptación social de sus doctrinas de la misma forma en que había adquirido la jurisdicción: mediante un proceso largo y paciente de acción e interacción cotidianas. Entretanto, el derecho matrimonial canónico adoptó la modalidad que habría de tener tan crucial importancia en el futuro, incluso allí donde la autoridad de la Iglesia ya se había erosionado.

Una vez consolidada la norma de la indisolubilidad, sobrevino una consecuencia de gran importancia. Se hizo necesario enumerar con todo detalle y precisión qué tipo de uniones no eran susceptibles de disolución, y fuera de las cuales todo intercambio sexual era considerado ilícito. El matrimonio hubo de ser definido con más precisión que nunca antes. A partir de esta necesidad, sobrevino todo el complejo sistema del derecho canónico relacionado con los impedimentos y prohibiciones matrimoniales. La multiplicación de estas causas de nulidad hizo necesario a su vez investigar antes del matrimonio si había, de hecho, impedimentos, lo que dio origen a la publicación de edictos y a la insistencia de la Iglesia en los matrimonios públicos[66], a la vez que la llevó a elaborar procedimientos para declarar no válidos los matrimonios. Puesto que el matrimonio entre personas sin ningún impedimento se basaba únicamente en el consentimiento, se volvió relevante determinar si dicho consentimiento era libre y real. El resultado fue que la aparente rigidez del principio de indisolubilidad quedó considerablemente mitigada en la práctica por las reglas sobre el consentimiento y por la existencia de una variedad de causales potenciales para la anulación, basadas en las relaciones sanguíneas o de parentesco político, en la afinidad espiritual (como la que había entre padrinos y ahijados), la impotencia, la locura y la inmadurez. Esta proliferación de motivos para la anulación ha sido entendida de múltiples formas: como un fenómeno lógicamente inducido por la teoría del matrimonio; como un factor relacionado con el dinero y el poder, en tanto las nulidades proveían a la Iglesia de una fuente de recursos y de cierto control sobre los grupos familiares; como una respuesta humana a los anhelos de algunos individuos de escapar a situaciones intolerables y de volver a casarse; y como una 'válvula de escape' sustitutoria de la institución necesaria, pero desaparecida, del divorcio. Sin duda que todos estos factores jugaron algún papel.

Los archivos de la propia Iglesia muestran que el hábito de contraer informalmente matrimonio siguió adelante, y revelan la persistencia de las antiguas nociones del matrimonio como un asunto privado. Richard Helmholz, tras estudiar los expedientes de los litigios matrimoniales habidos en los siglos trece y quince en los tribunales eclesiásticos de Inglaterra, comprobó que la idea de que la gente podía regular por sí misma el matrimonio tardó largo tiempo en desaparecer[67]. Al mismo tiempo, sin embargo Helmholz fue capaz de perfilar un proceso, igualmente gradual, de asimilación social de los criterios eclesiásticos, y de establecer documentalmente cuánto espacio quedaba en el propio derecho canónico para la variedad y el desarrollo.

La Iglesia mitigó la severidad de su regla de indisolubilidad estableciendo un procedimiento de separación judicial y contemplando, a la vez, múltiples causas de nulidad. La separación podía decretarse en situaciones en que uno de los esposos había incurrido en adulterio, apostasía o herejía, o había desertado del vínculo o maltratado seriamente al otro. Pero, a diferencia de la nulidad, la separación judicial no permitía que las partes volvieran a casarse y no parece que fuera empleada en gran escala. La separación eclesiástica 'de lecho y techo' (from bed and board) tuvo, sin embargo, una tremenda significación para la forma que habrían de adoptar las leyes de divorcio en las sociedades occidentales. Anticipada en los motivos de repudio justificable contenidos en los decretos del Imperio Romano, el derecho canónico relativo a la separación judicial prefigura esa doctrina del divorcio como una sanción a la mala conducta marital, que

reaparecerá luego en las ideas de los reformadores protestantes y dominará la legislación del divorcio en Occidente hasta los acontecimientos, algo más recientes, que se describen en el capítulo 4.

El derecho matrimonial tridentino

Hasta aquí no hemos llegado a determinar la forma en que la celebración del matrimonio llegó a requerir, en casi todos los sistemas jurídicos occidentales, de la presencia de un funcionario. Hasta la época del Concilio de Trento, la Iglesia había llegado únicamente al punto de convertir en un deber religioso la bendición pública en el templo, un deber sancionado con la penitencia o la censura. Para descubrir cómo se transformó una ceremonia formal y de carácter público en condición de validez del matrimonio (mediante el Decreto Tametsi de 1563), hemos de volver la vista, no hacia la doctrina eclesiástica, sino hacia las presiones y eventos del mundo secular.

En la Europa continental de la Reforma, la tensión a la que se vio sometida la Iglesia, más los cambios sociales y económicos que reforzaron la aspiración de las familias ubicadas en ciertos niveles de la pirámide social de llegar a controlar los giros de fortuna y poder que los matrimonios posibilitaban, acabaron allanando la senda para una revisión de la doctrina clásica y de su premisa de que los matrimonios cristianos podían celebrarse únicamente por consentimiento. Esta doctrina tradicional, cabe hacerlo notar, tuvo el efecto de liberar a los individuos de las restricciones que podían imponer los padres, los grupos de parentesco o las autoridades políticas en la elección del cónyuge. Pero este mismo efecto liberador comenzó a ser percibido como problemático en la Europa del siglo dieciséis, en aquellos círculos en que grandes sumas de dinero podían cambiar de manos por la vía de un adecuado matrimonio.

Por cierto, siempre que había habido tolerancia de los matrimonios informales, la dificultad de probarlos o bien refutarlos permitía a ciertos individuos sustraerse a los vínculos de un matrimonio válido y a otros beneficiarse mediante herencias u otras formas, por la vía de alegar falsamente la existencia de un matrimonio secreto. Este potencial de abuso, asentado desde larga data, se convirtió en un asunto cada vez más serio con el ascenso del nuevo orden económico y la aparición de la clase mercantil. Dichas preocupaciones del mundo secular sirven para explicar en parte el hecho de que los mismos obispos que encabezaron la propuesta del matrimonio ceremonial obligatorio en el Concilio de Trento se empeñaran, a su vez, en que el Concilio estableciera el consentimiento paterno como requisito del matrimonio eclesiástico[68]. Ya que esta propuesta del consentimiento paterno era tan contraria a la noción cristiana del matrimonio entendido como una unión voluntaria, resultaba difícil que consiguiera aprobación social, pero tras prolongado y ardoroso debate se aceptó la ceremonia obligatoria. La validez del matrimonio informal había sido defendida por los teólogos puristas, quienes sostenían que la libertad espiritual para casarse debía ser protegida de la interferencia de terceros, en particular de los padres[69]. Pero era esto, precisamente, lo que ahora causaba problemas a los espíritus pragmáticos. Quienes abogaban por el cambio sostenían que los matrimonios informales amenazaban el derecho de propiedad y ponían en peligro la paz social y la moral en la esfera privada[70].

El requisito de una ceremonia pública se adoptó, finalmente, por una votación muy estrecha y quedó plasmado en el Decreto Tametsi, el cual dispuso que, de allí en adelante, ningún matrimonio era válido a menos que se hubiera celebrado en presencia de un sacerdote y otros testigos. También dispuso la obligación de anunciar los matrimonios y de mantener registros oficiales de los matrimonios contraídos. Así, la Iglesia ayudó a los grupos familiares a cuando menos no quedar al margen de los planes matrimoniales de sus vástagos, pero no llegó tan lejos como algunos delegados al Concilio hubieran querido en cuanto a reforzar el control de la familia.

En muchos lugares, quienes buscaban una justificación legal para el control paterno de la unión conyugal hallaron un mayor eco para sus propuestas en las autoridades seculares. Un edicto de la monarquía francesa autorizó a los padres, en 1556, a desheredar a los hijos que se casaran sin su consentimiento y estableció penas para cualquiera que colaborara con dicho enlace[71]. Luego de que Lutero condenara los matrimonios clandestinos porque posibilitaban que extraños, sin la aprobación previa de los padres, se insertaran por esta vía en familias acaudaladas y obtuvieran parte de su patrimonio, se hizo obligatoria en las bodas la presencia de un ministro, disposición contenida en las ordenanzas reformistas del principado protestante de Württemberg (1553) y del Palatinado del Rin (1563)[72]. En 1561 fue promulgada una ordenanza similar en Ginebra[73]. Además, todas estas ordenanzas exigían a las parejas que obtuvieran el consentimiento de los padres antes de casarse. En Francia, la validez del matrimonio pasó a depender del consentimiento de los padres mediante la Ordenanza de Blois de 1579, y durante el siglo diecisiete el derecho galo prosiguió, de varias otras formas, en su intento de desalentar los matrimonios secretos[74]. Inglaterra se mantuvo, a pesar de todo, como un caso aparte. La Iglesia de Inglaterra, que había eliminado la jurisdicción de la Iglesia Católica Romana sobre las causas matrimoniales en 1534, siguió reconociendo la validez de los matrimonios informales hasta 1753.

Pareciera que el Decreto Tametsi y todas sus contrapartidas en la esfera secular tuvieron escasa incidencia en las prácticas matrimoniales en otros sectores fuera de los pudientes. E incluso en los círculos acaudalados, David Hunt, el historiador social, comprobó un persistente conflicto entre la legislación estatal, por una parte, y las costumbres y usos populares generalmente aceptados, por la otra. Los edictos y ordenanzas muestran claramente que los legistas reconocían la fuerza de la tradición que intentaban erradicar: vale decir, la creencia superviviente de que la cohabitación y el puro y simple consentimiento mutuo bastaban para formar un matrimonio[75].

La Iglesia, como hemos podido apreciar, no intentó siquiera imponer sus nuevos requerimientos para la celebración del matrimonio a todo el mundo, ni en todos los territorios bajo su influjo. De acuerdo con sus propios términos, el Decreto Tametsi no era aplicable allí donde no había sido promulgado y la Iglesia no hizo ningún empeño para imponerlo en sitios como el Nuevo Mundo, donde escaseaban los sacerdotes. Así, los matrimonios informales siguieron siendo válidos bajo el derecho canónico en muchos puntos del globo, hasta el decreto emitido por León XIII en 1892, seguido del decreto Ne Temere, que entró en vigor en 1907. Incluso hoy, el derecho canónico reconoce la validez de los matrimonios informales en determinadas circunstancias[76].

Reforma y secularización

La historia del derecho canónico hasta el Concilio de Trento nos revela que el matrimonio quedó gradualmente sometido a un tipo de reglamentación oficial y jurídica, a saber, la de los tribunales eclesiásticos que aplicaban, precisamente, el derecho canónico. La indisolubilidad jurídica tiene su origen probable en la proclamación del carácter sacramental del matrimonio, y el matrimonio ceremonial obligatorio se origina en el movimiento que va desde la bendición del vínculo en los portales de las iglesias hasta los edictos de amonestación a los matrimonios clandestinos. Pero ¿cómo se convirtieron tales asuntos en preocupación de la autoridad secular, considerando la relativa indiferencia que ella había demostrado hasta entonces frente a los mismos? Entre los siglos dieciséis y dieciocho, en vastas extensiones de Europa Occidental, la Iglesia Católica vio menoscabada su jurisdicción sobre el matrimonio. En las regiones protestantes ocurrió igual cosa como consecuencia de la Reforma y en Francia se dio en asociación con el galicanismo y el avance de la monarquía. Al perder la Iglesia el monopolio de que disfrutaba sobre las causas matrimoniales, en cierta forma el vacío suscitado acabó transfiriendo a los nuevos Estados emergentes la jurisdicción en la materia. Ahora bien, en lugar de desarrollar un cuerpo legal enteramente nuevo para aplicarlo en tales casos, los gobiernos seculares adoptaron pura y simplemente buena parte del conjunto de reglas del derecho canónico, modelando las nuevas leyes de divorcio a partir de las reglas eclesiásticas que regían la separación 'de lecho y techo'[77]. Así, muchas reglas que habían sido desarrolladas en el derecho canónico siguieron rigiendo la vida conyugal, aun cuando se hicieron nuevas interpretaciones de ellas en ciertos acápites.

Lo anterior no debe sorprendernos si recordamos que, pese a que Lutero y otros autores consideraban apropiado que el matrimonio quedase sometido a la jurisdicción de los tribunales civiles y no de los eclesiásticos, nunca se imaginaron que éste sería regulado por otros principios que no fueran los principios cristianos[78]. Los reformadores rechazaban la noción de que el matrimonio fuese un sacramento, pero daban por sentado que las regulaciones del matrimonio secular debían conformarse a las enseñanzas cristianas[79]. Y, por cierto, reinterpretaron las enseñanzas cristianas para permitir el divorcio, entendiéndolo como un castigo a la grave violación de los deberes maritales y, en particular, al adulterio, aunque gradualmente se introdujeron otras causas. Sin embargo, no cabe exagerar la significación de este bien conocido alejamiento respecto de la doctrina católica, dado que vino acompañado de una mayor severidad en la cuestión de las nulidades, las que la propia Iglesia había ofrecido en ocasiones con relativa manga ancha[80]. El protestantismo no devolvió, en ningún caso, el divorcio a la esfera privada: ningún divorcio por mutuo consentimiento fue reconocido y el divorcio por alguna causa debía ser otorgado por el Estado. Fue sólo con la Ilustración que comenzó a surgir una verdadera antítesis de las actitudes cristianas tradicionales hacia el matrimonio.

El tomar conciencia de la forma en que el movimiento de Reforma transfirió, en muchos sitios, los asuntos matrimoniales a la esfera jurisdiccional del Estado secular nos permite entender cómo adquirió su forma original buena parte del derecho (relativo a la celebración y disolución del matrimonio) descrito en los capítulos 2 y 4 del presente volumen. Sin embargo, aún nos falta saber cómo llegó el Estado a desarrollar sus propias normas seculares de derecho, en lugar de simplemente conservar las normas eclesiásticas. Además, aún no tenemos respuesta a la interrogante de cómo fue que el derecho secular llegó a regular, o cuando menos se propuso regular, una materia en la que el derecho canónico y el derecho romano se habían abstenido, a saber, la organización y el comportamiento en el seno de la vida familiar, tema considerado en el capítulo 3. Este cuerpo del derecho se originó en dos desarrollos de los que no cabe responsabilizar a los reformadores protestantes, aunque en algún sentido ellos ayudaron a pavimentar el camino. Ellos son: la aparición del pensamiento humanista e individualista de la Ilustración y el advenimiento del Estado absolutista. Tales desarrollos ocurrieron de forma distinta en Francia y en las múltiples regiones que integraban la actual Alemania, pero condujeron en ambos sitios a intentos sin precedentes de reglamentación jurídica de las relaciones familiares en curso. Una vez más, Inglaterra siguió siendo al respecto un caso particular, como también, por ende, los Estados Unidos.

En Europa continental, Federico II de Prusia, José II de Austria y Napoleón con su ejército de juristas y su burocracia administrativa, sintieron todos la necesidad de codificar enteramente, y con absoluta claridad, la totalidad del derecho privado[81]. Además, sus respectivos gobiernos estaban en posición de imponer sus propias ideas (o las de sus asesores) como reglas de derecho positivo en sus múltiples códigos. Con seguridad, el nuevo derecho secular de los códigos surgidos durante la Ilustración tomaron muchas cosas prestadas del derecho preexistente, al igual que la Iglesia reformada y protestante se había apoyado fuertemente en el derecho canónico. Pero el derecho matrimonial, liberado de sus ataduras religiosas del antiguo orden medieval, se vio cada vez más influido por las tendencias de la época, por el humanismo y el individualismo, y también por las preocupaciones e intereses concretos del Estado secular y los grupos influyentes [82] en su seno.

Con la Reforma y la Ilustración, la idea del matrimonio entendido como un contrato sufrió un nuevo vuelco. Como hemos visto, el consentimiento fue la esencia del matrimonio en el derecho eclesiástico. Pero pensadores tan diversos como Martín Lutero y John Locke comenzaron a hacer hincapié en la faceta del matrimonio como un contrato civil. Era un punto de vista singularmente atractivo para los revolucionarios galos, deseosos de eliminar los últimos vestigios de jurisdicción eclesiástica. Dicho acento en el aspecto contractual del vínculo tuvo varios efectos, y entre los más importantes, el de sentar las bases para el divorcio por mutuo consentimiento y para la regulación estatal no sólo de la celebración y disolución del contrato matrimonial, sino de su contenido. La vasta labor de codificación llevada a cabo en Europa continental dejó a los esposos prisioneros en una red de derechos y deberes legales que otorgaban a cada uno de los cónyuges un completo arsenal de exigencias susceptibles de ser planteadas a la contraparte, las cuales podían transformarse en la base de una acción legal ante el juez[83]. Muchos de tales códigos buscaban regular hasta los más ínfimos detalles de la más íntima de las relaciones, de un modo no conocido en el derecho romano y en el derecho canónico. En ocasiones, estos extremos de 'juridización' buscaban promover ciertos intereses del Estado (como el de aumentar la población); en otras, estaban al servicio de los intereses de los grupos dominantes en la sociedad (como cuando se reforzaba el control familiar sobre los matrimonios). A menudo, parecen haber sido pura y simplemente el fruto de esa urgencia integradora tan evidente en otros aspectos de, por ejemplo, el Código General Prusiano de 1794[84]. En su afán por no dejar ningún vacío en el derecho, el Código Prusiano se pronunciaba sobre asuntos como el momento en que podía declinarse la relación marital íntima, aquel en que la ausencia del esposo quedaba excusada, e incluso la edad hasta la que un bebé podía ser atendido en el lecho de los padres. Jean Carbonnier acuñó el término de panjuricidad (panjurism) para describir este ethos legal impregnado de la noción de que todo es derecho, o, "cuando menos, de que la vocación del derecho es la de estar en todo, de envolverlo todo y, al igual que un dios, de englobar todo el universo habitado"[85].

En Francia, la propensión a la reglamentación jurídica durante este período posibilitó el desarrollo de dos importantes instituciones de los tiempos modernos que atañen a la familia: la ceremonia obligatoria del matrimonio civil y el sistema de un registro público del estado civil. La ceremonia del matrimonio civil había sido una opción disponible en los Países Bajos y en Nueva Inglaterra, bajo la égida calvinista, pero se volvió obligatoria mediante un decreto revolucionario galo del 20 de septiembre de 1792. Desde Francia, la ceremonia civil se difundió a todo el mundo, al menos como una forma opcional de contraer matrimonio. Francia proveyó a la vez el modelo para los sistemas de registro laico del estado civil que ahora se emplean en todo el mundo[86]. A diferencia de otras muchas innovaciones del derecho revolucionario francés, el matrimonio civil obligatorio fue impuesto por el Código Napoleónico de 1804. A principios del siglo diecinueve, el matrimonio civil se volvió obligatorio en varias regiones de Alemania y se convirtió en parte del derecho del imperio germano unificado mediante la Ley del Estado Personal del 6 de febrero de 1875, y luego adoptó su forma actual en el Código Civil Alemán de 1896.

Como dijéramos, Inglaterra siguió un curso relativamente distinto. La jurisdicción eclesiástica de la Iglesia de Inglaterra sobre el matrimonio prosiguió sin ninguna interferencia significativa hasta mediados del siglo diecinueve. Parece que, bajo la administración de Cromwell, el matrimonio civil fue una opción disponible durante un breve período, y quizá el divorcio estuvo permitido. Pero salvo por esa breve excepción, el matrimonio civil no hizo su aparición en Inglaterra sino hasta 1836, en conexión con la aprobación, en avalancha, de una nutrida legislación de índole burocrática relativa al registro de las estadísticas demográficas. Los matrimonios informales siguieron siendo válidos en el país hasta que se aprobó la Ley de Lord Hardwicke en 1753. Dicho estatuto, una versión secular del Decreto Tametsi, hacía obligatoria una ceremonia de bodas eclesiástica y exigía la publicación de edictos. El divorcio fue posible después de 1660, pero sólo podía obtenérselo mediante un decreto parlamentario especial, y nada más que en caso de adulterio. Era caro, complicado y rara vez se recurría a él. El divorcio judicial no fue introducido sino hasta 1857.

En los Estados Unidos, las áreas colonizadas por sectores protestantes contaron con leyes de divorcio desde su época más temprana. En cambio las de fuerte influencia anglicana no tuvieron, inicialmente, ninguna forma de divorcio. El divorcio legislativo subsistió en muchas colonias y estados hasta el siglo diecinueve. Los estados de la frontera occidental adoptaron un enfoque más liberal; como fruto de ello, el divorcio migratorio era, en torno a 1860, parte de la escena en Norteamérica. Dado el trasfondo jurídico originario de Inglaterra (y, en el Suroeste, con la indulgencia de la Iglesia)[87], el matrimonio informal pasó a ser una institución legal en múltiples lugares y aún hoy sobrevive en varios estados como 'matrimonio según el common law'.

Los procesos de secularización de la jurisdicción matrimonial y, finalmente, del contenido del derecho conyugal, vinieron a coincidir con ciertas tendencias dentro del pensamiento jurídico que habrían de llegar a su punto culminante en el siglo diecinueve. Tanto en el mundo del common law como en el del derecho civil de fines del diecinueve, las normas y conceptos jurídicos tendían a quedar formalizados y expresados en la forma conceptualista que había sido característica del derecho romano y del derecho canónico revividos. Las reglas legales, que a menudo no eran sino la resolución temporal de intereses en conflicto, adquirieron vida propia, suscitando consecuencias 'lógicas' y 'necesarias'. Paralelamente, comenzó a asimilarse cada vez más la noción de legitimidad a la de legalidad, entendida como la cualidad propia de decretos formalmente correctos y promulgados de acuerdo a los procedimientos establecidos[88].

Con todo, esa idea de que el derecho puede conferir legitimidad no es en modo alguno evidente por sí misma. El comportamiento familiar en el seno de las sociedades pre-modernas estuvo largo tiempo inspirado por nociones de legitimidad incluidas en las costumbres, las convenciones y la religión. Siglos después de que las normas legales entraran en escena, ellas eran expresión de ideas sobre la vida familiar de origen consuetudinario y religioso. Sin embargo, igual que la costumbre puede con el tiempo convertirse en derecho, el derecho puede a su vez adquirir, hasta cierto punto, la fuerza de la tradición. Como bien lo ha señalado Daniel Lev, "en los sistemas legales, los conceptos y estructuras desarrollados en una época se convierten, a partir de allí, en mitos que transforman en principios y hábitos asuntos que una vez fueron, claramente, cuestiones de intereses y de po-der"[89]. Pero a medida que el Estado burocrático y secular ha introducido cada vez más sus propios contenidos y buscado sus propios objetivos dentro del derecho de familia, la relación entre legalidad y legitimidad se ha vuelto más problemática que nunca antes.

Notas

[49] Adhémar Esmein, Le marriage en droit (1929), Vol. 1, p. 14.

[50] San Agustín, The Retractations, en The Fathers of the Church (1968), 60, p. 247. Véase también Gaudemet, Le marriage en Occident (1987), pp. 71-74.

[51] Noonan, "Novel 22" (1968), p. 87.

[52] Rheinstein, Marriage Stability, Divorce, and the Law (1971), pp. 13-14; Gaudemet, Le marriage en Occident (1987), pp. 123-129.

[53] William W. Bassett, "The Marriage of Christians-Valid Contract, Valid Sacrament?" (1968), p. 129.

[54] Ibídem, pp. 50-51; Gaudemet, Le marriage en Occident (1987), pp. 45-46.

[55] Adhémar Esmein, Le marriage en droit canonique (1935), Vol. 2, p. 49; Gaudemet, Le marriage en Occident (1987), p. 106.

[56] Esmein, Le marriage en droit canonique (1935), Vol. 2, pp. 49-50; Brissaud, A History of French Private Law (1968), pp. 143-144; Hübner, A History of Germanic Private Law (1968), p. 614; Pollock y Maitland, The History of English Law (1968), Vol. 2, pp. 392-393.

[57] Richard Helmholz señala que incluso en este punto había una discrepancia entre el derecho y la costumbre, con la mayoría de la gente aferrada a una tradición más antigua en la que se requería de la consumación para que un matrimonio estuviera completo. "Comment: Recurrent Patterns of Family Law" (1985), p. 175.

[58] De Reeper, "The History and Application of Canon 1098" (1954), pp. 148, 152.

[59] Pollock y Maitland, The History of English Law (1968), Vol. 2, p. 370.

[60] Ibídem, p. 366.

[61] Bassett, "The Marriage of Christians-Valid Contract, Valid Sacrament?" (1968), pp. 129-130; Brissaud, A History of French Private Law (1968), pp. 88-89; Hübner, A History of Germanic Private Law (1968), p. 614.

[62] Polloock y Maitland, The History of English Law (1968), Vol. 2, p. 367.

[63] Rheinstein, Marriage Stability, Divorce, and the Law (1971), p. 18.

[64] Se atribuye a Graciano el haber comenzado a aplicar la metodología escolástica al estudio de las fuentes del derecho canónico. Su Decretum de 1140 junto con los decretalis del Papa Gregorio IX en 1234 conformaron el corazón del Corpus Juris Canonici, que fue durante siglos la fuente oficial del derecho positivo de la Iglesia. Bassett, "The Marriage of Christians-Valid Contract, Valid Sacrament?" (1968), p. 130.

[65] Weber, en Rheinstein (ed.), Max Weber on Law in Economic and Society (1954), pp. 250-255.

[66] Antes de convertir el matrimonio público en requisito, el derecho canónico había desarrollado una distinción entre el matrimonio plenamente lícito y aquellos matrimonios informales que sí eran válidos, pero cuya naturaleza "ilícita" podía exponer a las partes a la sanción pública. Helmholz, "Comment: Recurrent Patterns of Family Law" (1985), p. 178.

[67] Ibídem, p. 5. Véase también Charles Donahue, "The Canon Law on the Formation of Marriage and Social Practice in the Later Middle Ages" (1983), p. 144.

[68] Brissaud, A History of French Private Law (1968), p. 115.

[69] Beatrice Gottlieb, "Getting Married in Pre-Reformation Europe: The Doctrine of Clandestine Marriage and Court Cases in Fifteenth-Century Champagne" (1974), pp. 59-60, 62-63.

[70] Ibídem, pp. 38-39.

[71] David Hunt, Parents and Children in History: The Psychology of Family Life in Early Modern France (1970), p. 60.

[72] Gotttlieb, "Getting Married in Pre-Reformation Europe: The Doctrine of Clandestine Marriage and Court Cases in Fifteenth-Century Champagne" (1974), pp. 124-135.

[73] Ibídem.

[74] Hunt, Parents and Children in History: The Psychology of Family Life in Early Modern France (1970), p. 62.

[75] Ibídem, p. 63. Véase también Gaudemet, Le marriage en Occident (1987), pp. 235236, 364.

[76] Véase Coriden et al. (eds.), The Code of Canon Law: A Text and Commentary (1985).

[77] Esmein, Le marriage en droit canonique (1929), Vol. 1, p. 34.

[78] Para un análisis detallado y bien documentado de la relación entre el derecho conyugal de los reformadores luteranos y el derecho canónico preexistente, véase John Witte Jr., "The Reformation of Marriage Law in Martin Luther's Germany: Its Significance Then and Now" (1986).

[79] Rheinstein, Marriage Stability, Divorce, and the Law (1971), p. 22.

[80] John Witte Jr., "The Reformation of Marriage Law in Martin Luther's Germany: Its Significance Then and Now" (1986), pp. 38-44.

[81] Rheinstein, Marriage Stability, Divorce, and the Law (1971), pp. 25-26.

[82] Wolfram Müller-Freienfels, Ehe und Recht (1962), pp. 18-25.

[83] Ibídem, pp. 20-21.

[84] Ibídem, pp. 22-23.

[85] Jean Carbonnier, Flexible droit (1983), p. 4.

[86] El precursor de los registros públicos del status civil, en Francia y en otros sitios, fue la práctica de los registros eclesiásticos (actas de bautizo, registros matrimoniales, etc.), seguida en muchos lugares de una etapa de reglamentación gubernamental de los registros parroquiales, Rheinstein, Marriage Stability, Divorce, and the Law (1971), p. 198; véase también más adelante, capítulo 2, nota 167.

[87] Véase, en general, Hans Baade, "The Form of Marriage in Spanish North America" (1975).

[88] Weber, en Rheinstein (ed.), Max Weber on Law in Economic and Society (1954), p. 9.

[89] Daniel S. Lev, "Colonial Law and the Genesis of the Indonesian State" (1985), pp. 57, 69.

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