» Baúl de autor » José Jiménez Lozano
La Teresa de Ávila
Ni media palabra oímos nunca en nuestra infancia o adolescencia, a propósito de Santa Teresa, que se refiriese a su condición de mujer o escritora mística, como no fuese en algún sermón, y, por lo tanto, como perteneciente a la retórica del mismo que no había porqué entender. Poco sabíamos de esta señora, como no fuese que, de muchacha, quiso irse con su hermano a que la descabezasen los moros de África, o que era viajera y andariega sobre mula o en carro, aunque también una vez en carroza prestada, y que era santa, naturalmente. Es decir, sabíamos lo suficiente, y nos resultaba familiar, sobre todo porque un par de leyendas en torno suyo lo eran.
Esas historias andaban por todas partes entre las gentes, y formaban parte del bagaje argumental en circunstancias que podríamos llamar situaciones límite. Pongamos por caso cuando, también de muchachos, hacíamos ascos a una vianda o tostada un poco demasiado quemada para nuestro gusto, y el argumento para dictarnos de hecho la obligación de tomárnosla era: hasta Santa Teresa comió ceniza, lo que no he corroborado yo en ulteriores investigaciones, pero refrán que, como digo, funcionaba como un ensalmo, o como un ucase; y tanto daba porque había que comerse aquello, incluso acordándose, de no muy buena gana, de los especiales gustos de Santa Teresa que parecía que habían hecho jurisprudencia gastronómica.
La otra historia teresiana se traía a cuento, cuando se mostraba la decisión de romper con algo de manera radical, porque, tras haber afirmado que ni portar por aquel lugar o aquel ambiente, se añadía también como el argumento realmente apodíptico y último una locución parecida a ésta: lo que voy a hacer es sacudirme las zapatillas como Santa Teresa, y de Ávila ni el polvo, como dijo ella. Y hasta se señalaba el lugar en el que ella habría pronunciado tal sentencia, el todavía llamado «los cuatro postes» que es un simple humilladero como hay tantos por toda España, pero tan estupendamente situado frente a la ciudad a la que se puede contemplar descendiendo desde la acrópolis donde está la catedral hasta el río, como si fuese una alta dama que hasta allí la llegase la falda. Aunque a mí, de niño, Ávila me parecía Constantinopla, seguramente por lo de las murallas, que yo veía pobladas de cruzados, el ruidoso tráfago de gentes, animales, y vehículos de muchos colores, y otras cosas de mucha relucencia que había allí. Así que era fácil imaginarse correr a la Teresa desde allá arriba, huyendo de los sarracenos por todas aquellas callejuelas en cuesta abajo hacía el río, hasta llegar allí, a «Los cuatro postes» y sacudirse los zapatos. Era una imaginación preciosa.
Porque tampoco era que hubiera sido de extrañar una cosa así, porque, cuando se la ocurrió fundar un conventillo en la ciudad, las gentes del Concejo se lo tomaron muy a mal, muy a peor las grandes familias, nada bien la clerecía en general, y la ciudad entera llegó a alborotarse tanto que ella misma cuenta que no parecía sino que habían entrado moros; y entonces, por muy multiculturalista que se fuera, lo más aconsejable era largarse, hay que comprenderlo.
Pero lo que iba diciendo es que mis relaciones con la Teresa Cepeda, antes Sánchez por parte de padre, y de los Ahumada y Cuevas de Olmedo por parte de madre, no ha sido nunca por razones místicas, ni de paisanaje, sino por muy otras. Y de mística nunca tuvimos charleta alguna porque en estos tiempos es materia para doctores sutilísimos, y ni ella ni yo tenemos cardadera para estas lanas. Don Miguel de Unamuno reprochaba a don Marcelino Menéndez Pelayo, con algún sarcasmo, aunque no sé yo si muy ajustadamente, que creyera que la mística era un género literario; pero tampoco sé si hemos salido todavía de estos equívocos porque me parece que ahora estas cosas de espíritu -y me refiero a la literatura y no a la mística- andan cabildeando también acerca de si hacer versos es asunto místico. Se me va la cabeza con estas cosas, como a Teresa en el palacio de los Alba en Piedrahíta, con la barahunda de cosas que había allí en los vasares, y por todas partes.
Mis relaciones con esta muy señora mía y de mi mayor consideración, aunque la llame la Teresa, son de habernos encontrado por ahí, por esos mundos. Digamos que por esos caminos, carreteras o veredas, por mesones o paradores, y en los Carmelos y las escrituras, desde luego. Y, en este caso sobre todo, a la hora en que uno duda sobre las palabras, que siempre hacen dudar. Cuando ya se está desesperado, acude ella y dice: esto llamo yo...; y se lo inventa o lo saca de Dios sabe dónde; de modo que uno también se decide: a esto llamo yo, y ya está; porque, palabras no hay a veces para nombrar ciertas hermosuras del mundo. Pero nuestras charletas han sido especialmente sobre sucedidos y aventuras, como lo que le sucedió yendo a Duruelo, que se perdió y tuvo que preguntar, y yo también. O lo que le ocurrió en Salamanca, un día de ánimas, que, para consolar a otra monja que tenía más miedo que ella a la muerte, hizo un par de chistes ¿Y quién no?. Y como otra vez en que cayó en Medina del Campo una noche de agosto, víspera de las fiestas, cuando los mozos del pueblo andaban encerrando toros. Y, por cierto, que por esas fechas, en la misma Medina y en ocasión parecida, los mozos del pueblo soltaron a los toros a deshora y hubo una cogida. Acudieron allí los corchetes, y llevaron a los mozos a prevención, como antes se decía hermosa y exactamente; de manera que al día siguiente tuvieron ellos que allegarse a letrado que les hiciera un descargo, y en él fueron presentándose. El primero Joan Rodrigues, que era cristiano viejo, pero fulano y zutano eran judíos o de los morisquillos, y el otro y el de más allá, milanés, tudesco, gascón o bizantino; pero todos de nación de Medina del Campo, porque allí habían nacido, o allí vivían y se criaban. ¿Será posible que tuvieran tan claras las cosas que, ahora mismo, en tanta niebla y tanta desgracia están envueltas?
Aunque también a Teresa tocó bregar con estas infecciones de sangres, y otras boberías de mundo, que ella conjuraba haciéndose la boba y la disimulada, lo que quisiera el mundo, porque decidió tratar siempre a éste con mano izquierda y flexibilidad de cintura. Necesitaba el tiempo para lo suyo, y que éste fuera tranquilo. También para leer, que no estaba a gusto si no tuviera libro nuevo; y para escribir lo que hiciera falta. Para las cuatro personas que había en sus conventos, desde luego; y no sabe qué pensar, ni yo tampoco, de los juicios a los que ahora se la cita cada día. No da abasto a explicar, dice; porque ella no habló de tanta variedad de ocurrencias e imaginaciones, que hay ahora. Pero de las cosas de los adentros, salvo si también son aventuras de castillos de cristal y así por el estilo, no hablamos, porque ésas son cosas de mucho secreto, y cada cual tiene su alma, y está muy bien en su almario.
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